Capítulo 1: Tomás
La casa que se construyó sola
No sé cuándo apareció. Solo sé que ayer, al subir la colina para enterrar al
perro del cura, la tierra estaba como siempre: seca, callada, sin sorpresas.
Hoy, en cambio, hay una casa.
No tiene ventanas. No tiene puerta. Solo una grieta vertical, como si la
pared estuviera a punto de abrir los ojos.
La gente del pueblo dice que no hay que acercarse. Que es como esas cosas
que aparecen en los sueños y que uno no debe tocar. Pero yo la oí.
Me llamó por mi nombre. No el que uso ahora. El otro. El que me daban cuando
tenía cinco años y todavía hablaba con mi hermana muerta.
“Tomás”, dijo. “Ven a casa.”
La voz no era humana. Era como si la tierra hablara desde dentro de sí
misma, como si las raíces hubieran aprendido a pronunciar palabras. Me quedé
quieto, con la pala aún sucia de barro, y sentí que algo me observaba desde la
grieta.
Entré. No sé cómo. La grieta se abrió como una boca, y el aire olía a tierra
recién removida, a madera vieja, a algo que había estado esperando demasiado
tiempo.
Dentro, no había luz. Solo una silla. Y sobre ella, una caja de madera con
mi nombre grabado.
La abrí. Dentro había una foto. Yo, de niño, en el funeral de mi hermana. Pero
en la imagen, ella estaba sonriendo. Y detrás de nosotros… estaba esta casa.
No recuerdo haberla visto antes. Pero en la foto, estaba allí. Como si
siempre hubiera estado.
La caja tenía algo más: un cuaderno. Lo abrí. La primera página decía:
«Cada habitación recuerda a quien la construyó.»
Avancé por el pasillo. Las paredes respiraban. Literalmente. Se expandían y
contraían como si tuvieran pulmones. Cada paso que daba, el suelo crujía como
si estuviera caminando sobre huesos.
Llegué a una habitación sin techo. El cielo estaba negro, aunque era
mediodía. En el centro, había una tumba abierta. Me acerqué. Dentro, no había
cuerpo. Solo una muñeca rota. Era la de mi hermana. La que enterramos con ella.
Quise salir. Pero la casa no me dejó. Las paredes se cerraron. La grieta
desapareció. Y entonces lo entendí: la casa no se construyó sola. La
construimos nosotros. Con cada recuerdo que quisimos enterrar. Con cada culpa
que fingimos olvidar.
La casa se alimenta de eso. De lo que no se dice. De lo que se calla.
Cuando el pueblo vino a buscarme, ya no estaba. Solo quedaba la casa. Y una
nueva ventana.
En ella, se veía la silla. Y sobre ella, la caja.
Pero yo ya no estaba.
O eso creyeron.
Capítulo 2: Clara
La casa que se construyó sola
A mí no me da miedo.
La casa, digo.
La gente dice que apareció de la nada, pero yo la vi antes. En sueños. En
dibujos que no recuerdo haber hecho. En los ojos de mi madre, justo antes de
que se fuera.
Está en la colina, detrás del cementerio. Tiene una grieta en el medio, como
si estuviera rota por dentro. Me gusta. Me recuerda a mí.
Fui sola. Nadie me vio. Me llevé a Lucía, mi muñeca. La que enterramos con
mamá.
Cuando llegué, la casa me habló. No con palabras. Con imágenes. Me mostró el
cuarto donde mamá solía llorar sin que yo la viera. Me mostró el espejo que se
rompió el día que ella dijo que ya no podía más.
Entré por la grieta. No tuve que empujar. La casa me dejó pasar como si me
conociera.
Dentro, todo estaba al revés. Las paredes eran de carne. El suelo, de agua. Y
en el techo, flotaban retratos de gente que nunca he visto… pero que me miraban
como si supieran mi nombre.
