LA NIÑA DEL ESPEJO

LA NIÑA DEL ESPEJO

Camilot

25/07/2025

CAPÍTULO 1: EL REFLEJO INESPERADO

El caserón llevaba décadas vacío, envuelto por la hiedra y el silencio. En el pueblo de Santa Verónica, todos conocían su historia, pero nadie se atrevía a contarla completa. Decían que, en su interior, atrapada entre los cristales, vivía una niña de cabello negro como el hollín y ojos que sangraban lágrimas oscuras. Pero para Camila, todo eso era solo superstición.

—Es solo una casa vieja —dijo, cruzando la verja oxidada con su cámara en mano. Su grupo de amigos la seguía: Javier, el escéptico; Laura, la amante del terror; y Marcos, el que nunca decía que no a una aventura.

Entraron. La puerta se quejó con un chirrido largo, casi humano. El aire olía a humedad, madera podrida y algo más… hierro. Sangre seca.

Las paredes estaban cubiertas de espejos antiguos, algunos rotos, otros intactos, reflejando un interior deformado. Cada vez que Camila parpadeaba, juraba que una de las figuras reflejadas tardaba un segundo más que el resto en moverse. Pero lo ignoró.

—¡Miren esto! —gritó Laura desde el piso superior—. Hay una habitación completamente llena de espejos… ¡es como un laberinto!

Subieron. Lo que encontraron no parecía una habitación sino un altar de locura: espejos enfrentados que creaban un túnel infinito de reflejos, con una única figura al fondo que no pertenecía a ninguno de ellos.

Una niña.

Vestía un camisón blanco manchado de rojo, y su rostro no mostraba emoción alguna. Solo miraba, con una calma perturbadora, desde dentro del cristal.

Entonces, la luz cayó. La habitación quedó en tinieblas, y con un chasquido eléctrico, los espejos comenzaron a vibrar. Cuando la linterna de Marcos iluminó el rostro de Javier, todos gritaron.

No era él. Era su reflejo… pero con una sonrisa monstruosa, los ojos vacíos, y sangre chorreando por su cuello.

Y entonces, la masacre comenzó.

CAPÍTULO 2: EL ESPEJO NO MIENTE

El grito de Laura se apagó de golpe. Camila giró, pero ya era tarde. Su cuerpo yacía en el suelo, inmóvil, con los ojos abiertos como si aún pudiera ver. Su reflejo, sin embargo, seguía de pie en el espejo, sonriendo con la boca cubierta de sangre.

—¡¿Qué está pasando?! —gritó Marcos, retrocediendo.

—¡No los mires! ¡No mires los espejos! —advirtió Camila, pero ya era demasiado tarde.

Uno a uno, los reflejos comenzaron a tomar vida propia. Se movían con un retardo espeluznante, como si observaran a sus originales antes de imitarlos… o de reemplazarlos. Javier intentó romper uno con una silla, pero el vidrio no cedía.

En cambio, su reflejo lo atravesó desde el otro lado con una mano espectral, afilada como una navaja. Su grito se mezcló con el crujir del cristal, y su sangre salpicó el piso.

Camila corrió escaleras abajo, con Marcos detrás, tropezando por el terror. Cada espejo en el pasillo ahora mostraba a la niña… o versiones mutiladas de ellos mismos.

Camila recordaba una leyenda que su abuela le contó de pequeña, sobre una niña asesinada por su madre en una habitación de espejos, porque decía que «la otra niña» la miraba desde dentro. Nadie creyó la historia. Nadie la investigó. La casa fue vendida, abandonada, olvidada. Hasta ahora.

—Tenemos que destruir el espejo original —jadeó Camila—. El primero. El que la atrapó.

—¿Y dónde está?

—Debajo. En el sótano…

Se lanzaron escaleras abajo, donde el olor a muerte era más fuerte. El sótano estaba cubierto de símbolos pintados en sangre seca. Al fondo, entre velas apagadas, había un enorme espejo enmarcado en hierro forjado. En su superficie, la niña los observaba.

Y entonces habló.

—Ustedes me vieron. Ahora me pertenecen.

Del espejo salieron manos. Frías, negras, inhumanas.

Camila cerró los ojos y gritó.

CAPÍTULO 3: LO QUE EL ESPEJO DEVUELVE

Camila despertó sola.

El sótano estaba en silencio, las velas encendidas como si jamás se hubieran apagado. No había rastro de Marcos, ni de los cuerpos, ni siquiera de los espejos rotos. Solo ella… y el espejo original, frente a ella.

Se puso de pie, tambaleándose. El reflejo mostraba la habitación como debía ser: vacía, vieja, cubierta de polvo. Pero algo no cuadraba.

En el reflejo… ella no estaba.

—No… no puede ser… —murmuró, retrocediendo.

Entonces lo entendió. La niña no solo mataba… tomaba el lugar de las almas atrapadas. Y Camila, al mirarla demasiado tiempo, había sido absorbida. Ahora su cuerpo, o lo que quedaba de él, deambulaba afuera, poseído por la niña, o por algo peor.

Una risa se escuchó desde el espejo. Camila se giró y vio su propio reflejo materializarse. Pero no era ella. Era su cuerpo, sí, pero con ojos vacíos, ensangrentados, y una sonrisa torcida. Y habló con su voz:

—Gracias por prestarme tu rostro…

El espejo comenzó a vibrar, y de su superficie emergieron los reflejos de Javier, Laura, y Marcos, todos con las mismas expresiones grotescas. Estaban allí, atrapados con ella.

