ASTRO – Manual de Instrucciones para reírse de la desgracia.

ASTRO – Manual de Instrucciones para reírse de la desgracia.

ASTROBIGOTESS

01/09/2025

Romeo y Julieta:

Tenía cinco años cuando mi memoria decidió empezar a grabar escenas como si fuera una vieja cinta VHS. No sé si era porque ya había alcanzado la edad de «almacenamiento oficial de traumas póstumos», o porque simplemente la vida me dijo: «ya, desde aquí empieza lo bueno«.

Recuerdo la panadería del frente. No sé si era más por el olor a pan caliente o porque ahí nació mi primera gran historia de amor. Sí, amor a los cinco años. Resulta que tenía «novia», aunque eso de novia era básicamente que salíamos a pasear bicicleta… de la mano. Bueno, algo así lo recuerdo yo, y cada vez que mis padres cuentan la anécdota en la mesa familiar, la versión se vuelve más épica: según ellos, éramos como dos Romeo y Julieta en triciclo.

La verdad es que mi vida siempre fue un poco random, despreocupada, llena de pequeñas películas que nadie pidió pero que igual se proyectaban en mi cabeza. Sin embargo, por más cómico que parezca, desde muy niño sentía una certeza rara: algún día iba a tener que tomarme la vida en serio. Como si estuviera destinado a algo grande, aunque en ese entonces lo más grande que tenía era mi helado derretido en la mano.

Pero bueno, ese soy yo: Leonardo, el soñador apasionado.


Ni Filtros ni Diplomacias:

Conforme iba creciendo, las anécdotas iban apareciendo como capítulos que nadie pidió, pero que igual se escribieron. Algunos eran recuerdos dulces, otros oscuros, y otros simplemente ridículos. Entre los resfriados eternos de un niño alérgico atrapado en una ciudad gris y fría, y los silencios que se guardan como secretos, también estaban esos momentos que hoy me hacen reír.

Uno de ellos pasó en la casa de mi tía, donde básicamente me crié entre primos, bulla y peleas tontas. Un día, mientras jugábamos, llegó a tocar la puerta un pretendiente de mi prima Chave. Yo, que siempre quería ser el protagonista aunque fuera de la portería, corrí a abrir como si estuviera atendiendo en un hotel cinco estrellas. El tipo, con voz nerviosa, me pregunta:

—¿Se encuentra Chave en casa?

Y yo, con toda la inocencia de un niño que todavía no entendía de filtros ni diplomacias, solté la bomba atómica de la sinceridad:

—¡Está cagando en el baño!

Pausa dramática. Silencio absoluto. La cara del muchacho se transformó como si le hubieran dado un golpe bajo. Yo me quedé tranquilo, porque ¿qué culpa tenía de decir la verdad? Si ella estaba en el baño, pues estaba en el baño. ¿Acaso había que inventar que estaba estudiando para un doctorado en Harvard? El problema vino después. Mi prima salió roja, pero no precisamente de vergüenza, sino de furia. Me jaló de la oreja y me dio la cátedra más importante de mi niñez: «Leonardo, en la vida no siempre se dice exactamente lo que pasa. Hay formas de sobrellevar la verdad«.

Ahí aprendí mi primera gran lección de etiqueta social: la sinceridad es buena… hasta que destruye tus posibilidades de tener pareja.

Claro, no todo eran risas. También había vacíos, silencios que dolían. De mi padre, un marino patriota, recuerdo muy poco en esa etapa: más un uniforme que una presencia. De mi madre, en cambio, recuerdo la belleza y la fuerza; una mujer con el cabello adornado de flores que trabajaba incansable para que nada me faltara. Y entre ambos, yo, guardando recuerdos fragmentados, a veces alegres, a veces borrosos, con ese vacío extraño que se queda pegado para siempre.

También tengo grabada otra postal de esa ciudad gris: mis papás vendiendo salchipapas en la esquina de la casa de mi tío, en uno de esos carritos sangucheros que parecían Transformers versión barrio. Yo no recuerdo si comía, ayudaba o solo estorbaba, pero la imagen está clarísima: humo, papas fritas y salchichas bailando en aceite como si fueran el show estelar. Para mí, ese carrito era como el faro de la cuadra: alumbraba con su olor a fritanga más que los postes de luz de la municipalidad.

Pero pronto todo iba a cambiar: dejamos esa ciudad fría para mudarnos a un pueblo de la conocida Ciudad de la amistad, donde mis vivencias más fuertes, cómicas y significativas apenas estaban por comenzar. Era como cambiar de canal: de una intro lenta a la verdadera temporada de la serie.

El superhéroe de la fruta:

Cuando entré al colegio, ya cargaba una fama que yo ni siquiera pedí: la historia de las manzanas. Esa era la anécdota que mi madre repetía como si fuese la leyenda fundacional de mi vida, el cuento de origen del «superhéroe de la fruta».

Según ella, cuando estaba en el kínder, mientras los demás niños llevaban una loncherita normal, pan con jamón, jugo en cajita, yo aparecía con una mochila repleta de manzanas. No dos ni tres: toda una dotación como si me pagaran por distribuirlas en el recreo. Y lo más gracioso era que yo no las vendía ni las cambiaba… ¡las regalaba! Caminaba por el salón como un pequeño comerciante de Wall Street, pero sin dinero de por medio. Solo manzanas, manzanas y más manzanas.

Ahí estaba yo, con mi mochila turquesa y verde (la misma que, años más tarde, descubriría que era un tributo inconsciente a mi ídolo infantil, Barney). Mientras mis compañeros corrían detrás de la pelota, yo iba de banca en banca entregando manzanas como si fueran cartas de amor. Mi madre siempre dice que esa fue la primera señal de que yo tenía algo raro: «¿Qué niño reparte su lonchera entera en vez de comérsela?» claro.. quién en su sano juicio se comería tantas manzanas ?.. Y aunque yo no lo entendía, lo cierto es que en ese gesto inocente había una especie de sello que me acompañaría siempre: dar lo que tengo, aunque me quede sin nada.

Claro, en ese momento yo no pensaba en la filosofía de la vida ni en lecciones profundas. Yo simplemente quería que todos comieran conmigo. Era mi manera de decir quiero jugar contigo, sin tener que pedirlo en voz alta. Porque, aunque era extrovertido, a veces la timidez me ganaba. Y la manzana era mi excusa perfecta para entrar en cualquier grupo, o al menos eso quiero creer ahora.

Lo irónico es que nunca fui consciente de lo ridículo que se veía ese cuadro: un niño chiquito, con mochila de Barney, repartiendo manzanas como si estuviera en campaña política. Y lo más fuerte: no lo recordaba yo, lo recordaba mi mamá. Ella es la que me lo contó mil veces, adornándolo cada vez más, hasta que a mis 27 años me volvió a narrar la historia por WhatsApp y recién ahí pude ver toda la escena en mi mente.

Y sí, me dio risa. Risa y ternura. Porque entendí que esas manzanas no eran simples manzanas: eran el reflejo de cómo yo veía el mundo desde niño. Con la ingenuidad de creer que compartir fruta era suficiente para hacer amigos, y con la certeza de que la felicidad estaba en dar, no en guardar.

Sangre, Sudor y Reglazos:

Tengo un viaje mezclado de recuerdos en la mente. Una especie de tour estudiantil low cost, cambiando de colegio como quien cambia de camiseta, siempre buscando adaptarnos a la economía de mis viejos. Y así, entre mudanza y mudanza, terminamos instalados en la casa de los abuelos, donde todo se volvió una mezcla rara entre disciplina militar y libertad salvaje. El colegio ahí fue mi época de gloria: diplomas, medallas, primeros puestos… pero gloria con sangre, sudor y reglazos. Porque aunque toda madre lo niegue, había un sistema educativo paralelo en casa: la tabla de multiplicar era más peligrosa que una granada. Equivocarte no era «uy, hijito, intenta de nuevo», era sentencia directa: reglazo en la mano. Y lo peor no era el dolor… lo peor era ese silencio previo, cuando tu mamá decía: »¿Como no vas a saber?» Cuando creo que ni ella lo sabía…, «piensa bien«. Ese «piensa bien» era como escuchar la música de tiburón.

Y si en casa había miedo, en el colegio había terror. Mis profesoras eran la versión peruana de Tronchatoro, pero sin efectos especiales. Ellas no necesitaban CGI, tenían regla de madera y brazo de pitcher. Bastaba un pantalón abajo y chazzz… culo rojo garantizado. Hoy suena cruel, pero en esos tiempos era tan normal que hasta parecía parte del horario: matemáticas, comunicación y reglazo.

Aun así, sobreviví y hasta destacaba. Tal vez más por pavor que por amor al estudio, pero de que funcionaba, funcionaba. Y cuando la campana sonaba, se acababa el régimen del terror y volvía a ser niño: corría descalzo, sin miedo a nada, con la acequia de mi barrio como piscina cinco estrellas. En ese entonces el agua todavía se podía bucear… bueno, «se podía» es un decir, porque salir con un pañal enredado en el pie o con una caca de vaca flotando al costado era parte del combo. Y yo tan feliz, como si estuviera en Disney.

