Lo usual para mí es ir dos o tres veces al año a la Hacienda. Sé de compañeras y compañeros que van cada fin de semana, pero la mayoría van una vez y no regresan. Según se rumora, los favoritos del patrón son llevados a la ciudad a vivir con él, pero, hasta donde sé, eso es solo un chisme. Lo que sí es absolutamente cierto es que hay que tratar cada ocasión en la finca como si fuera la última, pues bien podría serlo. Sin duda el pago es bueno, y las propinas pueden ser mucho mejores, pero el verdadero valor en aquel mágico lugar yace en la información que allí se intercambia. Cada vez que se pisa ese suelo de mármol se presenta una oportunidad única en la vida, y desaprovecharla no es nada menos que una trágica estupidez. 

La mayoría de mis compañeros malinterpretan esto y se cranean los planes más elaborados para tratar de filmar encuentros o grabar conversaciones, con la intención de venderlos luego a la prensa o extorsionar a los implicados. Desafortunadamente para ellos, es prácticamente imposible entrar cualquier aparato que permita esta tarea (el único aparato que requieren de nosotros es el que tenemos entre las piernas) y, aunque, gracias al santísimo yo no lo he presenciado, me han contado que las pocas personas que lo han intentado nunca han salido de la Hacienda.

Yo, en cambio, entiendo que el valor verdadero está simplemente en escuchar y aprender. Para mi fortuna, si bien sé que no soy la favorita de la mayoría, el patrón me tiene gran cariño, y por eso mismo sus camaradas me tratan con cordialidad y, con poquísimas excepciones, con respeto. Gracias a esto es muchísimo lo que he aprendido de todos ellos.

Yo entendí rápidamente mi papel en la lujosa casa de mi muñequito. Supe apenas lo vi por primera vez, pues siempre he sido muy perceptiva para esas cosas, que lo que necesitaría de mí sería un cariño maternal en público, y una desinteresada, fría y brutal taladrada en privado. Sus ojitos saltones me lo dejaron absolutamente claro la primera vez que se posaron sobre mí. Y desde entonces, nada en esta injusta tierra me hace más feliz que satisfacer a mi chaparrito.

Es cierto que el trabajo tiene sus pormenores. Debido a su naturaleza secretiva, siempre somos llevados con vendas en los ojos, y puesto que están rotundamente prohibidos los celulares, en caso de que las cosas se tornen maquiavélicas, como les gusta decir a los elegantes hombres que allá nos reciben, escapar es virtualmente imposible. Por otro lado, consumir es básicamente una obligación, cosa que, a pesar de mi profesión, nunca me ha gustado mucho. Suelo recibir únicamente lo absolutamente necesario. Aunque debo confesar que brindar con Amarillo con mi señor y oler una que otra línea de su polla (cuando el consumo se lo permite), es algo que he aprendido a disfrutar. 

Lo usual es que regrese a casa el lunes en la mañana, con la cabeza retumbando, el culo tan abierto como el corazón del patrón y adolorido como el alma de nuestra Patria, y la polla tan agotada como las huevas desocupadas; me pase toda la tarde durmiendo, me levante en la noche, cuando la luna está saliendo, y me siente a escribir sobre todo lo emitido por sus dulces labios. Desafortunadamente los martes debo retomar mi trabajo habitual, y vender mi cuerpo a otros tipos que no son él, reconfortada únicamente por el hecho de que, una vez se haga con las riendas del país, podré dejarlo. Así como todos mis compatriotas pordebajeados durante tanto tiempo podrán dejar sus indignas labores. 

Pero aquel fin de semana fue diferente. El triunfo en las urnas significó una celebración sin precedentes en la Hacienda. Y, aunque preocupada por la inevitable desfachatez de los enloquecidos camaradas del patrón, me sentí tremendamente honrada de ser invitada a tal ocasión. La fiesta duró casi una semana, y aunque lo único que se nos permitió comer fueron las pollas de los señores de traje, y una que otra tajada de pan, el acontecimiento histórico me tuvo más que motivada todo el tiempo. El patrón, mi consentido, tuvo que salir en varias ocasiones, y aunque me dolía verlo partir, con sus ojos cansados y su corbata mal arreglada (pues además de extrañar su compañía quedaba a merced de sus menos delicados camaradas), saber que iba a ocuparse de su nueva labor me llenaba de orgullo y felicidad. El futuro estaba aquí. Con la justicia, la igualdad, la paz y la dignidad. Mis ojitos verdes lloraban más por la alegría de lo alcanzado que por los golpes de los señores.