Camila gritó y golpeó el espejo, pero el vidrio era ahora una prisión sin fisuras. Afuera, su cuerpo —o, mejor dicho, ella— se alejaba caminando por el bosque que rodeaba la casa, rumbo al pueblo.

Y mientras se marchaba, uno a uno, los espejos de todas las casas comenzaron a vibrar sutilmente. Como si algo los tocara desde adentro…

SEGUNDO ACTO

Capítulo 1: El Mundo de los Espejos

Camila no sabía cuánto tiempo había pasado desde que fue atrapada en el espejo. Allí dentro, no existía el tiempo, ni el sueño, ni el descanso. Solo existía el reflejo… y el dolor.

El mundo de los espejos no era una copia exacta del real. Era una distorsión monstruosa: un laberinto infinito de cristales flotantes, habitaciones giratorias, escaleras que sangraban al pisarlas y paredes que lloraban. En cada rincón, los gritos de otros atrapados llenaban el aire, gritos que no se apagaban, porque en ese lugar… nadie moría de verdad.

Los cuerpos eran usados una y otra vez.

Camila caminaba descalza por un pasillo que no terminaba nunca. Sus pies estaban en carne viva, cortados por fragmentos invisibles que aparecían bajo cada paso. A los lados, los espejos mostraban versiones suyas: mutilada, quemada, desmembrada, viva y aullando de dolor.

Pero no eran solo ilusiones. Eran ella misma, fragmentada en cada rincón de aquel mundo, condenada a revivir su muerte de mil formas distintas.

Y no estaba sola.

—Bienvenida al hogar —susurró una voz infantil, detrás de ella.

Camila se giró y vio a la niña. Pero ahora no parecía humana. Tenía los ojos completamente negros, la boca cosida con alambres oxidados, y caminaba flotando, con la sangre goteando de su cabello mojado.

—Aquí no hay salida. Solo castigo. Tú miraste… y eso es todo lo que necesito.

La niña levantó una mano, y uno de los espejos estalló en mil fragmentos. De él surgió el cuerpo de Marcos, colgado por ganchos que le atravesaban la espalda. Aún respiraba. Aún suplicaba.

—¡Camila… ayuda… me…!

Pero no podía moverse. Sus piernas eran solo hueso astillado. La niña lo atravesó con un dedo, abriendo un nuevo orificio en su pecho, de donde brotaron insectos negros que se arrastraron hacia Camila.

—Aquí el dolor se repite. Lo saboreamos. Lo compartimos. —La niña rió—. Tú serás mi mano en el mundo real. Pero primero… debes romperte.

Una luz roja se encendió. Las paredes temblaron. Y entonces, comenzó el desfile de los torturados: cada persona que alguna vez se reflejó y sintió miedo. Todos atrapados. Todos destruidos.

Camila gritó. Pero su voz se convirtió en un eco de cristal, que rebotó en mil direcciones y regresó como una carcajada.

Porque en el mundo de los espejos… los gritos son para siempre.

Capítulo 2: Fragmentos Humanos

Camila ya no lloraba. Se había quedado sin lágrimas… y sin ojos.

Los espejos no solo reflejaban el cuerpo. Capturaban el alma. Y en ese mundo invertido, todo lo que eras podía ser partido, molido, arrancado. Ella colgaba ahora en una sala de tortura forrada de espejos irregulares, flotando sobre un charco de su propia sangre. Las cadenas que la sostenían no eran de hierro: eran nervios trenzados, palpitantes, que se contraían cuando gritaba.

Frente a ella, la niña la observaba. Pero no con curiosidad. Con hambre.

—¿Sabes qué me enseñaron los humanos? —susurró, caminando con sus pies descalzos sobre vidrios rotos que crujían, sin herirla—. Que el dolor no basta. Hay que repetirlo. Hay que saborearlo.

La tortura no era rápida. Era metódica.

Primero, le arrancaron las uñas, una a una, con unas tenazas forjadas de espejo. Cada vez que una uña caía al suelo, esta se transformaba en un diminuto reflejo que mostraba su rostro desfigurado, atrapado en un grito eterno. Luego vino la piel: desollada centímetro a centímetro, mientras el espejo le mostraba su cuerpo, fresco y completo, burlándose, sonriendo.

Camila gritaba hasta que su garganta se desgarró. Y entonces le dieron otra, nueva, regenerada por el espejo… solo para romperla otra vez.

Los verdugos eran reflejos de sí misma. Dobladas, retorcidas, con cuchillas por dedos y costuras por sonrisa. Uno de ellos le cercenó el brazo izquierdo con un alambre afilado, que se deslizaba lentamente como una sierra viva. No hubo anestesia. Solo una explosión de fuego bajo la carne y el estallido sordo del hueso cediendo.

—Mira qué hermosa eres por dentro —decía la niña, sosteniendo su hueso aún palpitante como si fuera una flor marchita.

Cuando Camila quedaba inconsciente, el mundo de los espejos no la dejaba ir. En vez de eso, creaba una copia de ella, la despertaba… y empezaba de nuevo.