La Llorona vestida de blanco y los Grammy del poto:

Y así eran mis días: vivir sin preocuparme mucho de la vida, solo sobrevivir a los cambios pubertos, entre colegio, familia y bicicleta. Porque si había algo en lo que era profesional desde chibolo, era en manejar mi bici con freno contrapedal. Desde pequeño ya tenía un problemita con la adrenalina: me creía un loco de la velocidad. Digo «velocidad» porque en mi mente era Rápidos y Furiosos, pero en la vida real seguramente era la triste imagen de un enano recorriendo a todo dar… un metro.

Me pasaba los rompemuelles sin manos, como si estuviera en un campeonato mundial de circo, y la frenada que metía era tan dramática que Red Bull ya debería haberme fichado.

Los veranos eran otra película. Mis primos llegaban de visita, la casa se llenaba, los tíos se juntaban, los abuelos felices de ver la tribu completa. El jardín trasero era un carnaval: el huerto de la abuela con ajíes «pinguita de mono» y toda clase de verduras, animales de campo, y las lagartijas que eran nuestro tiro al blanco, se convertía en nuestro escenario de aventuras.

La abuela… ¡ay, la abuela! Si alguien dejó traumas en el pueblo fue ella. Mujer cristiana, devota hasta los huesos, decidió vestirse de blanco hasta el último de sus días como símbolo de pureza. Ahora imagina: un pueblo medio apagado, postes que apenas parpadeaban luz y, de repente, verla en la penumbra avanzando con ese vestido blanco, el cabello alborotado, brillando como aparición. Una escena de película de terror: la mismísima Llorona caminando en cámara lenta por la carretera. Más de un vecino casi se muere de un paro cardiaco. Y claro, en la mesa familiar eso siempre terminaba en risas.

Pero su devoción no se quedaba en la pinta: nos arrastraba a todos a la iglesia. Fines de semana, siete de la noche, nosotros peinados y formales, listos para hacer voto de castidad mientras en realidad queríamos salir a jugar o rumbear con los mayores.

Entonces apareció nuestra gran estrategia: la actuación. Mis primos y yo nos hacíamos los dormidos antes de la hora santa. Troncos. Inmóviles. Ni un zancudo nos movía. Los mejores actores de Latinoamérica. Se levantaba el telón, llegaba la abuela y… ¡zas!, ella, que de ingenua no tenía nada, comprobaba el nivel de nuestro sueño pellizcándonos el poto y retorciéndolo como si fuera un juguete de ule.

Ahí sí se necesitaba fe: rojo como tomate y con la cara que parecía que algún demonio lo estaba poseyendo, decía con tono de suplica:

—¡Aguanta, primo, aguanta!

Gracias a Dios, la abuela era sorda y no captaba nuestros suspiros de agonía. Y cuando por fin se iba, nosotros resucitábamos de golpe y salíamos a conquistar el pueblo. Éramos los reyes. Y en ese pueblo chico, ya sabes, todos nos conocían.

El abuelo CD y la banca de los pájaros muertos:

La mesa de billar de don León era nuestro búnker secreto, el escondite perfecto para desaparecer un rato. A mis padres no les hacía ni pizca de gracia que un chibolo anduviera en un lugar donde las apuestas eran el pasatiempo oficial del barrio. Pero ahí estaba yo, dándolo todo, creyéndome grande, mientras mis primos ya parecían profesionales de Las Vegas.

Después de esas escapadas, llegábamos a casa para almorzar y encontrábamos al abuelo sentado en la puerta, mirando el parque como si fuera el rey en su trono, gobernando su propio imperio de bancas marmoleadas, pequeños arboles y calles polvorientas. Nos recibía alegre, con más vida de la que yo cargaba siendo todavía tan joven.

El abuelo… qué personaje. Todo un querendón. Con sus años encima aún salía a darse la bomba con sus amigos, esos compinches que se reunían en el parque en la famosa «banca de los pájaros muertos». Y ya se imaginarán por qué le decían así: estaba reservada para señores con serios problemas de próstata… JA!

Cada vez que regresaba ebrio a la casa, el abuelo era un espectáculo. A mi tía le disgustaba, pero para mí era un show privado, casi teatral. Era como ver un disco de vinilo rayado que se repetía sin fin. Comenzaba con su intro clásica:

Yo te quiero, yo te respeto, yo te amo, yo…

Y después pasaba a la parte personalizada, mencionándonos uno por uno con la misma cantaleta:

¡Leonardo! Yo te quiero, yo te respeto, yo te amo…

Y así, uno tras otro, mientras el alcohol iba abandonando su cuerpo por esfínteres que, idealmente, debían usarse en el baño.

Ese era el abuelo: el renegón amoroso. El hombre que sabía pelear, reír y querer en la misma frase.

Cómo lo extraño.

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