He visto cómo el mar, con su eterno vaivén, se llevaba las cenizas que quedaron esparcidas en la orilla. Las olas, una tras otra, arrastraban lentamente los restos de aquello que alguna vez ardió con fuerza.
Entre espuma y sal, se desvanecía también el reflejo de una niña de mirada amorosa, que parecía encender el mundo con su sonrisa. Pero esa sonrisa era una máscara cuidadosamente construida; una protección frágil contra las heridas que ya la habían marcado.
La vida, en su crudo andar, le había apagado el fuego. La llenó de penas que no supo cómo soltar, hasta que su interior se volvió ceniza. Y sin embargo, aún en ese paisaje de ruinas internas, llegó alguien. Alguien que prometió amor, cuidado, eternidad.
Esa promesa encendió nuevamente la chispa. Ella, con el corazón esperanzado, abrió su alma, creyendo que esta vez la llama sería distinta. Que esta vez no quemaría, que alumbraría; pero no fue así.
La misma llama que creyó salvadora, fue la que terminó de consumirla. Y entonces, lo poco que quedaba, se volvió humo…
Y el mar, paciente, volvió a llevárselo.
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