Cada versión de Camila quedaba atrapada en una celda de cristal, en posiciones imposibles: unas sin brazos, otras sin piernas, otras sin rostro. Todas con los ojos abiertos, sin poder parpadear. Y todas podían verla a ella… sufriendo lo que ellas ya habían vivido.

Y los gritos. Siempre los gritos.

Eran música para la niña. Cantos de un coro de condenados, donde el dolor era la única partitura.

Camila ya no sabía quién era. Solo recordaba su nombre cada vez que la niña lo escupía como una burla:

—Ca-mi-la… tu alma cruje tan bonito cuando la doblo.

En el centro de esa sala maldita, había un nuevo espejo. Uno más grande. Uno especial.

En su superficie se veía el mundo real. Una nueva víctima se acercaba a la casa. Una joven. Inocente. Curiosa.

Camila, o lo que quedaba de ella, supo lo que eso significaba.

Pronto, otra alma se uniría al festín.

Capítulo 3: Miedo

El miedo ya no era una emoción para Camila. Era un organismo. Un parásito adherido a su alma.

Cada segundo en el mundo de los espejos era una tortura no solo física, sino psicológica. Y ahora, mientras yacía arrastrándose entre los restos de su propio cuerpo fragmentado, entendía algo mucho peor que la muerte: la imposibilidad de escapar.

La sala en la que estaba no tenía paredes. Solo reflejos flotantes, como hojas suspendidas en el aire, girando lentamente. Cada uno mostraba una versión diferente de su futuro: en uno, era comida viva por ratas de dientes de vidrio. En otro, la niña jugaba con sus intestinos como si fueran cuerdas de violín. En otro más… no había nada. Solo una oscuridad tan absoluta que incluso el pensamiento se disolvía.

Camila intentó gritar, pero no tenía lengua. Su rostro, reconstruido a medias por los espejos, solo podía emitir un gorgoteo lastimero, el sonido de una garganta rota que ya había olvidado lo que era rezar.

Frente a ella apareció un nuevo espejo. Este no mostraba una tortura. Mostraba la entrada de la casa, en el mundo real. Una joven cruzaba el umbral, mirando alrededor con una linterna temblorosa. Camila la conocía. Era su hermana menor. Valeria.

Y en ese instante, el miedo verdadero volvió.

—No… no, no, no… —pensó, pero no podía hablar. Solo pensar.

La impotencia era absoluta. No podía moverse, no podía advertirle, no podía cerrar los ojos ni mirar hacia otro lado. Estaba obligada a observar.

Valeria subía las escaleras. Los mismos pasos. Las mismas puertas. La misma trampa.

—¡Corre! ¡Vete! ¡SAL DE AHÍ! —la mente de Camila estallaba.

Pero el espejo le mostraba otra cosa.

La niña.

Ya estaba detrás de Valeria.

Camila vio cómo su reflejo se formaba. Cómo los espejos se alineaban para atrapar a su hermana, como fauces de una bestia infinita. Ella intentó arrastrarse. Con un solo brazo. Sangrando. Gimiendo.

Uno de los reflejos se burló de ella:

—Mírate. Qué valiente eras. Qué inútil eres ahora.

Una lágrima solitaria cayó desde su ojo reconstruido. No por el dolor. No por sí misma.

Sino por el miedo más puro que existe: ver a alguien que amas a punto de morir… y no poder hacer nada.
Ni gritar.
Ni detenerlo.
Ni cerrar los ojos.

Porque en el mundo de los espejos, el miedo no termina.
Solo se multiplica.

Capítulo 4: Sin Voz, Sin Salida

El mundo de los espejos se cerraba a su alrededor, una prisión invisible tejida con cristales y sombras. Camila intentaba moverse, gritaba en su mente, pero no había voz que saliera. No había forma de advertir, ni de llamar, ni siquiera de llorar.

Valeria avanzaba por la casa, sus pasos resonando con una mezcla de curiosidad y miedo. Cada reflejo que cruzaba la joven la devoraba un poco más, extrayendo su esencia como un vampiro hambriento. Camila veía cómo su hermana miraba los espejos con una mezcla de fascinación y terror, sin saber que cada parpadeo la acercaba a la condena.

Camila sentía la impotencia abrazándola con manos heladas. Su cuerpo destrozado pendía de cadenas invisibles, sus ojos imploraban ayuda, pero el silencio era su único castigo. Era un grito mudo atrapado en un mar de reflejos infinitos.

La niña del espejo apareció a su lado, susurrando con voz susurrante y hueca:

—No tienes voz. No tienes salida. Aquí nadie puede ayudarte.

Valeria ya estaba en la habitación llena de espejos, el corazón latiendo con fuerza. Miró a su alrededor, y en un destello, la niña apareció frente a ella. Sin mediar palabra, la tomó de la muñeca con una fuerza que heló la sangre. Valeria quiso gritar, quiso luchar, pero la niña la arrastró hacia el cristal más grande.

Camila vio a su hermana caer, su cuerpo quedando atrapado dentro del vidrio como un insecto en ámbar. La desesperación explotó dentro de ella, un rugido silencioso que partía el alma. No podía tocarla, no podía salvarla. Solo podía ver cómo la vida de Valeria se desvanecía, fragmentada en reflejos rotos.

El mundo de los espejos era una cárcel sin puertas, un eco sin final. Y Camila estaba atrapada en el centro, sin voz, sin salida, condenada a ver morir una y otra vez a quienes amaba.

