Era una tarde tibia de marzo en la Ciudad de México, con ese cielo que no se decide entre el azul y la bruma, como si la capital siempre estuviera guardando secretos en el aire. Mauricio caminaba por Paseo de la Reforma, arrastrando los pies como si el asfalto pesara más que de costumbre. Tenía los hombros caídos y la mirada clavada en el piso, esquivando baches, banquetas rotas y vendedores ambulantes.
En la mochila llevaba un portafolio de cuero desgastado con papeles que ahora le parecían inútiles: contratos, diseños, permisos. Toda una vida condensada en papeles sellados y firmas que ya no valían nada.
Él había soñado con abrir su propio café-librería en el centro histórico. Lo tenía todo: el nombre, el concepto, la lista de proveedores, el local apartado en una calle cerca de la Torre Latinoamericana. Lo imaginaba cada noche: mesas de madera, olor a café recién molido, clientes hojeando libros viejos mientras de fondo sonaba un bolero.
Era su sueño desde los 19 años, cuando trabajaba de barista en una cafetería de Coyoacán y juró que algún día tendría un lugar propio, uno donde el café se sirviera con historias.
Pero esa mañana, el teléfono sonó.
—Mauricio, hijo, lo siento —le dijo su madre con voz suave pero firme—. Tu tío me llamó… el dueño del local lo vendió. Ya no hay trato.
Mauricio sintió que el corazón le cayó al estómago. La renta que había apartado, las horas en las que caminó buscando la ubicación perfecta, todo se había ido al carajo en una llamada de menos de un minuto.
Y lo peor no era perder el local: era perder la ilusión.
Bellas Artes
Para no ir directo a casa, se desvió hacia Bellas Artes. Ahí estaba, imponente, con su fachada blanca y cúpula dorada brillando bajo un sol que parecía burlarse de él. Afuera, como siempre, había músicos callejeros, vendedores de globos y un tipo que ofrecía fotos instantáneas con un fondo falso de la Torre Latino.
Mauricio se sentó en una banca de la Alameda Central, mirando de reojo el Palacio. Recordó que ahí, años atrás, había asistido a una conferencia sobre literatura latinoamericana. Fue una de las primeras veces que sintió que su idea de combinar café y libros podía funcionar.
Pero ahora, sentado entre palomas y olor a elotes asados, esa chispa se sentía lejana.
Un señor con sombrero y camisa de cuadros se le acercó vendiendo mazapanes.
—¿Uno pa’ la amargura, joven?
Mauricio sonrió de lado.
—No, gracias.
—Órale, pues. Pero recuerde: el mazapán arregla corazones rotos.
Mauricio soltó una risa seca. Ojalá fuera tan fácil.
Coyoacán
Decidió ir a Coyoacán. Tomó el metro en Bellas Artes, bajó en Miguel Ángel de Quevedo y caminó hasta el centro. Las calles empedradas, las bugambilias colgando sobre las bardas, el aroma de pan dulce saliendo de las panaderías… todo le traía nostalgia. Aquí fue donde nació su sueño.
Entró a la misma cafetería en la que había trabajado hace diez años. El lugar seguía igual: las mismas mesas de madera, el mismo pizarrón con letras cursivas anunciando “capuchino, moka, chocolate caliente”.
Pidió un café americano y se sentó junto a la ventana.
Miró a la gente pasar: parejas tomadas de la mano, turistas con cámaras colgando del cuello, niños corriendo detrás de una pelota. Coyoacán siempre había tenido ese aire bohemio que le recordaba que la vida podía ser lenta y hermosa… pero él se sentía fuera de lugar, como si su sueño roto lo hubiera dejado vacío.
Sacó de su mochila una libreta en la que había dibujado el plano de su cafetería ideal. Se quedó mirando los trazos, las anotaciones a lápiz, las flechas que indicaban “aquí va el mostrador” y “estante de libros usados”.
Se preguntó si todo eso no era más que un juego infantil que se había tomado demasiado en serio.
Chapultepec
La tarde comenzó a caer y decidió caminar hacia Chapultepec. Cruzó Reforma otra vez, esta vez deteniéndose frente al Ángel de la Independencia. Turistas tomaban fotos, quinceañeras posaban con vestidos vaporosos, vendedores ambulantes ofrecían llaveros dorados con la figura del monumento.
Mauricio siguió hasta llegar al Bosque de Chapultepec. Entró y se perdió entre los árboles, siguiendo el sonido de los patos en el lago. Se sentó en una banca y se quedó mirando el agua. Un niño pasó con su padre, emocionado porque iban a rentar una lancha.
Se acordó de una frase que su abuelo solía decirle:
—Los sueños son como papalotes, hijo: si no los sostienes fuerte, el viento se los lleva.
Y ahí estaba él, con las manos vacías.
Zócalo
De noche, llegó al Zócalo. El Palacio Nacional estaba iluminado, la Catedral Metropolitana se alzaba majestuosa y frente a ella, una bandera enorme ondeaba en la brisa nocturna.
Se sentó en una de las bancas y miró alrededor. Vendedores ofrecían tlayudas, esquites y tamales oaxaqueños. Un grupo de jóvenes tocaba trova, y una pareja bailaba salsa en plena plancha del Zócalo.
En otro momento, ese ambiente lo habría llenado de energía, pero ahora todo le parecía un teatro en el que él no tenía papel.
Conversación en la taquería
Decidió entrar a una taquería cercana. Pidió dos de pastor con piña y una coca bien fría. Mientras comía, un hombre de unos 50 años, sentado en la mesa de al lado, comenzó a hablarle:
—Se te ve la cara de que traes broncas, joven.
Mauricio sonrió con desgano.
—Más que broncas… es que hoy perdí algo importante.
—¿Una chamba?
—No, un sueño.
El hombre lo miró serio.
—Ah, eso duele más. Las chambas se recuperan. Los sueños… esos son como las tortillas: si no las agarras calientes, se enfrían y ya no saben igual.
La llamada
Esa noche, ya en su pequeño departamento en la colonia Roma, Mauricio se tiró en la cama sin prender la luz. Escuchaba el ruido lejano de los coches y una sirena que pasaba por la avenida.
De pronto, su celular vibró. Era Sofía, una amiga de la universidad que siempre le había creído capaz de lograr su cafetería.
—¿Te enteraste? —preguntó ella sin saludar—. El local de don Andrés, el de la calle Madero, está en renta. Está chico, pero es barato.
Mauricio se quedó callado.
—Mau, ¿sigues ahí?
—Sí… pero no sé si tenga caso.
—No seas menso. Los sueños no se cancelan, se cambian de dirección.
Epílogo en la Condesa
Tres meses después, Mauricio estaba detrás de un mostrador pequeño, sirviendo café a una pareja que hojeaba un libro de cuentos de Rulfo. No era la cafetería que había planeado durante años, no estaba frente a la Torre Latino, y apenas cabían seis mesas. Pero era suya.
Había aprendido que los sueños, como las calles de la Ciudad de México, a veces están llenos de baches, vueltas inesperadas y cierres de tránsito. Lo importante era seguir caminando, aunque fuera por otra ruta.
Mientras preparaba otro café, recordó las palabras del señor en la taquería:
—Las tortillas frías no saben igual… pero si las calientas con paciencia, vuelven a estar buenas.
Y sonrió. Porque tal vez su sueño no estaba roto… solo necesitaba otro comal.
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