El encuentro de Sansón y Hércules

El encuentro de Sansón y Hércules

Dicen que en los pasillos secretos donde duermen los mitos, hay un lugar que no pertenece ni al Olimpo ni al cielo bíblico: un valle suspendido entre estrellas, donde los héroes de todas las edades son convocados cuando la eternidad desea conversar consigo misma. Donde los dioses no son bienvenidos.

Allí, bajo un cielo que arde con constelaciones nunca vistas por ojos mortales, se encontraron dos hombres que eran más que hombres.

Uno era Sansón, con su melena oscura como el lomo de un león y unos ojos cansados, llenos de cicatrices invisibles. El otro, Hércules, de músculos de bronce y sonrisa de semidiós, que parecía cargar sobre sus hombros no solo la memoria de sus doce trabajos, sino también las sombras de sus culpas.

—Te conozco sin haberte visto nunca —dijo Hércules, mientras desenvainaba el silencio con la voz—. Tú también eres de los que nacieron con más fuerza de la que podían cargar.

Sansón bajó la mirada, como si las estrellas le pesaran.
—La fuerza es una cadena, hermano. Me la dieron como don, pero me la arrebataron como castigo. Mi melena era mi juramento, y un beso me la arrancó de las manos.

Hércules rió con amargura, como ríen los que se saben condenados.
—A mí no me traicionó un beso, sino el rencor de una diosa. Hera me persiguió como un perro rabioso, y en mis furias maté incluso a los que amaba —. Al final, fue mi esposa quien me entregó la túnica que me devoró la piel. Tú caíste por amor; yo, por veneno disfrazado de cariño.

Las palabras flotaban en el aire como brasas que no se apagan.

Entonces, apareció una figura velada, mitad sombra, mitad, perfume de eternidad. Era una mujer sin nombre, quizá Dalila, quizá Deyanira, quizá todas las mujeres que en los mitos se vuelven destino. Sus ojos eran espejos en los que ambos héroes vieron reflejadas sus derrotas.

— ¿Qué buscáis aquí? Preguntó con voz de río que acaricia piedra —la fémina. ¿Venganza, redención, o el descanso que nunca conocieron vuestros brazos?

Sansón apretó los puños, recordando el estruendo del templo al caer sobre filisteos y sobre sí mismo.
—Busco sentido.

—¿Fui un juez de mi pueblo o un juguete en manos del Altísimo?

Hércules se alzó imponente, con la sombra de Zeus, latiéndole en la frente.
—Yo busco justicia. No pedí nacer hijo de un dios ni cargar la ira de una diosa. “Mis trabajos no fueron hazañas, fueron cadenas”.

La mujer sonrió como sonríen las esfinges: con un secreto que jamás revelan.
—Sois espejos uno del otro. La humanidad os recordará como héroes, pero la eternidad os conoce como prisioneros.—, dijo y se marchó.

Y entonces el cielo se estremeció: Sansón vio en las estrellas el templo derrumbándose una vez más, mientras Hércules contempló la túnica envenenada que ardía en su carne. Ambos comprendieron que, aunque distintos, compartían el mismo destino: ser la pujanza que se destruye a sí misma.

Pero en medio del dolor, algo cambió. Hércules posó su mano en el hombro de Sansón.
—Quizá no fuimos libres, pero tampoco fuimos inútiles. El mundo necesita historias de hombres que caen, para entender que ni la fuerza más grande escapa al filo del destino.

Sansón, con un suspiro que parecía un salmo, respondió:
—Entonces seamos lección, y no solo lamento. Que nuestros nombres sean advertencia, y también esperanza.

El valle mítico quedó vacío. Solo el eco de dos héroes condenados, que al mirarse reconocieron su hermandad más allá del tiempo.

Desde entonces, en los sueños de los pueblos, a veces aparece una sombra doble: un hombre con melena oscura y otro con músculos de bronce. No pelean, no gritan. Se miran con respeto, como si supieran que ambos son parte de una misma pregunta que la humanidad aún no ha respondido.

¿Fueron mitos?

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