Camila ya no era solo una víctima atrapada en un reflejo. Ahora era la eterna testigo de la desesperación, el eco viviente de un sufrimiento sin fin.

Desde su prisión de cristal, vio cómo Valeria luchaba contra la oscuridad que se extendía como un manto venenoso. Sus manos se estiraban, intentando rasgar la superficie del espejo, buscando una grieta, una rendija, cualquier signo de liberación. Pero el cristal era impenetrable, un muro que absorbía cada grito, cada súplica.

Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas —lágrimas que no podían caer— porque el miedo también paralizaba el cuerpo, congelaba la voz, sellaba la garganta. Y Camila sintió cómo esas lágrimas, aunque invisibles, calaban en su alma como puñales.

La niña del espejo apareció de nuevo, esta vez con una sonrisa cruel, pintada con sangre seca en sus labios.

—¿Ves cómo duele? —susurró—. Tu dolor y el de ella son el mismo. La cadena que las ata no se rompe, solo se extiende.

Camila intentó gritar, pero era un eco hueco. Intentó moverse, pero era una marioneta sin cuerdas.

Y entonces, el horror llegó al siguiente nivel.

Valeria fue arrancada del espejo y arrojada a un cuarto oscuro. Allí, las sombras tomaron forma: figuras retorcidas, reflejos deformados que se abalanzaron sobre ella con cuchillas de cristal.

Camila sintió cada corte, cada desgarrón, cada grito ahogado.

La sangre manaba en ríos invisibles que se reflejaban en las paredes como un macabro mural de pesadilla.

Camila no podía hacer nada, solo ver.

Solo sufrir.

Solo ser el testigo del dolor.

Capítulo 5: Donde Gritar No Sirve

La oscuridad en el mundo de los espejos era más que ausencia de luz: era un peso que aplastaba los pulmones, un manto opresivo que absorbía cualquier intento de resistencia.

Valeria estaba sola en esa penumbra perpetua, sus dedos sangraban al intentar aferrarse a las paredes invisibles que la mantenían cautiva. Cada respiración era un tormento, un fuego que quemaba sus pulmones y le recordaba que seguía viva para sufrir.

El silencio que la envolvía era insoportable. Pero de repente, surgió un sonido: el eco distante de su propio grito.

Lo intentó de nuevo. Un grito que debía ser liberador, una súplica, una llamada de auxilio.

Pero nada cambió.

El sonido se doblaba sobre sí mismo, se fragmentaba, se distorsionaba hasta convertirse en un murmullo insoportable, un susurro que la torturaba más que el silencio.

Las sombras comenzaron a moverse. Se deslizaron como serpientes por el suelo, treparon sus piernas y ascendieron por su cuerpo. Cada una era una versión distorsionada de ella misma: un reflejo roto y retorcido, con ojos vacíos y bocas cosidas, incapaces de gritar.

La primera sombra le arrancó la piel del brazo derecho, exponiendo músculos que temblaban con dolor punzante. Valeria gritó, pero su voz se convirtió en un hilo quebrado, como un cristal rompiéndose en mil pedazos.

Otra sombra apareció y la sujetó de los tobillos, girándola boca abajo. Sus uñas se clavaron en la carne, dejando marcas que ardían como brasas.

El tormento continuó, un ritual implacable y sin tregua. Cada corte, cada desgarro, cada quemadura se repetía en un ciclo sin fin, mientras las sombras susurraban palabras que solo amplificaban su terror:

—Nadie te oye.
—Tu dolor es solo un eco.
—Aquí, gritar no sirve.

Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas secas, porque no había esperanza. Solo existía el dolor, perpetuo e infinito.

En un momento, la tortura alcanzó su punto más cruel: una sombra le arrancó un dedo tras otro, uno a uno, y los convirtió en pequeños espejos rotos que caían al suelo con un sonido metálico. Cada espejo reflejaba un fragmento de su agonía, multiplicando su sufrimiento.

Camila, desde su prisión, vio todo con un horror desgarrador. No podía moverse ni intervenir. Solo podía ver cómo su hermana se deshacía lentamente, pieza por pieza, en el infierno de los espejos.

El tiempo dejó de tener sentido. Las heridas de Valeria no sanaban, y cada nuevo dolor se superponía al anterior, un muro de agonía imposible de escalar.

En su mente, la joven intentaba aferrarse a algún recuerdo, a una chispa de vida fuera de ese mundo, pero incluso esos destellos se desvanecían, ahogados por la oscuridad.

Al final, solo quedó un cuerpo quebrado, una sombra más entre las sombras, un grito silencioso que resonaba eternamente en los reflejos.

Porque aquí, en el mundo de los espejos, donde gritar no sirve, solo existe el tormento sin fin.

La Llegada de la Inocente

El tiempo había dejado de existir para Valeria. O quizás nunca existió en ese lugar maldito. Cada segundo que pasaba era una eternidad de agonía. Su cuerpo, aunque intacto a simple vista, era una prisión oscura, un ataúd viviente donde el latido del corazón era un eco hueco y macabro.

Cuando apareció de nuevo ante Camila, su presencia fue un golpe brutal, un puñal clavado en la esperanza ya casi extinguida de su hermana.