La última noche, cuando ya poco más de diez u once quedábamos en la Hacienda, él me tomó de la mano y, tambaleándose, me llevó a la habitación principal. Allí me desnudó y me besó de la cabeza a los pies, mientras lloraba y se lamentaba. Descansó su frente sudada sobre mis pies y se quedó en silencio. Sus ojitos cerrados. Su corazón acurrucado como él. 

Tras un par de minutos en silencio, dubitativa, me atreví a preguntar qué le pasaba. Aunque no estoy segura, creo que, a día de hoy, es la única pregunta que le he hecho. Levantó su mirada y la clavó en la mía. Sonrió dulce y tristemente. Besó mis piernas mientras se enderezaba lentamente. Sentí su amor más vivo que nunca, se me hizo la piel de gallina y comencé a sollozar con él. Llegó a mi sexo y lo introdujo completo en su boca. Sorprendida pero agradecida, cerré mis ojos y experimenté el más absoluto éxtasis. No puedo decir que he estado en la presencia de dios, pero sí que he sentido el fondo de la garganta del hombre más poderoso del país, y no creo que haya nada en esta vida que pueda asemejarse más.

Esa fue la única noche que pasamos juntos, y también la última vez que lo vi. Han pasado ya más de dos años y no he vuelto a pisar la Hacienda. Y aunque aun lo admiro y lo extraño cada día, no puedo negar que me siento culposamente decepcionada. Todas las madrugadas, cuando mi jornada ha concluido, me tumbo en la cama y recuerdo aquel encuentro. Siento su boca acariciándome y huelo su aroma en el aire, y mi panza se llena de mariposas de colores. Amarillas, azules, y rojas. Pero entonces escucho sus palabras y los pequeños animalitos son consumidos por un mar de llamas que hace arder mis entrañas, y lo odio todo. Pero a él no puedo.

Lloro, llena de culpa, hasta caer rendida en los brazos de Morfeo, y sueño siempre con esa maldita noche, cuando pensé que todo cambiaría. Cuando me dijo que sería una profesora, o una conferencista, o hasta parte de su gabinete en el ministerio de igualdad o de inclusión. Vaya ilusa. Si solo soy una puta, y solo seré una puta más vieja después. Me prometió el mundo. A mí y a los míos. Pero nunca lo entregó.

Aun así, a pesar de todo, conservo, ingenuamente quizás, mi fe en la causa. Tal vez la misión era más difícil de lo esperado. Tal vez, aunque me duela terriblemente decirlo, él no era el indicado para llevarla a cabo. 

Entonces me despierto y me levanto de la cama. Sudada y destrozada. Histérica. Y leo a todos los maestros. Aquellos que enseñaron al patrón todo lo que sabe. Y sabe mucho, eso sí. Y leo y leo y leo. Hasta que mis ojos ya no dan. Hasta que mi cabeza se da por vencida. Hasta que la esperanza me abandona momentáneamente y solo ahí puedo descansar de verdad. Pero no mucho, que este mundo no me deja y el nuevo aún no ha llegado. Y debo volver a la calle, y más temprano que antes, pues hago el mismo trabajo pero atracan más y cobro menos. Así que duermo sin soñar absolutamente nada el tiempo que la vida y el sistema me lo permiten, y salgo una vez más…

Hasta que volvieron a llamarme.

Parada en la esquina fumo un cigarrillo y pienso que si resulta ser cierto que sus palabras no valen nada, las noches de pasión y libertinaje que compartimos sin duda serán invaluables, de una manera u otra. Entonces veo la camioneta acercarse y, por primera vez, me cuestiono la opulencia del supuesto egalitario, y siento tanto miedo como tristeza. Aprieto mi culo y siento la mini grabadora allí, tan firme como mi determinación. Cierro mis ojos por unos segundos, mientras la camioneta se orilla frente a mí, y rezo para que sea una de las noches de mucho consumo y poco sexo. Que la Hacienda, como su palabra, solo es bonita por unos días.

– M

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