El universo se preparaba para una nueva aventura, una de esas que únicamente los dioses cansados de la eternidad pueden concebir. Porque sin la pulsión constante de la creación, el cosmos mismo se marchitaría, y la eternidad se convertiría en un vasto desierto sin ecos.

En el núcleo de la creación, en ese corazón palpitante donde la esencia y la energía eran uno, éramos millones; seres formados de pura luz y voluntad. Entre nosotros, una decisión crecía, como un tormento dulce y terrible a la vez: partir, irnos, alejarnos de la mullida seguridad, del abrazo divino, de la cálida eternidad sin límites. La aventura de procrear universos y darles vida.

El plan era sencillo y desolador: fundar mundos nuevos, arrancados a la nada, a millones de años luz, en donde olvidaríamos para siempre nuestra naturaleza celestial. Allí, íbamos a ser carne, hueso, a abrazar la materia y sus leyes. Allí íbamos a perdernos —y encontrarnos— a nosotros mismos.

Para llegar, alguien propuso la locura: compactarnos, convertirnos en una masa puntual de energía comprimida hasta la extenuación, estallar en un rugido que sería el parto brutal del tiempo y del espacio. Un túnel oscuro nos esperaba, un gusano negro y frío que devoraría nuestra esencia en horas terrestres que para nosotros fueron eternidades.

La transición fue un infierno. Un estruendo sin nombre, un rugido que desgarró el silencio de la nada. La gran explosión, el Big Bang, esa chispa que rompió el velo entre el ser y el devenir. Menos de una cien mil cuatrillonésimas de segundo fue suficiente para sembrar la vastedad infinita.

Dentro de ese estallido, cada uno de nosotros, cada chispa de divinidad, sintió el vértigo profundo de ser comprimido y lanzado a lo desconocido. El terror se apoderaba de los cuerpos energéticos, la angustia de la separación, el miedo al olvido, al abandono de la perfección luminosa.

Y luego llegó el dolor: el dolor de hacerse materia. De perder la transparencia del ser para asumir la fragilidad del cuerpo humano.

X fue uno de ellos. En ese momento último, mientras la luz se extinguía y el frío lo envolvía, sintió que su alma se rompía en mil fragmentos, que la eternidad se deshacía en un suspiro trémulo. Recordó la vastedad del cosmos, la tibieza del abrazo divino, y el horror terrible de la caída hacia la carne. Se despertó siendo José.

El dolor de materializarse fue más insoportable que cualquier tormento que pudiera imaginar un ser eterno. Como si mil cuchillos invisibles le desgarraran la esencia. Y, sin embargo, era necesario. Era el precio de la creación, la condena y la promesa.

José, ahora humano, abriría los ojos a un mundo de sombras, de luces temblorosas, de miedos densos y silencios eternos.

Pero también de esperanza.

Porque en el fondo del abismo, en la profundidad del miedo y el dolor, nacía la posibilidad de lo nuevo, el milagro de la vida, la aventura que solamente la materia puede ofrecer.

Y Los recién llegados, aunque temblaran, comenzaban a caminar hacia ese destino incierto, llevando en su pecho el recuerdo del universo y el peso terrible y placentero, de ser humanos.

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