Los ojos de Valeria… oh, esos ojos. Eran dos abismos vacíos, negros y sin brillo, como pozos de tinta que absorbían toda luz, toda vida. En ellos no quedaba ni una chispa de humanidad, ni un destello de miedo, ni una pizca de dolor visible. Solo un vacío absoluto, una ausencia total de alma.

Su mirada era la de alguien que ya no existe, que camina en el borde entre la vida y la muerte, atrapada en un limbo donde el alma se ha desgarrado y ha huido dejando un cascarón muerto. Era un reflejo de muerte: viva por fuera, pero muerta por dentro.

Los labios de Valeria, pálidos y temblorosos, apenas se movían, incapaces de formar palabras. Solo un susurro sordo y sin fuerza escapaba, como un lamento que nadie escucharía jamás, un grito silenciado por el peso de mil torturas.

Su piel estaba fría como el mármol, y cada vez que respiraba, lo hacía con un jadeo rasposo que helaba la sangre. Era el sonido de alguien que intenta aferrarse a la vida con uñas y dientes, pero sabe en su fuero interno que la muerte es su única compañera.

Cada paso que daba era una sentencia, un caminar hacia el abismo sin retorno. Sus movimientos eran torpes, arrastrados, como si un peso invisible la aplastara desde dentro, como si su cuerpo se negara a obedecer a esa mente rota.

La niña del espejo la seguía, como una sombra burlona, una entidad oscura que celebraba la destrucción del alma de Valeria con una sonrisa macabra y dientes afilados. Susurraba palabras crueles en el viento helado, palabras que se incrustaban como cuchillas en el pecho de Valeria.

—Ya no eres humana —decía—. Ya no eres nada. Solo un reflejo quebrado. La inocencia se ha perdido para siempre.

Los recuerdos de Valeria, antes vívidos y llenos de luz, se desvanecían uno a uno, como si la oscuridad los devorara. Las risas de su infancia, las caricias de su madre, la voz de Camila… todo desaparecía lentamente, dejando solo un vacío insoportable.

Camila, atrapada detrás de su propio reflejo roto, sentía que su alma se desgarraba al ver a su hermana así. La niña que había conocido, la luz de su vida, era ahora un espectro, una marioneta sin hilo, una muñeca rota que se movía entre sombras.

Intentó gritar, llorar, suplicar, pero nada atravesaba el cristal que las separaba. Solo podía ser testigo impotente del destino de Valeria.

La desesperación se apoderó de Camila con una fuerza devastadora. El horror de ver a alguien a quien amas convertido en un cascarón sin vida era un dolor que traspasaba todo límite.

Y en la mirada muerta de Valeria, Camila pudo ver el reflejo de su propia alma rota. Dos víctimas, dos prisiones, dos sombras destinadas a un tormento eterno.

La “inocente” había llegado. Pero ya no quedaba inocencia. Solo un abismo sin fondo, una eternidad de sufrimiento y olvido, donde ni el grito ni la lágrima tienen lugar.

Capítulo 6: El Infierno Reflejado

No hay puertas en el infierno de los espejos. Solo paredes que observan. Superficies que reflejan cada lágrima, cada grito, cada mutilación.

Y en ese mundo hecho de reflejos malditos, la tortura nunca termina.

Valeria ya no caminaba: flotaba, arrastrada por cadenas invisibles que le atravesaban la carne. Cada eslabón incrustado en sus muñecas, tobillos, columna y nuca, como ganchos clavados en carne viva. Las sombras que una vez la desollaron ahora la conducían como un trofeo, una marioneta humana a punto de ser destazada otra vez.

El espacio donde la llevaron era una sala sin fin, hecha de espejos ensangrentados que mostraban infinitas versiones de sí misma: todas gritando, todas abiertas, todas muertas en vida.

En el centro de la habitación flotaba una mesa negra de obsidiana, manchada con la sangre de quienes ya no podían recordar su propio nombre. La posaron allí, boca arriba, los brazos extendidos. Clavos de vidrio negro atravesaron sus palmas, la fijaron sin misericordia. Su boca se abrió para gritar, pero solo salió un vapor denso y negro. Ya no tenía voz. Solo dolor.

Una criatura emergió de un espejo —no tenía forma definida— su cuerpo era un amasijo de dientes, carne viva y cuchillas de hueso. Tenía muchos ojos, pero ninguno parpadeaba. No necesitaba. Había visto tanto sufrimiento que la compasión ya no tenía sentido. Era el torturador de las almas huecas. El devorador de lo que quedaba después del llanto.

Comenzó con las uñas. Una a una, las arrancó con precisión quirúrgica, cada una acompañada por el crujir de huesos y la vibración de un grito que solo podía escucharse dentro de la cabeza. Las colocaba ordenadamente sobre su espalda, como coleccionista obsesionado. Luego siguió con los dedos.

No los cortaba.

Los abría.

De la punta hacia abajo, cortando la carne en forma de flor sangrante. Las yemas colgaban como pétalos macabros. Valeria convulsionaba, pero no podía moverse. Estaba clavada a su destino.

Su abdomen fue rajado de arriba abajo con un espejo afilado. Las entrañas se removieron con delicadeza, sin romperlas, para mantenerla viva. Su estómago palpitaba fuera del cuerpo, como un corazón confundido. El torturador lo observó y lo acarició con la lengua.

