Juan encontró el anillo una tarde sin historia, de esas que en realidad te aburren por ser tan lógica. Había bajado al mercado, un mercado lleno de los productos que no existen, y de exuberantes precios. Y se encontró, en cambio, con el tiempo detenido dentro de un anillo que no parecía de este siglo, ni del anterior.
No brillaba. Era mate, como una promesa olvidada en el fondo de una civilización extinguida. El vendedor —un hombre sin sombra que se llamaba igual que nadie— le dijo:
—Este anillo no se vende. Él elige a quien puede llevarlo.
Juan lo tomó sin pagar. No porque fuera ladrón, sino porque algo en su alma, tal vez su memoria de otras vidas, le dijo que ya lo había pagado en la otra existencia. Al colocárselo, no sintió nada… salvo que, por primera vez, el silencio dentro de su pecho no era vacío.
Los días que siguieron no cambiaron en apariencia: el café seguía hirviendo con la misma rutina de cada mañana, los vecinos seguían discutiendo sobre cosas que no entendían, y el mundo persistía en girar con su usual indiferencia. Pero dentro de Juan, las fronteras empezaron a agrietarse.
Los relojes dejaban de funcionar cuando él entraba a una habitación.
Los perros, le gruñían con una mezcla de temor y reverencia.
Y lo más inquietante: cuando se miraba al espejo, su reflejo no imitaba sus movimientos con exactitud, como si hubiese en el otro lado alguien que dudaba del teatro de los reflejos.
Una noche, mientras leía a Borges con una copa de vino y un gato que no era suyo sobre el regazo, Juan soñó —aunque juraría que fue despierto— con una ciudad sumergida bajo un océano de luz dorada. Allí, hombres de ojos verticales tallaban anillos idénticos al suyo. No los usaban como adornos, sino como llaves: cada uno abría una dimensión distinta del alma.
Al despertar, supo que el anillo era una brújula. Pero no marcaba el norte, sino las direcciones del ser: la culpa, el recuerdo, la duda, la muerte.
Poco a poco, Juan dejó de ser Juan. No porque olvidara su nombre, sino porque empezó a sospechar que todos sus nombres eran máscaras de una misma conciencia vieja, milenaria, que lo habitaba como un huésped educado.
El anillo, con su geometría inexplicable, revelaba verdades que la razón no podía tragar sin atragantarse los episodios abstractos de la supuesta vida normal. Le mostró que el tiempo era una ilusión amable. Que las decisiones ya estaban tomadas antes del nacimiento. Que la muerte era solo la mudanza hacia otra pregunta.
Entonces Juan, se volvió otro, y otro, y otro, hasta darse cuenta de que el Uno era un Todo, y que todos éramos uno.
Así que decidió un día, no ser Juan. El anillo diluía su ego.
Se hizo uno con el universo a partir del Juan anillado de sus días. Para llamarse de múltiples maneras después de cada advenimiento.
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