Perplejo, ahogado en un océano de repudio, sus días, noches, horas, minutos, cada segundo de su existencia giraba en un círculo infinito: un recuerdo, un pensamiento, una realidad vivida y, sin embargo, tan odiada.
Sentir le era insoportable. No era el acto de sentir en sí, sino la violencia de ver en un rostro el destello del deseo y descubrir que detrás no había nada. Solo una capa frágil, tan delgada que casi se jactaba de su propia fragilidad.
El tiempo, con su desvarío por poner fin a aquel encuentro maldito, lo arrastró hasta ese instante carnal y voraz. ¡qué ser tan aborrecible!
En medio de la urgencia, el aire mismo se envenenó con una fetidez tan honda que el alma, hastiada, abandonó el cuerpo y se dejó caer, llorando. Porque más que desnudar el cuerpo, lo que allí se despojó fue el alma.
Nunca más volvió a llover dentro de él. Cuerpo sin alma, nunca supo cómo regresar. O, quizá, en el fondo, jamás lo quiso.
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