Pero lo peor no era el dolor físico. Lo peor era lo que venía después.

La criatura se retiró… y comenzó el ciclo de nuevo.

Cada corte, cada desgarro, cada mutilación… se revertía lentamente frente a ella. La piel se cerraba, los músculos se reconstruían, los huesos se regeneraban. El cuerpo sanaba, pero el alma no. Y cuando todo estaba como al principio, comenzaba otra vez.

Camila presenciaba todo.

Atrapada en su propio espejo, al borde de la locura. Sus uñas arrancadas por la desesperación, su garganta hecha cenizas de tanto gritar. Pero ella no podía morir. No podía intervenir. Solo observar.

A veces, Valeria la miraba.

Y era ese momento el que más destruía a Camila.

Esa mirada muerta, sin lágrimas, sin rencor, sin súplica. Era la rendición absoluta. El reflejo de una persona que ya no espera ser salvada. Solo desea dejar de existir.

La sala se cerraba. Los espejos susurraban. Cada reflejo mostraba futuros posibles que nunca ocurrirían: una Valeria sonriente, una familia unida, una Camila abrazándola…

Mentiras crueles proyectadas para hacer el sufrimiento aún más insoportable.

La niña del espejo apareció entre los restos de sangre seca y órganos húmedos, con su vestido blanco ahora teñido de rojo. Se acercó al oído de Valeria y susurró:

—Ya no eres tú. Eres parte de mí.

Y con un beso podrido en la frente, Valeria dejó de parpadear.
No por estar muerta.
Sino porque el infierno reflejado ya la había consumido por completo.

Cuando la Muerte No Llega.

Las cadenas no solo sostenían el cuerpo de Valeria. A cada minuto, sus eslabones se hundían más profundo en su carne, alimentándose de ella. Como raíces negras que trepaban por sus huesos, que devoraban la médula, que vibraban con cada alarido ahogado. Pero el verdadero suplicio comenzó cuando aparecieron los otros.

Los Condenados del Espejo.

Seres sin rostro, figuras deformes, piel arrancada en parches, ojos abiertos eternamente por alambres oxidados. Caminaban lentamente hacia ella, arrastrando los pies, sin emitir sonido. Cada uno era un testigo de su propio infierno. Y cada uno traía un fragmento de dolor para compartir.

El primero extendió una mano llena de cuchillas y dibujó en su rostro una sonrisa forzada. Cortó desde la comisura de sus labios hasta los pómulos, abriéndola como una muñeca rota. La piel colgaba, temblando, pero no sangraba de inmediato. Solo después, en un estallido repentino, la sangre brotó en pulsos calientes, empapando su pecho.

El segundo ser traía consigo una jaula diminuta. Dentro, una criatura con la forma de un bebé sin ojos ni boca chillaba con un sonido que no se oía con los oídos, sino que resonaba en el cráneo, como un zumbido insoportable que taladraba los pensamientos. La jaula fue colocada sobre el pecho de Valeria, y el ser abrió la compuerta.

El feto se arrastró hasta su boca. Y allí entró.

Empezó a morder desde dentro.

A desgarrarle la lengua.
A abrirle la garganta.
A explorar su interior con pequeñas manos afiladas como alfileres ardientes.

Valeria no podía vomitarlo. No podía detenerlo. Solo sentía cómo la criatura se movía dentro de ella, destruyendo centímetro a centímetro.

Y mientras tanto, las visiones comenzaron.

Los espejos en la sala no mostraban su reflejo. Mostraban los mundos que había perdido. La casa donde alguna vez fue feliz. El cuarto donde se escondía de niña cuando tenía miedo. La voz de su madre llamándola con dulzura. El aroma del desayuno.

Pero al girarse, todo desaparecía.

Solo quedaba el olor de la sangre.
El sonido del hueso quebrándose.
La piel arrancada en cintas finas como papel quemado.

Una de las figuras le sacó los ojos. No con rapidez.
Los extrajo con sus propias uñas, torciendo el globo ocular como si desatornillara una bombilla.
Y entonces los colocó en su propio rostro y dijo con una voz ahogada:

—Ahora yo veo… tu dolor.

Pero Valeria seguía viendo.
Con los ojos del alma.
Y eso era mucho peor.

Porque entonces la vio a ella.

Camila.

No como una salvación.

Sino como la próxima.
La siguiente en caer.
La que sería arrancada lentamente de la realidad y convertida en carne para los espejos.

Valeria intentó mover los labios para advertirle…
Pero su boca ya no le obedecía.
La lengua se arrastraba por fuera de su rostro como una serpiente mutilada.
No quedaban palabras.
Solo espasmos.
Y un gemido seco, agónico, como si una tormenta de fuego tratara de salir por su garganta muerta.

Y entonces la niña del espejo apareció nuevamente.
Pero esta vez no venía sola.
La acompañaban decenas de niños idénticos, todos con rostros manchados de sangre, todos con ojos vacíos.

—Hoy —dijo— tus pedazos serán nuestros juguetes.

Y el ciclo comenzó de nuevo.

Con cuchillos hechos de cristal.
Con pinzas ardientes.
Con sogas que no apretaban el cuello, sino que lo abrían en capas.
Con ganchos que levantaban las costillas como si fueran tapas de un libro maldito.

