En el umbral del abismo

En el umbral del abismo

Diego Martín

29/07/2025

[La escena ocurre en una habitación apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara de aceite. Las paredes son de piedra, como si se tratara de un monasterio fuera del tiempo. Afuera, el murmullo del viento parece traer voces de otras épocas. Ambos hombres están sentados frente a una mesa de madera: uno encorvado, nervioso, con los ojos febriles —Dostoievski—, el otro más contenido, melancólico y con una media sonrisa —Kierkegaard—.]

Dostoievski:
No puedo dejar de pensar en el crimen. No como hecho, sino como posibilidad. Todo hombre, si es libre, puede matar. ¿No cree usted, Søren, que ahí radica la angustia más auténtica de la existencia?

Kierkegaard:
No lo dudo, Fiódor Mijáilovich. Pero diría que no es tanto la posibilidad de matar lo que nos atormenta, sino el sabernos condenados a elegir. La libertad como condena, como posibilidad infinita. El crimen es solo uno de los muchos rostros de esa desesperación. Lo llamo la angustia del salto.

Dostoievski:
¡Ah, pero ese salto suyo, ese salto de fe! Yo lo he sentido, pero me persigue el demonio de la razón. Mis personajes… algunos intentan saltar y se rompen. Otros prefieren vivir en la miseria del pensamiento lógico. Raskólnikov creyó poder matar y justificarse por una idea. ¿Y qué obtuvo? Una Siberia helada y el peso de una conciencia que no calla nunca.

Kierkegaard:
Precisamente. El salto no es racional. Quien salta con el cálculo en la mano cae al abismo. Solo quien se lanza en el absurdo puede atravesar el miedo. Yo escribí bajo seudónimos porque cada uno era una parte de mí que dudaba. Todos ellos hablaban con una voz distinta, pero todos estaban mirando a Dios por una rendija. Usted, en cambio, se arrojó de lleno al drama humano.

Dostoievski:
Porque la redención no es limpia, Søren. Es sucia, sangrienta. No se llega a Dios sino atravesando el infierno del alma. ¿Qué clase de fe es la que no pasa por la desesperación? Cuando Zósima cae muerto y huele mal, mis lectores se indignaron. Esperaban santidad incorrupta. Pero yo les di podredumbre. Porque es ahí donde empieza lo divino.

Kierkegaard:
Ah, pero ahí está la ironía divina. El escándalo. Lo que es ofensivo para la razón es salvación para el espíritu. Por eso dije que el cristianismo comienza donde la filosofía termina. Usted hace teología a través de sus criminales. Y yo, quizá, hice literatura a través de mis plegarias.

Dostoievski (acercándose):
¿Y usted no sufrió, Søren? ¿No se desangró con cada línea? Leí su Diario del seductor y pensé: este hombre ha amado de verdad. Pero destruyó su amor para salvar su alma. Yo no sé si podría.

Kierkegaard (bajando la mirada):
Regina… sí. La amé con un amor que era más grande que mi voluntad. Pero la rechacé porque no quería arrastrarla a mi propio abismo. Algunos me acusan de cobarde. Pero la desesperación me hablaba cada noche, me susurraba que mi misión era otra. Que mi sufrimiento debía ser mi voz. Usted, Fiódor, se casó. Amó. Perdió. Y volvió a amar.

Dostoievski:
Amo, sí. Pero como un perro hambriento que teme que le quiten el pan. El amor, para mí, siempre estuvo envuelto en celos, en enfermedad. Mi epilepsia era también una forma de amar: súbita, violenta, destructiva. Y aun así, Dios me encontró ahí.

Kierkegaard:
¿Y cree usted en el Dios de la Iglesia?

Dostoievski:
No en la Iglesia tal como la estructura el poder. Pero sí en esa fe que arde en los mártires, en los idiotas, en los santos que huelen mal. En el silencio de Dios ante el sufrimiento del niño. Yo escribí que si se debe construir la felicidad universal sobre el llanto de un solo niño inocente, no quiero esa felicidad. Y sin embargo… el Cristo calla. Acepta. Ama.

Kierkegaard:
Ese es el escándalo. Que Dios haya elegido sufrir. Que no haya respondido con un trueno, sino con una cruz. Es la paradoja más ofensiva, y por eso la más verdadera. ¿Acaso no dijo usted que si Cristo volviera a la tierra, lo mataríamos de nuevo?

Dostoievski:
¡Sí! El Gran Inquisidor lo dice. El pueblo prefiere milagros y pan. No quiere libertad. ¿Qué es la libertad, Søren? ¿Un castigo? ¿Un privilegio cruel?

Kierkegaard:
La libertad es angustia. Es el vértigo ante la nada. El hombre está condenado a elegirse, pero al mismo tiempo quiere huir de sí. Por eso inventamos sistemas, dogmas, máscaras. El desesperado no es el que llora, sino el que se ha olvidado de que está desesperado. Su Stavrogin… ese sí que es el paradigma de la desesperación silenciosa.

Dostoievski:
Stavrogin… ese demonio elegante. Lo construí a medias. Tuve miedo. En el manuscrito original, confiesa haber abusado de una niña. Muchos me pidieron que quitara esa parte. La duda me devoró. ¿Era necesario mostrar el horror completo para mostrar la posibilidad del arrepentimiento? ¿O era demasiado?

Kierkegaard:
La ética estética nunca sabrá responder a eso. Hay verdades que no pueden publicarse sin escándalo. Pero también hay cobardías que se disfrazan de sensibilidad. Usted debió escribirlo. El mal debe ser mirado sin velos. Solo así puede uno clamar por la luz.

Dostoievski:
¿Y usted? ¿Nunca pecó verdaderamente?

Kierkegaard (tras un largo silencio):
He pecado con el pensamiento. He blasfemado en mi interior. He deseado desaparecer. Pero también he sentido a Dios acercarse como un fuego. No un consuelo, sino una exigencia. No una respuesta, sino un llamado.

Dostoievski:
Y sin embargo, seguimos escribiendo. Seguimos. Como si pudiéramos salvar a alguien con palabras. ¿Cree usted que nuestras obras pueden redimir a un alma?

Kierkegaard:
No nuestras obras. Pero nuestras heridas sí. Cuando un lector se ve reflejado en el dolor del autor, entonces ocurre algo sagrado. No es que lo salvemos, sino que le decimos: “No estás solo en el abismo.”

Dostoievski (conmovido):
Eso es… eso es lo más hermoso que he oído en esta conversación. «No estás solo en el abismo». ¿No es ese, acaso, el grito del Cristo? No vino a dar teorías. Vino a decir: “Yo también.”

Kierkegaard:
«Yo también fui abandonado». «Yo también dudé». «Yo también lloré». Ese es el Dios en quien podemos creer.

Dostoievski:
Entonces… ¿vale la pena seguir buscando? ¿Aunque nunca lleguemos a comprender?

Kierkegaard:
La fe no es comprensión. Es pasión. Es acto. Saltar no porque veamos el suelo, sino porque sentimos el llamado. Y si caemos… que sea en las manos del misterio.

Dostoievski:
Yo salté muchas veces. Algunas caí sobre piedras. Otras, sobre el pecho de Dios.

Kierkegaard (levantándose):
Y sin embargo, seguimos. Porque lo contrario sería el silencio. Y el silencio absoluto… es el infierno.

Dostoievski (mirando la lámpara):
Entonces hablemos, Søren. Hasta que amanezca. Hasta que nos oiga alguien más.

Kierkegaard (sonriendo):
O hasta que seamos nosotros quienes escuchemos, por fin, una voz que no es la nuestra.

[La lámpara titila. Fuera, el viento ha cesado. Un silencio sagrado los envuelve. Ambos siguen hablando, pero ya no se les oye. Sus palabras se funden en la penumbra del alma humana, donde todo lector, alguna vez, entra en busca de sentido.]

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