Entre la altura solemne de La Paz y la calidez húmeda de Santa Cruz de la Sierra se extendía una distancia no solo geográfica, sino emocional. Allí, en esos dos polos del alma boliviana, nacieron y crecieron dos mujeres cuyos destinos se enlazarían de manera tan cruel como inevitable.
Elena de Vargas era paceña. Su andar era firme, sus palabras medidas. Había crecido entre nieblas y avenidas empinadas, envuelta en un silencio orgulloso que su madre, la señora Aurelia, insistía en llamar “dignidad ancestral”. Elena, de joven, no conocía la ternura ni la risa fácil: le enseñaron que la emoción era una debilidad propia de los pueblos bajos, donde el aire no obliga al pensamiento. A los diecisiete, ya escribía ensayos filosóficos en alemán; a los veintitrés, disertaba sobre Schopenhauer en la universidad.
Isabel Montalvo, en cambio, era hija del oriente. De Santa Cruz había heredado la exuberancia del cuerpo, la cadencia de la voz y una sensualidad involuntaria que atraía a hombres y mujeres por igual. Isabel hablaba rápido, reía fuerte, y parecía vivir en perpetua primavera. Dirigía una galería de arte y hablaba con devoción de los colores. “Todo lo que no se dice, se pinta”, decía, mientras manchaba con óleos sus vestidos de lino.
Se conocieron en un congreso de arte y pensamiento que un ministerio indeciso organizó en Sucre. Elena presentaba una ponencia sobre el nihilismo estético en el posmodernismo latinoamericano. Isabel, invitada de último momento, exponía fotografías de cuerpos en movimiento. Elena la observó con desprecio académico; Isabel la escuchó con curiosidad burlona. A la noche, compartieron mesa en la cena de clausura.
—Usted parece hablar desde un pedestal —dijo Isabel, sin preámbulos, mientras se servía vino tinto—. ¿No teme caerse?
—Prefiero el pedestal a la charca —respondió Elena, mirándola de reojo—. Desde arriba, al menos, se ve la confusión con claridad.
Aquella conversación, punzante y peligrosa, fue la primera de muchas. Lo que al principio fue antagonismo intelectual se convirtió en una correspondencia regular. Discusiones que empezaban con la semiótica terminaban con referencias íntimas, recuerdos compartidos. Isabel enviaba fotografías tomadas al amanecer, de cuerpos tendidos sobre playas orientales. Elena respondía con fragmentos de diarios en los que hablaba de su infancia, de su padre ausente, de la muerte de su hermana.
Una tarde, Isabel viajó a La Paz.
—Quiero ver si de verdad existe esa ciudad de la que tanto te quejas —le dijo por teléfono.
Elena no mostró entusiasmo. Pero cuando Isabel apareció en la puerta de su apartamento, envuelta en una bufanda roja y con el pelo desordenado por el viento altiplánico, algo se quebró.
Durante dos días, pasearon por las calles de Sopocachi y la Plaza Murillo. Elena mostraba los lugares con frialdad, pero Isabel los recibía con alegría desbordante. Por las noches, discutían sobre literatura rusa, sobre Goya y sobre el vacío. Se insultaban, se provocaban. Al tercer día, después de una discusión sobre Dostoievski, se besaron en la cocina, entre platos sucios y el olor persistente del té de coca.
No era amor, se decían. No podía serlo. Era una tensión intelectual, un experimento, un error. Pero las visitas continuaron. Isabel invitó a Elena a Santa Cruz. Elena aceptó, temblando.
En la casa de Isabel, rodeada de árboles tropicales y cortinas livianas, Elena sintió por primera vez el vértigo del abandono. Se volvió torpe, insegura. Isabel, por su parte, se mostró cruelmente libre. Coqueteaba con artistas, desaparecía en fiestas, regresaba al amanecer con la piel perfumada. Elena callaba, pero cada vez que Isabel reía con otro, algo dentro de ella se marchitaba.
—¿Por qué te quedas? —preguntó Isabel una noche, en la terraza.
—Porque odiarte es lo único que me hace sentir viva —respondió Elena, sin mirarla.
Ambas sabían que ese odio era otra forma de amor. Una forma más pura, más ardiente, más trágica. Pero no hablaban de eso.
Pasaron los años. Elena se encerró más en sí misma. Isabel se volvió más dispersa, más errática. Se buscaban, se rechazaban. A veces pasaban meses sin hablar, hasta que una carta o una llamada reavivaba el fuego. El vínculo era una herida que no cerraba.
Hasta que ocurrió la tragedia.
Una exposición importante en Buenos Aires. Isabel fue invitada con una colección de fotografías profundamente personales, muchas de las cuales retrataban a Elena dormida, pensativa, desnuda. Elena no lo supo hasta que una excolega se lo comentó en una conferencia.
Humillada, furiosa, Elena tomó un avión a Santa Cruz. Isabel la recibió con una sonrisa ambigua, como si esperara la tempestad.
—¿Cómo pudiste? —fue lo único que dijo Elena, al cerrar la puerta.
—Porque eras hermosa, y nadie te miraba como yo —respondió Isabel—. Ni tú misma.
Discutieron durante horas. Las palabras se volvieron cuchillos. Isabel rompió una copa. Elena arrojó una libreta contra la pared. Finalmente, exhaustas, se sentaron en el suelo, rodeadas de vidrios y fotografías rotas.
—Te odio —susurró Elena, con los ojos llenos de lágrimas.
—Yo también —dijo Isabel, y la besó con desesperación.
Aquella noche fue la última.
A la mañana siguiente, los vecinos llamaron a la policía. El departamento estaba en silencio. Una ventana abierta dejaba entrar la luz del oriente.
En el suelo, junto al ventanal, encontraron a Elena, muerta. Un frasco de pastillas vacío a su lado.
Isabel, sentada frente a ella, no hablaba. Solo sostenía entre las manos una carta escrita con tinta negra, con la caligrafía precisa y gélida de Elena. No quiso entregarla. Se la llevó consigo, la guardó en un cajón de su escritorio, y nunca volvió a abrirla.
Las autoridades dijeron que fue un suicidio por amor. Los medios hablaron de “un romance trágico entre intelectuales”. Pero nadie entendió. Nadie podría.
Isabel dejó la fotografía. Se encerró en su casa. Pasaba los días sentada frente al mismo ventanal, mirando el jardín seco, esperando que el viento trajera de nuevo a Elena.
Murió diez años después, en silencio. En su testamento dejó una sola instrucción: que la enterraran en La Paz, junto a una tumba sin nombre, en un cementerio donde el aire es delgado y los muertos respiran con dificultad.
Hoy, en una colina paceña, dos lápidas de piedra sin inscripciones se miran sin tocarse. Entre ellas crece una bugambilia morada, que florece en agosto. Nadie sabe por qué, pero cada año, cuando el invierno se va, la flor aparece, desafiante y hermosa.
Como el amor.
Como el odio.
Como… ésta tragedia.
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