Y al final del ritual, cuando el cuerpo de Valeria era solo un amasijo colgante de carne palpitante y nervios expuestos, la niña del espejo se acercó al oído ensangrentado y dijo suavemente:

—No es el final.
Aquí… no hay final.

Capítulo 7: La Carne del Espejo

El espejo no era solo un portal.

Era un dios.

Hambriento.
Sediento.
Paciente.

Y ahora quería a Camila.

La habitación donde estaba encerrada había cambiado. El reflejo que una vez le devolvía su imagen temblorosa y humana, ahora mostraba otra cosa: carne viva palpitando en la superficie del vidrio, como si la propia esencia del espejo se hubiera convertido en músculo crudo, latiendo al ritmo de un corazón que no podía morir.

El marco rezumaba sangre espesa. El cristal respiraba.

Y dentro de él…
Valeria colgaba.

Pero ya no era solo Valeria.

Era un amasijo viviente de órganos al descubierto, suspendidos por hilos de tendones que se estiraban y contraían. No tenía rostro. Su cara estaba cubierta por una membrana traslúcida donde flotaban ojos que no eran suyos. Y sin embargo, entre el charco de carne viva, Camila pudo reconocerla. La forma de su cuello, las manos pequeñas, el lunar en su clavícula. Era su hermana. Aún viva. Aún atrapada. Aún sufriendo.

El espejo latía.

Y cada latido enviaba ondas que quemaban la piel de Camila.
Grietas comenzaron a abrirse en sus brazos. No eran heridas externas. Venían desde dentro, como si su carne comenzara a traicionarla, a pudrirse por voluntad del espejo.

Intentó huir. Golpeó las paredes. Chilló hasta vomitar sangre. Pero todo estaba sellado. Cada sonido era absorbido por el cristal, como si el espejo se alimentara del pánico.

Entonces la escuchó.

La voz de Valeria.

No en palabras. Sino en llanto.
Un llanto sin lágrimas, sin garganta.
Era el sonido de una criatura que ya no desea ser salvada, sino olvidada.

Y Camila cayó de rodillas.

—¿Por qué…? —susurró con la voz rota— ¿Por qué me la haces ver así…?

El espejo respondió. No con palabras.
Sino abriéndose.

Una grieta se formó en su centro, desgarrando la superficie como si partiera carne. De ella emergió un brazo pálido, largo, con dedos múltiples, como los de una araña de carne. No tocó a Camila. La atravesó.

No fue físico.

Fue su alma
la que fue agarrada.
Jalada.

Y entonces, Camila cayó dentro
del espejo.

Pero no caminó. No flotó.

Fue desollada
por el mismo cristal.
Su piel fue absorbida como si fuera una sábana húmeda.
Sus músculos quedaron al descubierto.
Su corazón palpitó fuera de su pecho, colgando como un péndulo de carne aún latiendo.

Y cuando abrió los ojos, estaba en La Carne del Espejo.

Un lugar donde el suelo era piel.
Donde las paredes respiraban.
Donde el aire olía a sangre seca y miedo fermentado.

Cada paso de Camila era una quemadura.
Cada respiración era una puñalada en los pulmones.

El cielo… era un océano de cadáveres flotantes.

Y en el centro, sentada en un trono hecho de costillas humanas entrelazadas, la niña del espejo
la observaba.

Su sonrisa era una herida abierta.
Sus ojos eran dos pupilas sin fin.

—Llegaste tarde —dijo con voz de cuchilla—. La carne de tu hermana ya es mía.
Ahora… quiero la tuya.

Y de las paredes surgieron manos.
Manos de espejo.
Manos que cortaban, que rasgaban, que arrancaban con solo rozar.
Comenzaron a desvestirla de humanidad.
Le quitaron los recuerdos primero: la risa de Valeria, los abrazos, la música de la infancia.
Luego vinieron las emociones: la esperanza, el amor, la voluntad.

Hasta que solo quedó carne pura.

Y Camila entendió:

No estaban siendo asesinadas.
Estaban siendo moldeadas.
Transformadas.

La niña del espejo no mataba.
Convertía.

Y ahora, la carne de Camila era parte del espejo.

Y el espejo la reflejaba, llorando eternamente desde un rincón, donde cada grito no era escuchado… sino reproducido una y otra vez para siempre.

Capítulo 8: El Dolor No Termina

Nadie muere en el mundo de los espejos.

La carne se pudre. Los huesos crujen. El alma se desangra.
Pero la muerte… nunca llega.

Camila colgaba de una estructura viva, una cruz orgánica hecha de venas, nervios y espinas que vibraban con cada espasmo de su cuerpo. Cada pulso la electrocutaba por dentro. La energía no era eléctrica: era memoria pura, recuerdos ardientes convertidos en látigos invisibles que la castigaban con cada respiración.

Y respiraba.

Aunque no quería.
Aunque su cuerpo ya no era suyo.
Aunque su rostro no tenía piel.

Los párpados se le habían fusionado con grapas oxidadas. Los ojos siempre abiertos, obligados a observar cómo otras versiones de ella eran despedazadas en los espejos cercanos. Una Camila con la lengua arrancada. Otra siendo devorada por su propia sombra. Otra llorando fuego.

Y en todas, la misma pregunta escrita con sangre en las paredes:

«¿Por qué entraste?»

Pero Camila ya no lo sabía.