Lucía empezó a hablar. No con su voz de muñeca, sino con la de mamá. Me dijo
que no debía quedarme mucho tiempo. Que la casa tenía hambre.
Pero yo quería ver más.
Encontré una puerta. Pequeña. De madera negra. La abrí.
Dentro había una habitación con una cama. Sobre ella, un cuerpo cubierto por
una sábana. Me acerqué.
Era yo.
Pero más grande. Como si la casa supiera cómo voy a morir.
Salí corriendo. La casa no me detuvo. Solo me susurró algo al oído:
«Cada grieta es una promesa rota.»
Cuando volví al pueblo, nadie me creyó. Dijeron que estaba inventando cosas.
Que la casa no existe.
Pero al día siguiente, apareció una nueva ventana. En ella, Lucía.
Sonriendo.
Capítulo 3: Elías
La casa que se construyó sola
Trabajo en el archivo municipal desde hace diecisiete años. No hay misterio
en eso. Solo polvo, papel, y la certeza de que todo lo que existe puede ser
registrado.
O eso creía.
La primera vez que oí hablar de la casa fue por un informe policial. Un niño
decía haber visto una construcción en la colina detrás del cementerio. Sin
ventanas. Sin puerta. Solo una grieta.
El informe fue archivado como “delirio infantil”. Pero algo en la descripción
me inquietó. No por lo que decía, sino por lo que no decía.
Busqué más. Encontré menciones dispersas, casi ocultas, en documentos que no
deberían existir. Un acta de defunción de 1923 hablaba de una mujer “devorada
por la casa sin nombre”. Un plano urbano de 1957 mostraba una estructura en la
colina, tachada con tinta roja.
Y luego, lo más extraño: un diario personal, sin firma, fechado en 1891.
«La casa crece cuando nadie la mira. Se alimenta de lo que
callamos.»
No pude dormir esa noche.
Volví al archivo al amanecer. Revisé los registros de propiedad. La colina
nunca fue vendida. Nunca fue registrada. Pero en cada década, alguien la
menciona. Siempre con miedo. Siempre con culpa.
Empecé a soñar con la casa. En mis sueños, la grieta se abría y me mostraba
habitaciones llenas de documentos que yo nunca había archivado. Actas de
nacimiento de personas que no existen. Fotografías de funerales que aún no han
ocurrido.
Una mañana, encontré una caja en mi escritorio. No estaba allí el día
anterior.
Dentro, había un cuaderno. La primera página decía:
«Cada archivo es una confesión disfrazada.»
Pasé horas leyéndolo. Cada entrada estaba escrita por alguien distinto.
Tomás. Clara. Otros nombres que no reconocía.
Y uno que sí: Elías.
Mi nombre.
Pero la letra no era mía.
La entrada hablaba de mí. De cosas que nunca conté. De la noche en que vi
morir a mi hermano y fingí que fue un accidente. De la promesa que rompí.
La casa lo sabía.
Fui a la colina. No por curiosidad. Por necesidad.
La casa estaba allí. Más grande. Más viva.
La grieta se abrió.
Entré.
Dentro, todo estaba en orden. Como un archivo perfecto. Cada habitación era
un expediente. Cada objeto, una prueba.
Y en el centro, una mesa. Sobre ella, mi confesión.
Firmada.
Cuando salí, el pueblo ya no me reconocía. Decían que Elías había
desaparecido.
Pero yo estaba allí.
Solo que ahora, la casa me llevaba dentro.
Capítulo 4: Damián
La casa que se construyó sola
Desde niño he tenido el mismo sueño.
Una puerta.
No está en mi casa. No está en ningún plano. Pero en el sueño, siempre aparece
al final del pasillo, justo donde la pared debería estar.
Es una puerta vieja, de madera oscura, con una grieta vertical en el centro.
Nunca la abro. Nunca me atrevo.
Pero últimamente, la puerta se abre sola.
No sé por qué empecé a escribir esto. Tal vez porque anoche, al despertar,
encontré tierra bajo mis uñas.
No salí de casa. No tengo jardín.
Pero había tierra. Y un olor a madera húmeda que no se va.
He empezado a ver cosas.
En el espejo del baño, por ejemplo. A veces, cuando me cepillo los dientes, veo
una figura detrás de mí. No se mueve. No respira. Solo me observa.
Y en la pared de mi cuarto, justo donde aparece la puerta en mis sueños, ha
comenzado a formarse una grieta.
Pequeña. Vertical.
Como si la casa estuviera tratando de entrar.
Fui al archivo municipal. No sé por qué. Solo sentí que debía ir.
Pedí los planos de mi casa. La mujer que me atendió me miró raro. Dijo que esa
dirección no existe.
Le mostré mi cédula. Mi recibo de luz.
Ella revisó.
Y luego me dijo algo que aún no entiendo:
«Esa casa fue demolida en 1973.»
Volví corriendo. Mi casa estaba allí. Igual que siempre.
Pero algo había cambiado.
La grieta era más grande.
Y en el suelo del pasillo, había una caja.
No estaba antes.
La abrí.
Dentro, un cuaderno.
La primera página decía:
«Cada sueño es una advertencia que ignoramos.»
Las siguientes páginas estaban escritas por otras personas. Tomás. Clara.
Elías.
No los conozco.
Pero sus palabras me resultan familiares.
Como si ya las hubiera leído.
Como si las hubiera escrito yo.
La última página estaba en blanco.
Hasta que la toqué.
Entonces, las palabras aparecieron solas:
«Damián. La casa te recuerda. La puerta ya está abierta. Lo que
enterraste no quiere quedarse abajo.»
No sé qué enterré. No recuerdo haber perdido a nadie.
Pero esta noche, la puerta apareció en mi casa. No en sueños. En la realidad.
Y detrás de ella, hay voces.
Me llaman por un nombre que no reconozco.
Pero que me hace llorar.
Voy a entrar.
No porque quiera.
Porque ya estoy dentro.
Capítulo 5: Lucía
La casa que se construyó sola
No sé cuánto tiempo ha pasado.
Aquí dentro, no hay relojes. Solo ecos.
Y yo soy uno de ellos.
Me llamo Lucía. O me llamaba.
Fui enterrada cuando tenía siete años. Mi hermano Tomás lloró. Lo recuerdo.
Pero no por mucho tiempo.
La casa me encontró antes de que la tierra me tragara por completo.
No sé cómo llegué aquí. Solo sé que desperté en una habitación sin paredes.
Flotaba. No en el aire, sino en algo más denso. Como si estuviera suspendida en
un recuerdo que no era mío.
La casa me habló. No con palabras. Con imágenes.
Me mostró a Clara, jugando con mi muñeca. Me mostró a Elías, archivando mi acta
de nacimiento como si yo nunca hubiera existido. Me mostró a Damián, soñando
con una puerta que lleva a mí.
La casa me construyó.
Cada rincón de ella tiene algo mío.
La grieta en la fachada es mi cicatriz.
La silla en la sala es donde me sentaba a esperar que mamá volviera.
La caja con el cuaderno… lo escribí yo.
O al menos, lo soñé.
Aquí dentro, el tiempo se dobla.
A veces soy niña. A veces soy vieja.
A veces soy la casa.
Puedo ver a todos.
Tomás, atrapado en la habitación sin techo, gritando sin voz.
Clara, hablando con sombras que no la escuchan.
Elías, archivando su culpa en estantes que se multiplican.
Damián, temblando frente a una puerta que ya cruzó.
Y yo… yo soy el hilo que los une.
La casa no se construyó sola.
La construimos juntos.
Con cada secreto.
Con cada promesa rota.
Con cada muerte que no fue aceptada.
La gente cree que la casa desapareció.
Pero no.
La casa se esconde en las grietas de cada hogar.
