Hoy no llamo a interpelar el cautiverio de la curiosidad con una historia de amor roto.
No, hoy no hay nada de eso. En esta fecha voy a hablar sobre mi cuarto, un maldito lugar de inspiraciones crudas y ambientador de pesadillas que sucumbe ante los lamentos de un alma rota, cansada, y con los últimos alientos de existencia en un mundo ruin y oscuro como la tinta de esta pluma.
Bisagras, agujeros, frialdad y una pesadez no metafórica que corta los hilos de mi destino. Es mi compañero desde hace casi un año. Me comprende en silencio y a veces deja entrar una rendija de luz indiferente para que recuerde que sigo vivo, sí: vivo entre las botellas de vino y cerveza que invaden mi mesa.
Tal vez, solo tal vez, tener más resacas que recuerdos hace que este lugar rechine tanto. O será el goteo incesante del baño, o esa puerta seca que se queja como si fuera su último día de vida cada vez que atraviesa su umbral esta presencia poco agradable que se para frente al espejo.
Con las luces apagadas, el silencio me ahoga. Pero cuando las enciendo, se queman las esperanzas por lo vacío de mi mundo. Y no hablo de lo material.
Por momentos quiero mandar todo al carajo y darme otro paseo por el nombre viejo de un vino añejo. Sentir su sabor y, aunque sea, apreciar el amor con el que fue creado.
Es necesario que este cuarto, alguna vez, deje pasar al estrepitoso y lúgubre final de esta mala e interminable racha. Que lo vea con su omnipresencia y juzgue si lo merezco…
O tal vez, sea feliz con mi desdicha y las gotas de alcohol que se derraman entre cada párrafo de mi cuaderno.
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