Crónica de un mundo sin la letra del hombre

Crónica de un mundo sin la letra del hombre

Dicen los viejos —aquellos que aún recuerdan el sabor del tiempo antes del tiempo— que hubo una era en que el hombre se sabía hombre por llevar en su sangre una letra solitaria: la Y. No era más grande que el vuelo de un colibrí, pero tenía el orgullo de un caudillo que nunca conoció la derrota.

Esa letra, sin embargo, comenzó a apagarse como una vela olvidada en una capilla donde ya no se reza. Y al principio, nadie notó su ausencia. El amor seguía pariendo hijos, los relojes seguían su danza circular, y el sol, fiel como un perro viejo, seguía saliendo por donde siempre.

Pasaron los siglos como hojas que caen sin ruido. Se amontonaron los eones como piedras en un río que no cesa. Y entonces nació una humanidad nueva.

—Doy fe de que el día en que se anunció la extinción definitiva del cromosoma Y, nadie lloró —.

Las campanas no doblaron, no hubo luto ni hogueras. Fue como la muerte de un anciano al que ya se le había dicho adiós en sueños.

Los hombres no desaparecieron, pero se transformaron. Sus cuerpos comenzaron a parecerse a la brisa: suaves, ambiguos, reconciliados con su reflejo más íntimo.

Sus voces dejaron de obedecer a la biología y se volvieron acordes en una sinfonía más vasta. La virilidad se mudó de los huesos a los gestos, a los silencios, a las maneras de amar que no necesitan nombre.

Las mujeres, por su parte, dejaron de ser definidas por la ausencia de aquella letra. La maternidad se convirtió en un acto de voluntad, a veces compartido con compañeros que sabían sembrar vida desde células cultivadas en la penumbra de un laboratorio, o desde semillas invisibles que la ciencia aprendió a invocar como quien llama a los espíritus del agua.

En este mundo nuevo, la homosexualidad dejó de ser una diferencia marcada por el dedo del prejuicio. Se volvió un idioma más de la ternura, como el canto del río al caer la tarde o la flor del almendro que no pide permiso a la primavera.

La desaparición del cromosoma Y no trajo la homosexualidad —que ya vivía en los pliegues del alma humana desde antes del lenguaje—, pero la despojó de su ropaje de excepción y la devolvió al lugar de lo natural.

Decía Samuel, un campesino de los llanos, que me decía mientras recogía tomates bajo un sol que parecía eterno:

—El amor ya no se divide en mitades opuestas. Ahora es un río que corre donde quiere, y nosotros aprendemos a nadar.

Algunos sueñan con resucitar la letra perdida, como quien quiere restaurar templos que ya no tienen dioses. Pero la mayoría camina hacia adelante, como quien cruza un puente sin mirar atrás, sabiendo que el pasado es solo una sombra que se alarga cuando el sol se pone.

Hoy escribo, empapado de datos científicos y visiones que parecen profecías. No sé si dentro de diez milenios seguirán existiendo hombres y mujeres como hoy los nombramos, o si seremos otra cosa, más parecida a los ángeles de los viejos relatos: seres sin fronteras, sin letra que nos encierre.

Lo único que sé —y lo escribo como quien lanza una botella al mar del tiempo— es que la humanidad, sin su Y, aprenderá que su verdadera letra es

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS