En un país sin nombre, donde los relojes retroceden cada vez que alguien miente y las campanas doblan solas cada vez que muere un secreto, los gobernantes no se eligen ni se heredan: brotan de la tierra. Germinan en silencio, como plantas nocturnas, y cuando la luna los toca, levantan discursos escritos en sus hojas, palabras que ya nacen gastadas, con promesas que huelen a tierra húmeda y a mentira reciclada. Nadie sabe quién los cultiva, pero todos sospechan de los que no tienen sombra.
Los sin sombra
caminan entre nosotros. Pagan impuestos, ríen de los chistes de moda, lloran en funerales ajenos. Sin embargo, cuando el sol se inclina sobre sus cabezas, su cuerpo no dibuja oscuridad alguna. La gente, en secreto, los vigila de reojo, como si mirar de frente pudiera arrancarles la máscara.
Algunos aseguran que son enviados de otro planeta, desterrados de una estrella donde las tinieblas no existen, pues había dos soles. Otros insisten en que son la consecuencia de una antigua maldición: cuando la humanidad mató a su primera sombra, condenada a vivir bajo los pies de Caín, esta juró regresar multiplicada. También están los que, entre sorbo y sorbo de aguardiente, los definen como experimentos de laboratorios que jamás figuraron en presupuestos estatales.
Lo cierto es que su poder es invisible y persistente. Los poetas olvidan los versos más hermosos al cruzarse con ellos en la calle; los niños sueñan con guerras que aún no han ocurrido; los presidentes despiertan entre sollozos sin saber por qué, con las manos manchadas de tinta que no proviene de ningún decreto firmado.
Un periodista, cuyo nombre jamás figuró en los registros oficiales, dedicó su vida a seguir las huellas de los sin sombra. Descubrió documentos que se borraban mientras los leía, testimonios que se contradecían al ser grabados, mapas donde aparecían ciudades inexistentes. Una noche, en un café donde la penumbra aún se atrevía a resistir, conoció a una mujer que aseguraba haber amado a uno de ellos.
—No son extraterrestres —le dijo, mientras jugaba con un encendedor que nunca producía fuego—. Son ideas que aprendieron a caminar.
El periodista intentó publicar la historia. Pero cada vez que imprimía sus palabras, los textos cambiaban: en una edición hablaban de reyes egipcios sin sombra; en otra, de papas que flotaban al rezar; en una tercera, de banqueros que podían borrar naciones con tan solo pestañear. Desesperado, terminó relatándola en voz baja, en bares clandestinos, allí donde todavía quedaban rincones oscuros.
La leyenda se propagó como un rumor infeccioso. Se decía que los sin sombra estaban detrás de las epidemias que nunca fueron explicadas, de las torres que colapsaban sin terremotos, de las monedas que cambiaban de valor sin aviso previo. Otros aseguraban que eran ellos quienes apagaban las estrellas para que los hombres olvidaran cómo se soñaba.
Y así, la conspiración de los que no tienen sombra se convirtió en un murmullo universal, transmitido de generación en generación, entre advertencia y plegaria. Nadie sabe si realmente existen. Pero todos, en secreto, temen mirar un día al suelo y descubrir que su propia sombra ya no está, porque la élite se las robó.
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