Antes del silencio,
hubo un estruendo.
El de la puerta cerrándose para siempre,
llevándose consigo no a un hombre,
sino a la arquitectura completa de su vida.
Lo que quedó después no fue solo soledad,
sino vacío.
Los días de Cristina se volvieron de cristal opaco.
Se movía como un fantasma
por un apartamento que era el negativo de un hogar,
donde cada objeto
—el sofá donde ya nadie se recostaba,
la taza que nunca usaba—
era un recordatorio no de lo que había,
sino de la ausencia que ahora lo habitaba.
Su cuerpo se transformó en un artefacto extraño,
pesado,
inútil.
La cama era un océano de sábanas frías donde se ahogaba noche tras noche,
el despertar no era un alivio,
era la repetición de una condena:
la tristeza le arañaba los párpados al abrirlos,
una losa de hielo que se le instalaba en la garganta y le tensaba la lengua,
haciéndole imposible hasta tragar su propio dolor.
Era un ser de herida,
hambrienta de un roce que no fuera el de su propia piel contra la ropa de cama.
Un cuerpo abandonado al viento y al silencio,
un organismo que solo calculaba el paso del tiempo a través de capas de sal seca en sus mejillas.
La mujer que había sido se había esfumado,
y en su lugar solo quedaba un receptáculo de memorias afiladas y una piel que gritaba por ser leída,
por ser reescrita,
por sentir algo que no fuera el eco devastador de su propio abandono.
Fue al verla en ese estado de suspensión catastrófica,
flotando en el ámbar gris de su duelo,
cuando Ana después de pensarlo mucho, lo decidió.
No vio a una amiga triste,
vio un cuerpo vaciado,
una casa a punto de derrumbarse.
Y una noche,
entre el vapor del vino tibio y la penumbra que todo lo confesaba,
decidió tenderle no un salvavidas,
sino un mapa hacia un territorio desconocido.
Un lugar donde, decían, no se curaban las heridas, sino que se convertían en armas.
—Yo estuve ahí. Lo que me salvó fue el grupo… aunque hay que pasar por la inscripción. No se explica, se vive.
Cristina no preguntó.
Se inscribió con un correo sin firma,
un gesto urgente, desesperado.
Recibió una dirección en la periferia, donde la ciudad parecía contener la respiración.
Llegó ese viernes al atardecer.
La mansión la esperaba,
antigua, callada,
con sombras que se doblaban sobre muros y suelos como lenguas secretas.
La puerta se abrió sola,
o quizás alguien la abrió sin que ella lo viera.
Un aura mágica flotaba en el ambiente.
Y ese olor:
incienso,
piel,
madera vieja,
vino derramado hace tiempo,
un eco de deseos antiguos,
un olor que llamaba a la memoria del cuerpo.
Una mujer de mirada intacta la condujo por pasillos largos y húmedos,
donde la luz se disolvía en alfombra y pared,
donde cada paso estiraba su cuerpo,
lo hacía líquido,
tibio,
disponible.
Llegaron a un salón con mujeres vestidas de blanco,
de todas las edades,
que la miraban con ojos espejo de compasión y deseo.
Una de ellas, morena, alta de pechos indómitos bajo la seda,
le tomó la mano,
con un contacto que ardía y dolía al mismo tiempo.
—Estás lista —susurró—.
La desnudaron despacio.
No como quien quita ropa,
sino como quien arranca culpas,
como quien libera un cuerpo que ha sido jaula y es ahora promesa.
Un paño caliente le recorrió la espalda;
un perfume húmedo le rozó el cuello.
Cristina sintió hambre.
La túnica blanca que le colocaron era sólo un hilo de luz sobre su piel,
un aliento, un verso que rozaba sus costillas.
Finalmente, el antifaz negro,
terciopelo que borraba la visión pero abría todos los sentidos.
Ciega, pero despierta, alerta,
expuesta a la luz y a la sombra a la vez.
—Ahora —dijo la voz—, vas a entrar.
El corredor alfombrado olía a tibieza,
a humedad de deseo contenido.
La puerta se abrió sin crujir.
Dentro,
aquel cuarto victoriano de paredes verdes musgo,
candelabros encendidos,
chimenea viva,
diván que palpaba la habitación con su propio pulso.
Frente a la ventana, alguien.
Cristina lo olió antes de verlo:
olía a cuero,
a madera,
a sudor contenido,
a eco antiguo de promesas.
Él extendió la mano;
ella se acercó hipnotizada, temblando,
con el antifaz amplificando cada roce,
cada respiración,
cada crujido del piso bajo sus pies.
El silencio se volvió tacto.
Bajó la túnica con un gesto lento,
la tela cayó como suspiro antiguo,
como firmando un poema sobre su piel.
Cristina quedó desnuda;
el antifaz separaba su mirada del mundo,
pero encendía cada sensación,
cada estremecimiento.
Él la rodeó con lentitud,
oliendo su cuello,
besando la nuca,
dejando que la lengua húmeda recorriera su espalda,
como quien lee un poema que se escribe en los pliegues,
en los nervios,
en los susurros de la piel.
Sus manos descubrieron sus senos,
los bebieron con precisión de alquimista.
Cristina se arqueó,
feroz,
temblorosa,
fiera que renace de sus cenizas.
Cuando él mordió un pezón,
un jadeo escapó de su garganta;
algo dentro se abrió,
se desgarró,
se derramó en fuego y agua,
se hizo río que recorría su cuerpo,
lengua de agua,
lengua de aire.
La empujó hacia el diván.
Ella cayó de rodillas,
espalda arqueada,
brazos tensos,
corazón palpitante.
Él la recorrió con los dedos,
escultor,
poeta escribiendo en la carne viva.
La acarició entre las piernas,
lento,
sin prisa,
mientras Cristina se mojaba sin vergüenza;
su clítoris palpitaba, corazón nuevo, pulso que marcaba su resurrección.
Dos dedos entraron,
firmes,
precisos;
ella gritó,
no de dolor, sino de nacimiento,
de regreso a sí misma.
—Así —murmuró él—, así te quiero.
Cristina sonrió con la espalda,
con el vientre,
con la memoria,
con cada hebra de carne que volvía a la vida.
Carne viva.
Lo sintió acercarse, duro y caliente,
frotándose contra su entrada como promesa recién afilada.
Entró profundo, brutal,
con la fuerza del deseo contenido durante meses.
Cristina gritó de regreso,
de entrega,
de hallazgo.
Su cuerpo finalmente hablaba el idioma que había buscado.
Se sacudió, se ofreció, sacerdotisa en su altar de piel.
El ritmo que él imprimía era de otra época,
compás que no se aprende,
solo se recuerda,
música sucia escrita en la piel.
Cada embestida la atravesaba,
la reclamaba,
la fundía.
Cada salida y retorno un pulso que la envolvía,
la consumía,
la reconstruía.
Cristina lloraba sin tristeza,
catarsis líquida que bajaba de ojos a cuello,
de pechos a sexo,
río que limpiaba,
río que arrastraba abandono, rabia, hambre, deseo.
Le mordió el brazo,
le golpeó el pecho,
le arañó la espalda,
se colgó de su cuello como cuerda salvadora.
Él la dio vuelta,
alzó sus piernas,
la penetró viéndose,
cara a cara,
mirándola sin pedir permiso.
Cristina abrió la boca,
no para hablar, sino para recibirlo todo,
absorberlo, fundirse en el ritmo de su cuerpo.
Los cuerpos chocaban húmedos,
feroces.
Sonido obsceno,
glorioso,
brutal.
La habitación vibraba,
la chimenea ardía más alto;
los espejos se empañaban;
el diván crujía.
Gemidos perfectos,
salvajes,
sin artificio,
sin pudor,
sin límites.
Ella acabó primero,
en un estallido que parecía el primero,
espalda doblada, voz quebrada.
Gritó expulsando demonios,
temblando de pies a cabeza, deseando aún que no terminara.
Él siguió, más lento, profundo,
hasta que el temblor subió por su columna,
tensó mandíbula y salió de ella con gruñido animal.
Se arrodilló sobre su torso,
sujetó su rostro y acabó:
sobre boca, frente, mejillas;
ofrenda primitiva, sello antiguo.
Cristina no se limpió.
Cerró los ojos y sonrió,
piel manchada,
corazón desbordado.
Había sido inscrita:
no en un grupo, sino en el mundo,
en su hambre, en su derecho a sentir sin disculpas.
Él desapareció,-o quizás nunca estuvo ahí- silencioso, sombra entre sombras.
Sobre la mesa, junto al antifaz, una nota en una tarjeta verde:
Has sido inscrita. Empieza ahora tu reconstrucción.
Cristina entendió: no se trataba de volver a ser ella.
Se trataba de ser otra.
Más viva,
más libre,
más entera pero más rota,
más peligrosa.
Despertó como de un sueño febril,
arrastrada hacia un territorio desconocido.
En el suelo la túnica blanca y el antifaz,
y el recuerdo de una figura sin nombre como un rompecabezas aún por armar.
Las mujeres la recibieron otra vez,
ya no eran extrañas, ni distantes.
La morena de pechos indómitos susurró:
—Ahora eres una de nosotras. Aquí no hay reglas escritas,
solo silencios que debes aprender a leer.
La inscripción no era solo acto físico: era umbral, llave, territorio donde deseo y poder se entrelazan sin miedo.
Cristina ya no era la mujer rota que llegó.
Era una criatura despierta,
dueña de su cuerpo,
arquitecta de sus placeres.
La inscripción se convirtió en mantra, salvación y condena.
Y en el fondo, sabía que aquel grupo era más que un refugio: era espejo que la desnudaba hasta el alma y la reconstruía en mil fragmentos de deseo.
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