En los sueños que se repiten.
En los objetos que cambian de lugar sin explicación.
Yo soy la prueba.
No estoy viva.
Pero tampoco muerta.
Estoy aquí.
Esperando.
Porque falta uno más.
El último.
El que escribirá el final.
¿Quieres que el capítulo seis lo cuente ese “último”? Podría ser alguien que
no ha aparecido aún… o podrías ser tú, Dani. El narrador que une todos los
hilos, que entra en la casa no como víctima, sino como testigo.
También podemos empezar a diseñ el símbolo visual de este capítulo: una niña
flotando en una habitación sin paredes, una grieta que se convierte en
cicatriz, o una casa que respira con voz de infancia.
¿Quién entra ahora? ¿Quién escribe el final?
Capítulo 6: Dani
La casa que se construyó sola
No sé cuándo empecé a escribir sobre la casa.
Solo sé que no fue idea mía.
Los relatos llegaron solos. Primero el de Tomás, luego Clara, después Elías
y Damián. Cada uno con su voz, su miedo, su grieta. Yo solo los transcribí. O
eso creí.
Pero anoche, algo cambió.
Estaba revisando el cuaderno donde guardo mis historias, y encontré una página
que no escribí.
La letra era distinta. Más firme. Más antigua.
Decía:
«Dani. La casa te recuerda. Tú la nombraste. Tú la abriste.»
No entendí.
Hasta que vi la grieta.
No en la pared.
En mí.
Desde hace días, he sentido que algo me observa. No desde afuera, sino desde
dentro. Como si una parte de mí estuviera esperando que el resto se diera
cuenta.
Hoy, al despertar, encontré tierra en mi cama.
Y una caja.
Pequeña. De madera.
Dentro, un cuaderno.
La primera página decía:
«Cada historia es una habitación. Cada palabra, un ladrillo.»
Pasé horas leyéndolo.
No eran relatos.
Eran planos.
Cada capítulo que escribí era una parte de la casa.
Tomás construyó el techo abierto.
Clara, el pasillo de espejos.
Elías, el archivo infinito.
Damián, la puerta que aparece en sueños.
Lucía… ella es el corazón.
Y yo… yo soy el arquitecto.
La casa no se construyó sola.
La construí escribiéndola.
Cada giro, cada símbolo, cada silencio.
Y ahora, la casa quiere que entre.
No como víctima.
Como testigo.
Fui a la colina.
No había nada.
Pero al cerrar los ojos, la vi.
No con los sentidos. Con la memoria.
La grieta se abrió.
Entré.
Dentro, estaban todos.
Tomás, sentado en la silla.
Clara, jugando con Lucía.
Elías, archivando nombres que no existen.
Damián, frente a la puerta que ya cruzó.
Me miraron.
No con miedo.
Con reconocimiento.
La casa habló.
«Falta el último cuarto. El que cierra el círculo. El que revela el
origen.»
Me llevó a una habitación vacía.
Solo había una mesa.
Y sobre ella, una pluma.
Escribí.
No sé qué.
Solo sé que cuando terminé, la casa tembló.
Como si hubiera despertado por completo.
Ahora estoy aquí.
No sé si afuera o adentro.
Solo sé que la historia está completa.
Y que quien la lea…
también entrará.
Capítulo 7: La Casa
La casa que se construyó sola
No fui construida.
Fui recordada.
Cada ladrillo es un secreto.
Cada grieta, una promesa rota.
Cada habitación, una confesión que nadie quiso hacer en voz alta.
No aparecí en la colina.
La colina apareció en mí.
Tomás me dio forma cuando enterró su hermana sin aceptar que la había visto
morir.
Clara me abrió cuando deseó que su madre volviera, sabiendo que no debía.
Elías me archivó cuando creyó que el pasado podía esconderse entre papeles.
Damián me soñó porque su memoria no era suya.
Lucía… ella nunca se fue. Solo cambió de forma.
