J.P. Cruz
Julio 3, 2025
Ambos se acompañaban diariamente.
Doña Cecilia regresaba a casa después del trabajo, como todos los días, y casi de inmediato comenzaba a preparar la cena para su esposo y su hijo, quienes la alcanzaban en casa más tarde para comer juntos. Mientras doña Cecilia cocinaba, Artemis -mi gato- le hacía compañía. Después de todo, nuestras casas no estaban tan alejadas una de la otra, solo unos cuantos metros de patio de concreto sin ninguna división nos separaba. Bastaba con el sonido de las llaves y la puerta abriéndose al otro lado para que Artemis saliera a recibirla y entrara junto con ella a su casa como si se tratara de la suya propia.
Artemis esperaba por mí; doña Cecilia por su familia, y así ambos esperaban juntos cada tarde para reunirse en la cena con sus seres queridos. Además, a Artemis le encantaba adelantarse y comenzar la cena con los pequeños aperitivos que doña Cecilia le daba de lo que fuera a preparar esa noche: la carne cruda antes de cocinarla o el pan antes de calentarlo, en lo que llegaba yo para servirle el plato fuerte.
Artemis y yo nos mudamos a la zona desde hace ya un par de años, poco tiempo después de haberme graduado. Para entonces ya habíamos visto pasar a una cuantiosa cantidad de gente por la casa al otro lado del patio, algunos que se quedaron más tiempo que otros, pero al final ninguno se quedaba.
Mi personalidad reservada, mis extendidos horarios laborales sumados a esta constante rotación de inquilinos, siempre me mantuvo limitada a la mínima interacción, y con doña Cecilia y su familia no hubo excepción. Casi nunca hubo nada más allá de un “buenas tardes” o “buenas noches”. Artemis, por el contrario, siempre se había destacado por su facilidad de hacer amigos, tan extrovertido que llegaba a ser difícil creer que era solo un gato, “no hay forma de no quererlo”, me confesó un día de fin de semana cuando regresaba de hacer compras y me encontré a doña Cecilia por casualidad barriendo su entrada, una de las pocas pláticas casuales que compartimos, donde también me confesó lo que hacían juntos cada tarde.
- No te preocupes, niña, el michito come bien aquí con nosotros.
- Muchas gracias. – dije despidiéndome y regresándole la sonrisa antes de ingresar a mi casa.
Recuerdo que una noche en particular, no tenía prisa por regresar a casa. Mi jefe ya me había advertido desde temprano que necesitaba que me quedara al menos un par de horas extras para terminar los pendientes de ese día. Mientras la noche se acercaba, no paraba de pensar en Artemis, pero me tranquilizaba saber que de todas formas se encontraba en buena compañía y que mucha hambre no pasaría.
Las horas pasaron y los problemas no paraban de brotar. Fue, casualmente, el día más ajetreado que habíamos tenido en la oficina en años. Terminé llegando a casa a las once y media de la noche. Al entrar, me encontré a Artemis sentado en medio de la sala, a oscuras, en una posición poco común en él, viendo al frente. Pero, al otro lado del patio, todas las luces ya estaban apagadas. Supuse que esa noche todos habían regresado demasiado agotados, cenaron y se fueron a dormir, así que no le di más vueltas al asunto.
Me dirigí hacia la alacena, tomé la comida enlatada que le encanta a Artemis y, para ese punto, él ya debería haber estado encima de mí, impaciente, presionándome para servir más rápido y maullando como si al dejar pasar un minuto más se pudiera morir de hambre. Pero no fue así. Se quedó exactamente donde lo encontré al llegar. Aunque no pasó mucho tiempo antes de que él también dejara de darle importancia, y comenzó a comer… Pero desde aquel momento, nunca nada volvió a ser lo mismo. Jamás volví a saber de los vecinos, sin embargo, parecía que Artemis de alguna manera sabía algo.
Cada vez que regresaba del trabajo, encontraba que Artemis ya tenía el estómago lleno, lo notaba en sus bigotes mojados y en su inusual calma ante las comidas más exquisitas, que de pronto se convirtió en platos que quedaban a la mitad, después, intactos. De ahí, comenzaron sus extrañas escapadas de madrugada, sabrá Dios a dónde, pero como disculpa, cada mañana recibía un regalo en mi ventana, junto a mi cama, objetos como monedas, pequeños retazos de tela o de madera, flores muertas… un arete… un reloj.
Entonces me decidí, una mañana me desperté más temprano de lo usual, a pesar de ser fin de semana, para intentar pillar a mi gato. Bajé a la sala principal, y lo vi afuera, tan infrecuente como todo últimamente, pero nada me extrañó más, que darme cuenta de que, al otro lado del patio, la casa ya tampoco lucía igual, no era solo la inactividad de esta por el horario más que matutino, porque claro, a esa hora toda la colonia aún dormía… había algo más. Pero ¿quién me creía yo? Si estaban en casa o no, si se habían ido de viaje, o a visitar a algún familiar lejano. Si limpiaban su entrada o no, si abrían sus cortinas para dejar entrar la luz o no, ¿quién era yo?
En el trascurso del día Artemis paseaba se por toda la casa y el patio con una serenidad felina casi hipnotizante, uno más de sus cambios. Tranquilo, misterioso e indiferente ante las preocupaciones, como si todo estuviera en orden, dando por hecho que yo también sabía lo que él ya sabía.
Pero no sabía.
Y no supe nada.
Hasta el día que llegaron aquellos policías a interrogarme a la puerta de mi casa.
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