Consultorio #1

Consultorio #1

yukikko

16/08/2025

Llegar hasta su consultorio siempre me ha parecido excesivamente tedioso.

Siempre huele a desinfectante, creo yo. Realmente no estoy segura. Me recuerda al olor de los pisos recién aseados.

Hablando de aseado, debería limpiar mi  escritorio. Cada vez que lo uso, siento que queda más desordenado. Es gracioso, porque realmente es lo único positivo que se me ocurre dentro de toda esta prisión. Cuando…

—¿Estás conmigo, Chris?

—¿Ah?

Ah, sí… el consultorio. Estefani, mi psicóloga. Una puta, si me preguntas. ¡Ja! ¿Quién imaginaría que YO —yo, de todas las personas— estaría aquí? como una maldita paciente. Eso realmente es un castigo.

—Necesito que me des una respuesta verbal, Chris, para que podamos avanzar. De lo contrario, será difícil dar otro paso. Recuerda que estoy aquí para ayudarte y…

Realmente no quiero que termine de dar su molesto,  innecesario, hipócrita —¿ya dije molesto?— discurso de cinco minutos. Lo he escuchado lo suficiente como para saber qué palabra sigue ahora:

«Guiarte paso a paso en tu camino a la pronta recuperación.»

—Sí, chica, ya lo entiendo. Mitra, realmente no hay nada que puedas hacer a menos que seas útil.

Lentamente separé la espalda de la silla —estúpida e incómoda—.
Y me dopes con lo que sea, con tal de que me hagas olvidar toda esta desgracia en la que estoy encerrada. Te lo suplico. Solo hazme olvidar, y te juro que tendré una maldita vida feliz.

Estoy segura de que la primera vez que entré —en contra de mi voluntad, por cierto— a esta irritante habitación , juraba que si me exponía lo suficiente iba a poder recetarme de una vez todas las drogas para poder desconectarme de mi ruina de 7 a 12.

O sea, acepté que no hay nada que pueda hacer para salir de esta estúpida carrera. Ya sabes, muy estúpida como para no poder estar donde debería.
Pero bueno, estoy segura de que dopada sería una excelente estudiante.
¡Ja! Todo porque fui tan cobarde como para no comprar marihuana cuando debí, en el colegio.
Pero nada que hacer, sigo aquí, en la incómoda silla, frente a la encargada de mis sesiones de castigo.

—Bueno, Chris, planeaba tener un inicio más amistoso para poder darte la noticia de la actividad de hoy.

Mientras decía eso, no puedo evitar pensar en lo increíblemente incómodo y perturbador que es verle la cara. Estoy segura de que esa sonrisa me va a perseguir hasta en mis peores pesadillas.
¿Por qué tiene que sonreír tanto? 

¿Acaso uno se reiría a carcajadas en el funeral de alguien?
¿Acaso uno hace una puta fiesta cuando vemos a un moribundo?

No me importa en nada saber qué piensa hacer conmigo hoy. Solo debo durar lo suficiente como para poder salir de aquí con una receta lo bastante fuerte como para poder soportar toda esta mierda sin reventarme la cabeza antes.

Viendo en retrospectiva, tal vez sí debí escuchar lo que estaba diciendo en ese momento, pero bueno, eso es algo que no pienso hacer. Y si lo hubiese hecho, de seguro lograba salir de la habitación antes de que atentaran en contra de mi vida.

No me di cuenta de lo que estaba pasando hasta que sentí el horripilante toque de su mano en mi brazo izquierdo. Gracias a Dios que fue el izquierdo. Soy diestra, y si me tocaba ese, no me lo hubiese podido arrancar.

Debí suponer que cualquier cosa que viniese después de “algo nuevo” sería un ataque violento, porque últimamente en mi vida todo se siente así.

Quien tocó mi brazo tenía una piel suave, un tacto maravilloso, casi como una caricia… si no fuera por el repugnante recorte de tela, cuidadosamente cosido y planchado, con un encantador logo bordado, adornado por las perversas palabras que acabaron con mi vida.

—Bueno, Chris, para la sesión de hoy probaremos la terapia de exposición. Te presento a Mat, amigo mío, estudiante de medicina.

Realmente no recuerdo mucho después de eso.
Ojalá pudiera decir que mi mente fue libre de mi cuerpo y pudo huir de aquellos momentos de agonía.
Pero, como siempre, el infierno se emociona con mis llantos.
Viví en carne propia cómo el blanco me quemaba los ojos. Me los quería arrancar.

La antes caricia que sentí en mi brazo se sentía como si me estuviese quemando la piel viva, como si me despellejaran. Y entonces, creo yo, sería menos doloroso.

Quiero gritar.
Siento que el aire se escapa.
Las lágrimas ahogan cualquier grito de auxilio que quiera dejar salir.

Me tocó.
Me tocó.

¿Por qué está en la misma habitación que yo?
Me está lastimando.

—¿Por qué haces eso? ¿Por qué me maltratas?
¡Auxilio! ¡Sáquenme!
¡No puedo respirar!
¡No puedo, no puedo ver, no puedo!

Lo odio. Lo odio.

—¿Este no es mi lugar? ¿No dijiste eso antes? ¿Que era nuestro lugar seguro?

La esquina en donde estaba no era lo suficientemente apretada para esconderme de la mano de ese monstruo.

Me mentiste, igual que todos. ¿Por qué está aquí? Me voy a morir.

En momentos como esos es cuando recuerdo las mil y un veces en las que deseé con tanto fervor, con lo último de mi fuerza, con mis lágrimas y el odio nauseabundo que habita en mí, que acuna el primer y último pensamiento que desgasta mi mente: poder desgarrarme a mí misma con tal de estar en su lugar, con tal de tener de regreso la vida que debía ser mía, las experiencias que debían ser mías.

Tapar mis oídos, tapar mis ojos… no sirve de nada, porque sé que él sigue aquí.
No es suficiente.
No lo fue.
No lo será.
Nunca es suficiente. No lo fui.

—No me toques.
—No me toques, por favor.
Ya basta. Para. Detente.
Haré lo que quieras, pero por favor… detente.

No sé en qué momento me arrodillé en el suelo.
O si lo hice.
O si me arrastraba en él por la falta de oxígeno.
No sabía.
Pero no me interesaba mucho.

Perder la conciencia fue lo mejor, pues no tendría que seguir sufriendo la execrable compañía de aquel macabro ladrón.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS