Recuerdo un tiempo en el que el pueblo parecía un corazón que latía fuerte y constante. Los domingos por la mañana, el olor a pan recién hecho se mezclaba con el de la tierra húmeda, y los niños corríamos descalzos por las calles riendo sin miedo al futuro. Las puertas de las casas permanecían abiertas, todos nos conocíamos y todos nos cuidábamos. Las campanas de la iglesia eran un pulso que nos unía, las plazas se llenaban de charlas, abrazos y cantos improvisados que se prolongaban hasta la noche.
Hoy, esas calles parecen fantasmas. Las casas cerradas, algunas derruidas y guardan ecos de risas y pasos que ya no volverán. La escuela, que antes estaba llena de voces y tizas, ahora es solo un edificio de paredes desconchadas. El olor a pan ha desaparecido, reemplazado por el silencio que corta más que cualquier viento frío. Los niños se fueron, buscando oportunidades que el pueblo ya no podía ofrecer, los jóvenes que se quedaron se marcharon al encontrar que los sueños eran demasiado grandes para caber en esas calles estrechas.
A veces camino solo por los senderos que bordean el río y siento que el viento arrastra las voces de quienes vivieron aquí. Las historias que me contaron mis abuelos —historias de trabajos duros, de fiestas que iluminaban las noches de invierno, de vecinas que compartían pan y secretos— ahora se mezclan con la tristeza de lo que ya no es. Cada piedra, cada árbol, cada camino guarda memoria de lo que fuimos.
Me pregunto quién recordará todo esto dentro de veinte, treinta años. ¿Quién narrará los domingos de mercado, las tardes de recolección, los bailes bajo la luz de la luna? ¿Qué será del pueblo? La despoblación no es solo un número en estadísticas sino que es un duelo silencioso, un vacío que no se mide en habitantes, acaso en las historias que desaparecen, en vidas que se trasladan a ciudades donde nadie espera a nadie.
Y sin embargo, hay vida que resiste. Los pocos que quedamos miramos el horizonte con la esperanza de que alguien vuelva a escuchar las campanas, que alguna casa vuelva a llenarse de risas. Plantamos flores en los balcones vacíos, cuidamos los caminos y hablamos de los días pasados como quien reza para que no se olviden. Porque un pueblo no muere mientras alguien lo recuerde; un pueblo vive en la memoria de quienes lo aman.
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