Todos tenemos expectativas. ¿Quién no se ha imaginado alguna vez en una escena romántica con esa persona que ama, diciéndole lo que siente, con las estrellas en el horizonte, la persona amada respondiendo que también le ama, y luego, de fondo, empieza a sonar «Paradise» de Coldplay a todo volumen? Es hermoso, ¿no? Como esa escena de “Orgullo y prejuicio” bajo la lluvia.
A veces nos perdemos en la vida pensando en lo que viene. Planeamos el futuro, nos imaginamos qué haremos en diez años, cómo serán nuestras relaciones, qué tipo de personas seremos. A esto, el filósofo Reinhard Koselleck lo llamaba el horizonte de expectativa, esa visión del futuro que proyectamos. Pero, ¿qué pasa cuando esa expectativa choca de frente con la realidad?
Para Koselleck, la cosa no es tan simple. Él nos habla de dos conceptos clave: el espacio de experiencia (todo lo que hemos vivido y que nos forma) y el horizonte de expectativa (ese futuro que nos imaginamos). El drama es que, en la modernidad, estos dos se divorciaron. Nuestra expectativa ya no está anclada en lo que hemos vivido; es una fantasía, un futuro idealizado que nos inventamos. Y es justo ahí donde viene el golpe más fuerte: la realidad, con su sinfín de variables y su complejidad, siempre va a ser más impredecible que esa versión perfecta que nos hacemos en la cabeza.
Un ejemplo clásico de este choque es la famosa escena de “500 días con ella”. El protagonista, Tom, llega a una fiesta con la expectativa de reconciliarse con Summer. En su cabeza, todo es perfecto: bailan, ríen, se besan. Es la idealización de su horizonte de expectativa. Pero la realidad, su espacio de experiencia del momento, es un golpe brutal: Summer le muestra su anillo de compromiso, y todo se derrumba frente a sus ojos. Vemos en pantalla esa dualidad, ese _split-screen_ que nos muestra el abismo entre la fantasía y lo que realmente pasa.
La película “Parásitos” también nos da un golpe con esto. La familia Kim vive con la expectativa de estafar a la familia Park y vivir una vida de lujos. Crean un plan meticuloso, pero su horizonte de expectativa se desmorona por completo cuando la realidad, en forma de un sótano oculto y una serie de eventos fuera de su control, demuestra ser mucho más compleja y caótica de lo que habían imaginado. Su sueño, esa expectativa idealizada, se convierte en una pesadilla.
Pero, ¿por qué duele tanto ese choque? Aquí entra Hegel. Para él, nuestro deseo más profundo no es por cosas, sino por el deseo de otro, por ser reconocidos. Tom no solo quería a Summer de vuelta; deseaba ser reconocido por ella como su pareja, como el amor de su vida. El objeto (la reconciliación en la fiesta) era solo el medio para ese reconocimiento. Al ver el anillo, el dolor no es solo por perder a Summer, sino por la anulación de su deseo de ser reconocido por ella, un deseo que Koselleck diría que había idealizado por completo.
El “Joker” de Todd Phillips es otro ejemplo brutal. Arthur Fleck, el protagonista, tiene un horizonte de expectativa claro: quiere ser un comediante reconocido, una figura pública que haga reír a la gente. Su deseo de ser visto y validado es el motor de su vida. Pero la realidad de su espacio de experiencia —el abuso, el rechazo de la sociedad, la enfermedad mental— destruye su ideal. Cuando su deseo de reconocimiento es negado una y otra vez, su expectativa se pudre y se transforma en otra cosa: un deseo de ser reconocido a través del caos, convirtiéndose en el villano que finalmente consigue ser visto por todos.
Otro ejemplo podría ser “La La Land”. Mia y Sebastian tienen un horizonte de expectativa claro: triunfar en sus carreras y estar juntos. Pero el espacio de experiencia real, con sus compromisos, sacrificios y distancias, los obliga a separarse. Su deseo de reconocimiento artístico se convierte en una prioridad, y la realidad les muestra que no pueden tenerlo todo. La película nos deja con una expectativa que nunca se cumplió, pero con una realidad donde ambos consiguieron lo que realmente querían en el fondo: el reconocimiento individual.
Al final, el dolor de la frustración, ya sea en el cine o en la vida, no es solo por la realidad. Es la dolorosa colisión entre la idealización de un futuro que imaginamos y la cruda complejidad de un presente que se niega a ser lo que esperábamos. Y, en el fondo, esa frustración casi siempre viene del deseo insatisfecho de ser vistos y validados por los demás.
Entonces, ¿estamos condenados a ese ciclo de frustración? No necesariamente. Aquí es donde entra un poco de autocontrol y, sí, un poco de autoconocimiento. Podemos usar la filosofía de los “estoicos” como una brújula. Ellos nos enseñaban que la felicidad no está en lo que deseamos que el mundo sea, sino en lo que podemos controlar: nuestras propias acciones y nuestra actitud.
La clave no es deshacernos de las expectativas (porque algo así no es posible), sino aterrizarlas. En lugar de construir ese horizonte idealizado de Koselleck basándonos en lo que creemos que los demás quieren ver (el deseo hegeliano de reconocimiento), podemos construirlo a partir de nuestro propio espacio de experiencia. Es decir, ¿qué he vivido, qué me ha funcionado, qué me hace sentir bien a mí, sin la validación de otros? O por qué no, en esos grupos o espacios construidos donde podemos ser nosotros mismos.
Se trata de aceptar la complejidad de la realidad y dejar de pelear con ella. El protagonista de “La La Land” al final no consigue la pareja que idealizó, pero sí el reconocimiento artístico que, en el fondo, era su verdadero motor. Lo mismo para el protagonista de “Parásitos”: el caos lo lleva a una realidad que no esperaba, pero que al final lo obliga a confrontar su situación de una manera cruda y realista. La moraleja es que la frustración se calma cuando dejamos de buscar un guion perfecto y nos adaptamos a la película que realmente nos está tocando vivir. Es un cambio de chip, una búsqueda de la paz en lo que es real, no en lo que debería ser.
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