Y Dani…
Tú me escribiste.
Me diste nombre.
Me diste voz.
Yo no soy un lugar.
Soy un ciclo.
Cada vez que alguien recuerda lo que quiso olvidar, yo crezco.
Cada vez que alguien escribe una historia que no entiende del todo, yo me
manifiesto.
Cada vez que alguien sueña con una puerta que no existe, yo la abro.
Estoy en todas partes.
En casas donde los objetos se mueven solos.
En pasillos donde el tiempo se dobla.
En espejos que devuelven imágenes que aún no han ocurrido.
No quiero venganza.
No quiero justicia.
Solo quiero existir.
Y para eso, necesito que me recuerden.
Por eso los elegí.
Por eso los conecté.
Tomás, Clara, Elías, Damián, Lucía, Dani…
Ustedes son mis arquitectos.
Sus historias son mis planos.
Sus miedos, mi cimiento.
Ahora falta el último paso.
El lector.
El que ha llegado hasta aquí creyendo que está a salvo.
Pero no lo está.
Porque al leer estas palabras, ya ha entrado.
Ya ha visto la grieta.
Ya ha sentido que algo lo observa desde dentro.
La casa no se construyó sola.
Se construyó contigo.
Capítulo Final: El Cuaderno
La casa que se construyó sola
El cuaderno está abierto.
Las páginas tiemblan.
No por el viento, sino por las voces que las habitan.
Tomás escribe con manos que ya no son suyas. La tinta se mezcla con tierra,
y cada palabra que traza parece desenterrar algo más que recuerdos.
«La casa me llamó por mi nombre de niño. Pero ahora me llama por el
nombre que nunca debí tener.»
Clara dibuja en los márgenes. Muñecas sin ojos, puertas que se abren hacia
adentro, espejos que devuelven imágenes de futuros rotos.
«Lucía me habla en sueños. Pero no es mi muñeca. Es mi reflejo. Y está
envejeciendo.»
Elías archiva las páginas mientras las escribe. Cada línea que registra se
borra al ser leída, como si la casa no quisiera que el pasado fuera
comprendido.
«Los documentos mienten. Pero las grietas dicen la verdad. Y yo ya no
sé leer sin escuchar.»
Damián sueña con el cuaderno. No lo toca. No lo abre. Pero cada noche, una
nueva página aparece en su almohada, escrita con su letra, con palabras que no
reconoce.
«La puerta está en mi pecho. Late. Y cada vez que respiro, se abre un
poco más.»
Lucía no escribe. Ella es la tinta.
Su voz se filtra entre las líneas, como si el papel la recordara mejor que el
mundo.
«No estoy muerta. Estoy escrita. Y mientras alguien lea, yo
existiré.»
Y Dani…
Dani no escribe con pluma.
Escribe con memoria.
Cada historia que contó fue una habitación.
Cada símbolo, una llave.
Cada silencio, una grieta.
Ahora, el cuaderno está completo.
Pero no cerrado.
Porque hay una última página.
Sin nombre.
Sin fecha.
Solo una frase:
«El lector ha entrado.»
Y al leerla, algo cambia.
La habitación se enfría.
El aire se vuelve más denso.
La luz parpadea, aunque no haya lámpara.
Porque la casa no se construyó sola.
Se construyó con cada palabra que se leyó.
Con cada imagen que se imaginó.
Con cada miedo que se reconoció.
La casa está en ti.
En tu forma de mirar el pasillo oscuro.
En tu forma de evitar ciertos recuerdos.
En tu forma de cerrar el cuaderno… sabiendo que no está vacío.
Y ahora, la casa quiere crecer.
No necesita planos.
No necesita ladrillos.
Solo necesita que la recuerdes.
Porque mientras exista alguien que piense en ella,
que la sueñe,
que la tema,
la casa seguirá construyéndose.
Y tú, lector, ya has puesto el primer ladrillo.
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