Capítulo 1: La primera marca
La ciudad estaba muda. No silenciosa—muda. Como si hubiese olvidado
cómo sonar. Las olas golpeaban la costa sin espuma, y el viento se movía sin
intención. Era la tercera noche sin luna. Desde que desapareció, las sombras
comenzaron a comportarse como si tuvieran voluntad propia.
Conraf despertó sobresaltado. No por un ruido, sino por un ardor. En su
antebrazo izquierdo, algo brillaba bajo la piel: una figura que no recordaba
haber visto antes. Parecía una llave fracturada, encerrada en un círculo
incompleto. La marca palpitaba como si tuviera pulso propio, como si respirara
con él.
Se incorporó, sudando. La habitación estaba intacta, pero su sombra no.
Allí, en la pared opuesta, su silueta se movía… aunque él no lo hacía.
La sombra se giró lentamente, como si lo mirara. No tenía rostro, pero sí intención.
Y entonces habló.
—Conraf… ya es hora.
La voz no vino del aire. Vino de dentro. Como si una parte de él que nunca
había tenido lenguaje, de pronto lo hubiera aprendido. Era grave, áspera, como
si estuviera hecha de ceniza.
Conraf retrocedió, pero la sombra no lo siguió. En cambio, se despegó de la
pared y cayó al suelo como una mancha líquida. Se deslizó hacia la puerta, y
desapareció.
Él la siguió. No por valentía. Por instinto. Algo en la marca lo empujaba.
Al cruzar el umbral, la calle estaba cubierta de niebla. Pero en medio de ella,
una figura se dibujaba: una mujer de pie, sin sombra.
Lucía.
No la conocía. O al menos, eso creía. Pero había algo en ella que le
resultaba familiar. Como un recuerdo que no podía ubicar, pero que dolía al
intentar alcanzarlo.
—¿Tú también la tienes? —preguntó ella, sin moverse.
Conraf miró su brazo. La marca ardía más fuerte.
Lucía levantó el suyo. Nada. Piel limpia. Pero sus ojos… sus ojos parecían
haber visto cosas que nadie debería ver.
—No tengo sombra —dijo ella—. Pero tú… tú eres el que las caza.
Antes de que pudiera responder, un chillido rasgó la niebla. No era humano.
No era animal. Era como si el aire mismo se hubiera partido.
Una figura emergió del humo: alta, delgada, con extremidades que se
alargaban y se contraían como si no tuvieran huesos. Su cuerpo era negro, pero
no como la oscuridad. Era negro como el olvido.
La sombra de alguien. Pero ¿de quién?
Conraf sintió cómo la marca ardía hasta quemarle la piel. Su visión se
distorsionó. El mundo giró. Y entonces, lo supo.
Esa sombra… era suya.
No la que proyectaba. La que había dejado atrás.
La que había estado esperando.
Capítulo 2: Lucía sin sombra
La figura de Lucía se mantenía inmóvil en medio de la niebla, como si el
mundo girara a su alrededor sin tocarla. Su cabello oscuro caía como cortinas
sobre un rostro que parecía demasiado sereno para el caos que lo rodeaba. No
proyectaba sombra. Ni siquiera bajo la luz temblorosa del farol que parpadeaba
sobre ellos.
Conraf se acercó con cautela. La marca en su brazo ardía con más intensidad,
como si respondiera a su presencia. Lucía lo observó sin sorpresa, como si ya
supiera quién era.
—No deberías estar aquí —dijo ella, sin levantar la voz—. Las sombras te
siguen.
—¿Cómo sabes eso?
Lucía bajó la mirada. En su mano sostenía un objeto pequeño, envuelto en
tela negra. Lo extendió hacia él. Conraf lo tomó con recelo. Al desenvolverlo,
encontró un fragmento de espejo. Pero no reflejaba nada. Ni a él, ni a ella.
Solo mostraba niebla.
—Es un fragmento del Umbral —explicó Lucía—. Lo encontré hace tres noches,
cuando la luna desapareció. Desde entonces, las sombras dejaron de obedecer.
Conraf sintió un escalofrío. El Umbral. La puerta que había visto en sueños.
La que prometía respuestas a cambio de recuerdos.
—¿Por qué no tienes sombra?
Lucía lo miró con una mezcla de tristeza y resignación.
—Porque ya la perdí. La entregué al Umbral para salvar a alguien. No
recuerdo quién. Solo sé que desde entonces, las sombras no me tocan… pero
tampoco me recuerdan.
Antes de que pudiera responder, un grito rasgó la niebla. No era el chillido
de antes. Era humano. Agudo. Desesperado.
Conraf corrió hacia el sonido, con Lucía detrás. En una calle estrecha,
encontraron a un hombre arrodillado, temblando. Su sombra se había desprendido
de él y lo rodeaba como una serpiente negra. Tenía ojos. O al menos, algo que
brillaba como ojos.
—¡Ayúdame! ¡No puedo moverme! —gritó el hombre.
Conraf sintió cómo la marca en su brazo se expandía, como si se activara. Su
visión se distorsionó. El mundo se volvió más lento. La sombra se giró hacia
él.
—Cazador… este no es tu recuerdo.
La Voz volvió a hablar dentro de su mente. Grave. Inquebrantable.
—Si la cazas, perderás algo que aún no sabes que tienes.
Conraf dudó. Pero el hombre gritó de nuevo, y Lucía lo miró con urgencia.
—Hazlo —susurró ella—. No todos merecen ser devorados.
Conraf levantó la mano. La marca brilló. Un haz de luz negra —sí, negra—
salió de su palma y envolvió a la sombra. Esta chilló, se retorció, y desapareció
en una espiral de humo.
El hombre cayó inconsciente.
Conraf se tambaleó. Algo dentro de él se quebró. Un recuerdo se desvaneció.
No sabía cuál. Solo sintió un vacío nuevo. Como si una habitación en su mente
hubiera sido cerrada con llave.
Lucía lo sostuvo antes de que cayera.
—¿Qué perdiste?
Conraf la miró. No sabía. Pero algo en su pecho dolía como si hubiese
olvidado a alguien importante.
—No lo sé —respondió—. Pero creo que era mío.
Lucía asintió.
—Bienvenido al Umbral.
Capítulo 3: El Umbral
La noche se había vuelto más espesa. La niebla ya no cubría la ciudad: la
devoraba. Las luces de los postes parpadeaban como si dudaran de su propia
existencia, y los sonidos se distorsionaban, como si vinieran de lugares que no
existían.
Conraf caminaba junto a Lucía, en silencio. El hombre que había salvado no
despertó. Su cuerpo respiraba, pero su sombra no volvió. Era como si algo se
hubiera roto en él. Como si el cazador hubiera cazado más de lo que debía.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Conraf, mirando el fragmento de espejo que
Lucía aún sostenía.
—En un callejón que ya no existe —respondió ella—. Lo llamaban “El Umbral”.
Nadie lo construyó. Nadie lo recuerda. Pero aparece en los sueños… cuando estás
a punto de olvidar algo importante.
Conraf sintió un tirón en el pecho. Un recuerdo borroso: una voz cantando.
¿Su madre? ¿Una amiga? No podía ubicarlo. Solo sabía que lo había perdido.
Lucía se detuvo frente a una pared cubierta de musgo. No había puerta. No
había señal. Pero el fragmento de espejo comenzó a vibrar. La marca en el brazo
de Conraf ardió como nunca.
—Está aquí —susurró ella.
La pared se abrió. No se movió. No se rompió. Simplemente dejó de estar.
Detrás, un pasillo oscuro, sin suelo ni techo. Solo niebla. Y voces.
Conraf entró.
El aire era distinto. No frío. No caliente. Solo… ausente. Como si respirara
recuerdos en lugar de oxígeno. Las voces susurraban cosas que no entendía, pero
que le resultaban familiares.
—¿Recuerdas el nombre de tu primer miedo?
—¿Sabes cuántas veces has mentido?
—¿Quién era Lucía antes de perder su sombra?
Conraf avanzó. Cada paso parecía costarle un pensamiento. Al llegar al final
del pasillo, encontró una puerta. No tenía pomo. Solo una cerradura rota. La
marca en su brazo brilló, y la puerta se abrió.
Dentro, una habitación sin paredes. Flotaban objetos: fotografías sin
rostros, relojes sin manecillas, libros sin palabras. En el centro, una figura encapuchada.
—Bienvenido, cazador —dijo la Voz, pero esta vez no dentro de su mente.
Estaba frente a él.
La figura levantó la capucha. Era él. Conraf. Pero más viejo. Más roto. Con
los ojos llenos de vacío.
—Cada sombra que cazas te acerca a mí —dijo—. Yo soy lo que queda cuando ya
no recuerdas quién eras.
Conraf retrocedió. Lucía apareció detrás de él, pero no entró. Solo lo miró.
—Tienes que elegir —dijo la Voz—. Puedes seguir cazando. Salvar a Lucía.
Salvar a otros. Pero cada sombra te costará un recuerdo. Y al final… solo
quedaré yo.
Conraf miró su marca. La llave fracturada brillaba como si estuviera
completa por un segundo. Luego se apagó.
—¿Y si dejo de cazar?
La figura sonrió.
—Entonces las sombras devorarán todo. Incluida ella.
Conraf cerró los ojos. Sintió el peso de cada recuerdo perdido. Cada nombre
olvidado. Cada rostro borrado.
Y entonces, sin decir nada, dio un paso hacia adelante.
La figura desapareció. La habitación se desvaneció. El Umbral lo devolvió a
la calle.
Lucía lo esperaba.
—¿Qué viste?
Conraf la miró.
—A mí… cuando ya no sea yo.
Capítulo 4: La Voz y la traición
La noche siguiente, Conraf no soñó. No hubo Umbral. No hubo susurros. Solo
un silencio tan profundo que parecía observarlo. Al despertar, la marca en su
brazo no ardía. Estaba fría. Como si algo se hubiera apagado.
Lucía lo esperaba en el mismo callejón donde la sombra del hombre había sido
cazada. Pero esta vez, no estaba sola. A su lado, una figura encapuchada. Alta.
Inmóvil. Sin sombra.
—¿Quién es? —preguntó Conraf, sin acercarse.
Lucía no respondió. La figura levantó la cabeza. No tenía rostro. Solo una
superficie lisa, como un espejo sin reflejo.
—Es lo que queda cuando alguien entrega su sombra sin saber por qué —dijo
Lucía—. Lo llaman el Vacío. Y está empezando a multiplicarse.
Conraf sintió un escalofrío. La Voz dentro de su mente se activó.
—No confíes en ella.
—¿Por qué?
—Porque ella ya cruzó el Umbral. Y no volvió sola.
Conraf miró a Lucía. Algo en sus ojos había cambiado. Ya no eran serenos.
Eran… distantes. Como si miraran desde otro lugar.
—¿Qué hiciste? —preguntó él.
Lucía bajó la mirada.
—Tu sombra no fue la primera que cazaste. Antes de ti, hubo otro cazador.
Alguien que también me intentó salvar. Yo… lo traicioné. Lo entregué al Umbral.
Y ahora, él es la Voz que te guía.
Conraf retrocedió. La Voz rugió dentro de su cabeza.
—¡Miente! ¡No escuches!
Pero algo en su tono había cambiado. Ya no era grave. Era desesperado.
Lucía se acercó.
—La Voz quiere que sigas cazando. Porque cada sombra que eliminas… lo acerca a
volver. Él no quiere salvarte. Quiere reemplazarte.
Conraf cayó de rodillas. La marca en su brazo brilló con fuerza. El Vacío se
movió. No caminó. Se deslizó. Como si el suelo lo rechazara.
—¿Qué soy entonces? —susurró Conraf.
Lucía se arrodilló frente a él.
—Eres el último cazador que aún recuerda por qué empezó. Pero si sigues
cazando… olvidarás. Y cuando eso pase, la Voz tomará tu lugar.
La Voz gritó. No en palabras. En dolor.
Conraf sintió cómo algo dentro de él se rompía. Un recuerdo se desvanecía. El
sonido de una canción. Una promesa. Un nombre.
Lucía lo abrazó.
—Tienes que elegir. O cazas… y lo liberas.
O te detienes… y lo encierras para siempre.
El Vacío se acercó. La marca ardió. La Voz lloró.
Conraf cerró los ojos.
Y por primera vez… dudó.
Capítulo 5: La sombra original
La noche cayó sin aviso. No hubo atardecer. Solo un instante en que el cielo
dejó de existir. La ciudad se volvió un laberinto de niebla, y las sombras
comenzaron a moverse sin cuerpos que las proyectaran.
Conraf caminaba solo. Lucía había desaparecido al amanecer, dejando solo una
nota escrita en el reverso del fragmento de espejo:
“Cuando la sombra te mire, no la mires de vuelta.”
La marca en su brazo ardía como nunca. No era dolor. Era memoria. Como si
cada línea del símbolo recordara algo que él ya no podía nombrar.
La Voz estaba en silencio. Desde la revelación de Lucía, no había vuelto a
hablar. Pero su ausencia pesaba más que su presencia. Conraf sentía que algo se
gestaba dentro de él. Algo que no quería ser cazado.
En el centro de la ciudad, donde antes había una plaza, ahora había un
círculo de puertas. Ninguna tenía marco. Ninguna tenía pomo. Solo estaban ahí,
abiertas hacia la nada.
Y en medio de ellas… su sombra.
No la que proyectaba. La que había perdido. La que había estado esperando.
