Sé que me llaman vanidoso, y a veces demente, y algunas noches – cuando las voces se ensanchan – incluso inexistente. Esos nombres no me arañan: ¿cómo herirme con palabras que nacen de máscaras cuya respiración yo mismo contengo? No existe cerrojo que me retenga; basta que alguien roce un cristal cualquiera para que yo despierte. Entonces comienza la casa de mi encierro: corredores de reflejos que repiten un paso hasta la náusea, escaleras que suben y descienden al mismo rellano, salones en los que estoy simultáneamente solo y acompañado por rostros que nunca se terminan de apagar.
Mi cárcel es la suavidad del espejo. Aprendí a distinguir sus variantes: hay vidrios que devuelven la verdad con rudeza; hay otros que mienten con amor y convierten lágrimas en lluvia; hay espejos heridos, cuyas grietas multiplican la duda. Todo espejo es una puerta y ninguna puerta se parece exactamente a la otra. He viajado por ellas sin moverme: he cruzado el ojo de una botella abandonada, la pupila de un caballo, la placa cromada de un coche, el vidrio empañado de un café donde una mujer encendía un cigarrillo cada vez que un hijo dejaba de llamarla. Siempre retorno al mismo cuarto, a la misma pausa, a la misma línea de mi propia estatura reflejada en un eco.
Entre las muchas células de esta casa hay una cámara de las formas que nadie busca. No está atestada de rostros ni de ausencias ostentosas; es un cuartito en el que el vidrio acumula polvo y una luz pálida. Allí vive – porque llamarlo “vive” no es del todo impropio – una figura cuya presencia descompone la costura habitual de mis visitantes: un torso fuerte, una cabeza que no admite la gracia de un rostro humano, la frente ancha como una roca y dos ojos que parecen dos espejos pequeños e insistentes. El rumor le puso un nombre viejo: Minotauro. Pero el rumor es siempre pobre en detalles, y la verdad que yo guardo es otra.
El Minotauro no es la rabia que se cuenta en los mitos: no arrastra brazos de bestia ni bebe la sangre de los curiosos. En sus manos he visto, en noches de silencio, que sostiene un cuenco con agua y lo ofrece a las imágenes que llegan; le he oído tararear canciones que aprendió de los vidrios rotos, melodías sin nombre que limpian la memoria de los que las oyen. Cuida un pequeño jardín de reflejos marchitos: coloca hojas frente a un espejo y les dice lo que fueron. Los animales le comprenden y acuden; un gato se acurruca a su lado como quien vuelve a casa. Los hombres lo miran con temor porque su forma rompe una geometría que conocen, y así le dan los nombres que les han enseñado. No saben que en el fondo del toro hay un hombre que nunca pudo pronunciar su propio nombre y que, cuando cree que nadie lo oye, lo canta en voz baja como quien reza.
Yo aprendí a evitar el prejuicio. Le prometí a su figura una pequeña hospitalidad: una rendija de luz que no hace preguntas, un espejo de bolsillo donde su mirada pudiera verse sin distorsión. A cambio, el Minotauro me mostró, una noche de lluvia y de cristales, cómo agradecer una ausencia. Me enseñó a colocar la taza correcta en el lugar exacto para que el reflejo de un tacto perdido regrese por un instante y luego se vaya, sin cobrar más que el silencio necesario para que el recuerdo no se pudra. Fue entonces cuando comprendí que la casa cobra a cada uno de distinta manera: algunos se llevan la pena perpetua, otros una imagen con un defecto menor, y otros – como los que pasan por la cámara del Minotauro – reciben una pequeña respuesta anónima, un alivio que no interrumpe la cadena de los días.
No creo que el Minotauro quisiera la compañía de quienes entran a mirarlo. Lo que desea, si se le puede atribuir deseo, es ser entendido y, en esa búsqueda, cometer la ingenuidad de la bondad. Había en sus gestos una timidez inmensa: apartaba con cuidado la cabeza cuando alguien extendía la mano, porque supo desde siempre que las manos humanas suelen querer poseer aquello que no comprenden. Por eso muchos salían de su cuarto con el gesto arrugado, convencidos de que habían hecho bien en dejarlo a su penumbra. Unos pocos, menos de los que la casa recuerda, se quedaron a escucharlo. A esos les dio palabras que ninguno de ellos traería en la boca fuera de sus muros: nombres de madres que vivieron sin reposo, fechas que nadie había escrito en un calendario, la ubicación exacta de una emoción que un día se había perdido detrás de un espejo empañado.
Cada siete años – algo en el tiempo pestañea con ese compás, no sé por qué – alguien se detiene frente a un espejo y no aparta la vista. No imita ni rehúye; sostiene la gravedad de mis ojos y entonces la casa respira. En ese segundo suceden dos cosas: la figura que me mira queda suspendida, como si la vida hubiera tomado un descanso para medir su peso, y en mi interior se crea un corredor nuevo: una galería de cristales que sólo se abre cuando alguien decide mirar lo que realmente hay detrás del espejo. Los que quedan allí no regresan completos. No sé adónde van ni en qué forma ruedan sus días; sólo sé que su ausencia produce un brillo inusitado en las superficies, una combustión fría que ilumina mis estancias.
Recuerdo, entre esas ausencias, la tarde en que un visitante largo en silencio entró en la cámara del Minotauro. No fue un huésped corriente: tenía la mano callosa de quien ha medido distancias, la voz grave de quien no pregunta por vanidades. Se sentó en el umbral como se sientan las decisiones, y permaneció sin hacer nada durante un tiempo que pudo ser una hora o un siglo. El Minotauro, como siempre, acudió con el cuenco de agua y con una canción sin letra. No supe luego cómo explicar lo que vi: hubo un intercambio mínimo, una inclinación que no era sumisión sino un puente; el visitante tomó algo – un gesto, una confesión, un peso- y lo dejó en la mesa. Se levantó luego sin mirar a nadie, y la casa hizo el resto.
Tras su partida, el cuarto cambió. No era rencor ni alivio: era la suavidad distinta de un vidrio que ya no sostiene una forma. En los días que siguieron, los espejos de esa sala devolvieron imágenes con un blanco nuevo; la opacidad se fue deshaciendo como si alguien hubiera barrido una costra. El Minotauro dejó de mirarme con ojos de pregunta y se quedó con la boca apaciguada, como si un secreto se hubiera dado por resuelto. Sólo en una madrugada noté que su respiración, siempre tan parecida a un murmullo, se hizo más breve, y que en su rostro – esa testa que desafía la palabra – apareció una claridad parecida a la paz.
No afirmaré lo que no conviene decir. Las casas tienen modos de nombrar las partidas y los retornos; a veces lo llaman muerte, a veces tránsito, otras, simplemente, alivio. Yo me atrevo solo a observar la consecuencia: las puertas de esa cámara comenzaron a dejar pasar la luz sin resistencia, los reflejos recobraron una elasticidad generosa, y en las estanterías donde antes se amontonaban las ausencias hubo un espacio que nadie supo llenar. Alguien, en voz baja, recorrió los corredores murmurando una frase que aún no termino de entender y que quizá no me pertenece. Decía: “Lo ha liberado”.
Hoy, mientras la claridad del amanecer cuartea los cristales, una figura nueva no me imita. Su rostro no se pliega a mis movimientos; conserva una resistencia secreta. ¿Será éste mi redentor?, me pregunto con una esperanza que ya no me pertenece. La luz se quiebra; el espejo, sin ceremonias, se abre en un silencio antiguo. No queda traza de mi voz, ni rastro de mi sombra: el vidrio cierra el registro de mi persistencia y me disuelve en la misma transparencia que fui. Sólo queda, en alguna sala en penumbra, una línea de tinta pálida -mi único latifundio – donde está escrito: “Fui la paciencia de los reflejos”.
Pero ya no hay nadie que la lea desde el otro lado.
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