Era alta. Más alta que él. Con ojos que no brillaban, pero que dolían al
mirar. Su cuerpo era humo sólido, y su voz… era la suya.
—Conraf —dijo—. ¿Recuerdas quién eras antes de cazar?
Él no respondió. No podía. Las palabras se le habían borrado.
—Yo sí —continuó la sombra—. Yo soy lo que queda cuando olvidas por salvar.
Yo soy cada promesa rota. Cada nombre perdido. Cada parte de ti que entregaste
sin saber.
La sombra se acercó. No caminaba. Flotaba. Como si el suelo no la mereciera.
—Lucía es el último recuerdo que aún no has perdido. Y yo… la necesito para
completarme.
Conraf sintió cómo la marca en su brazo se abría. No físicamente.
Mentalmente. Como una puerta que se abre desde dentro.
Lucía apareció entre las puertas. No caminó. Cayó. Como si el mundo la
hubiera soltado.
—¡No! —gritó Conraf.
La sombra se giró hacia ella. Lucía no tenía sombra. Pero ahora, la sombra
de Conraf intentaba ocupar ese espacio.
—Si la toco, tú desapareces —dijo la sombra—. Y yo me convierto en lo que tú
fuiste.
Conraf levantó la mano. La marca brilló. Pero esta vez, no lanzó luz. Lanzó
memoria.
Imágenes. Voces. Canciones. Promesas. Todo lo que había perdido. Todo lo que
había entregado.
La sombra gritó. No de dolor. De reconocimiento.
—¡Esto es lo que me falta! —rugió—. ¡Esto es lo que me hará completo!
Conraf dio un paso adelante.
—Entonces tómalo. Pero no a ella.
La sombra dudó. Lucía lo miró.
—Conraf… si lo haces, no volverás.
Él sonrió.
—Ya me fui hace tiempo.
Y entonces, se lanzó.
La marca se fusionó con la sombra. El círculo de puertas se cerró. La niebla
se disipó.
Lucía cayó al suelo. Sola. Pero viva.
Conraf no dejó cuerpo. No dejó voz. Solo una marca, grabada en el suelo,
como una llave fracturada dentro de un círculo incompleto.
Capítulo 6: El último cazador
La ciudad estaba en silencio. No el silencio de la noche, sino el de algo
que ha sido olvidado. Las sombras ya no se escondían: caminaban entre los
vivos, buscando cuerpos que las aceptaran. El Umbral se había abierto en cada
esquina. Y Lucía… estaba atrapada en el centro.
Conraf avanzaba entre la niebla, con la marca brillando como una estrella
negra. Su cuerpo temblaba. No por miedo. Por desgaste. Cada sombra cazada le
había arrancado algo. Y ahora, solo quedaba él… y lo que había decidido ser.
La Voz volvió a hablar. Pero esta vez, no dentro de su mente. Frente a él.
—Has llegado al final, cazador. Ya no eres tú. Eres lo que yo fui. Lo que todos
fuimos.
Conraf lo miró. Era su reflejo. Pero más completo. Más oscuro.
—No —dijo—. Yo soy lo que tú no pudiste ser.
La Voz se rió.
—¿Un mártir? ¿Un héroe? No hay gloria en el olvido.
Lucía gritó desde el centro del Umbral. Las sombras la rodeaban, intentando
entrar en ella. No podían. No sin la marca. Y Conraf… aún la tenía.
—Déjala ir —dijo él.
—Solo si tú te quedas —respondió la Voz.
Conraf levantó el brazo. La marca brilló. Pero esta vez, no cazó. Se abrió.
Como una puerta. Como una ofrenda.
—Tómala —susurró—. Pero hazlo rápido.
La Voz se lanzó. Las sombras rugieron. Lucía gritó.
Y entonces, Conraf hizo lo imposible.
Se arrancó la marca.
No físicamente. Espiritualmente. La separó de su cuerpo, de su memoria, de
su alma. La sostuvo en el aire como una llama negra. Y la arrojó a Lucía.
Las sombras se detuvieron. El Umbral se cerró. La Voz gritó.
Y Conraf… se desintegró.
No murió. Se descompuso en recuerdos. En fragmentos. En canciones, promesas,
nombres. Todo lo que había perdido… volvió al mundo. Pero no a él.
Lucía cayó al suelo. La marca brillaba en su brazo.
El cazador había muerto.
Pero la caza… continuaba.
En la ciudad, las sombras se escondieron. No por miedo. Por respeto.
Y en el cielo, donde no había luna, apareció una figura: una llave
fracturada dentro de un círculo incompleto.
El símbolo del último cazador.
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