Quizás por Valeria.
Quizás por su culpa.
Quizás porque el espejo la eligió desde antes de nacer.

Una criatura apareció reptando desde el techo. Tenía forma humana… pero no piel. Sus músculos expuestos latían como gusanos bajo el sol. Tenía una máscara hecha de carne cosida con alambre. En cada mano, llevaba un instrumento. En una: una cuchilla fina y negra como el vacío. En la otra: una flauta de hueso.

—Hoy hablaremos con música —dijo, sin mover los labios—. Tu carne… va a cantar.

Y entonces empezó a cortar.

Pero no donde doliera más.

Sino donde doliera de forma nueva.

Le abrió los talones.
Le separó los tendones uno por uno, como cuerdas de violín.
Los tocaba con la flauta.
Cada nota era un grito.
Cada melodía, una súplica que nadie escuchaba.

Camila quería desmayarse.
Pero el espejo no lo permitía.

Sus nervios estaban conectados directamente al cristal.
Cada intento de cerrar los ojos era castigado con un recuerdo olvidado:
Su madre ahogándose en un sueño. Valeria muriendo sola. El sonido exacto de su corazón rompiéndose cuando no llegó a tiempo.

Y en medio del dolor, apareció Valeria.
No caminaba. Flotaba.
Era un fantasma de carne abierta, con los ojos arrancados, con un hilo rojo que la unía al corazón de Camila.

No habló. Solo extendió la mano.

Pero no para ayudarla.

Para arrastrarla más abajo.

El suelo se abrió.
Un abismo de gritos, de huesos girando, de voces que no pedían auxilio sino más sufrimiento.

Camila cayó.

Y al fondo… estaba el Trono de la Sangre.

Allí estaba la niña del espejo. Sentada, rodeada de cadáveres frescos que aún se movían.
Ella sonrió. Y su voz llenó el aire como un cuchillo entrando en un pulmón:

—Aquí no hay salvación.
Aquí no hay fin.
Aquí no hay perdón.
Aquí, el dolor no termina.

Y con una carcajada, le arrancó a Camila el último grito.
Lo guardó en una caja de cristal.

Y dijo:

—Uno menos. Aún quedan muchos más.

Capítulo 9: Donde el Cuerpo Suplica y el Alma No Responde

Camila ya no gritaba.
No porque no quisiera.
Sino porque ya no quedaba alma para responder al dolor.

El cuerpo aún sangraba.
El cuerpo aún temblaba, se retorcía, pedía piedad con espasmos sin sentido.
Pero el interior… el verdadero yo… estaba en silencio.

Solo el cuerpo seguía suplicando.
Como una máquina rota, como un títere cuyos hilos aún se mueven aunque su titiritero ha muerto.

Estaba colgada boca abajo, sostenida por garfios que atravesaban sus tobillos.
Su piel era un recuerdo.
El rostro, un mapa de heridas, costuras y orificios donde antes había expresión.
Los ojos… ya no sabían llorar.

La cámara del espejo palpitaba a su alrededor como un útero demoníaco.
Todo era carne: viva, doliente, deseosa.
Las paredes tenían bocas que susurraban su nombre, lenguas que lamían el aire, sedientas de su sufrimiento.
Y los espejos… los malditos espejos, la reflejaban en fragmentos:
— Una pierna aún entera.
— Un pecho abierto como flor podrida.
— Un grito atrapado en el reflejo, repitiéndose en bucle.

Camila ya no sabía quién era.
Solo sabía que no quería ser.

Cada intento de pensar, de recordar, era una cuchilla mental.
Su madre.
Valeria.
La niña del espejo.
Las risas. Las manos. El fuego.

Nada tenía orden.
Todo era dolor convertido en memoria, y memoria convertida en tortura.

Entonces apareció la marionetista.

Una mujer alta, sin rostro.
Su cabeza era una cúpula de cristal llena de gusanos que se devoraban entre sí.
Tenía en sus manos agujas de marfil.
Y comenzó a coser.

No para curar.
Sino para deformar.

Coseó los párpados de Camila… hacia arriba.
La lengua, hacia el interior del paladar.
Le ató los dedos de las manos hasta que los huesos crujieron como ramas secas.

—No necesitas hablar —susurró la marionetista—. Solo mostrar tu dolor.

Y luego, lentamente, le abrió el vientre con una tijera de obsidiana.
No para matar.
Para exponer.

Tomó sus intestinos, los colgó como guirnaldas vivientes sobre el espejo, y sonrió sin boca.

Camila lo vio todo.
Sintió todo.
Pero no reaccionó.

Porque su alma… ya no estaba.

Y fue entonces, en medio de ese silencio abismal, donde algo nuevo ocurrió.

En el mundo real.
Lejos de los pasillos de carne.
Lejos de la cámara de sufrimiento.

En una habitación abandonada, una vieja casa sumida en polvo y humedad, una figura caminaba entre ruinas.
Llevaba un abrigo negro, los ojos ocultos bajo un sombrero deshilachado.
Sus pasos eran lentos, pero seguros.
Y se detuvo frente a un espejo roto.

A través del cristal astillado…
escuchó.

Un gemido.

No un sonido.
Una sensación.
Una vibración agónica, tenue, como un eco que cruzó dimensiones.

La figura colocó una mano sobre el espejo.
Y cerró los ojos.

—Sigue viva —susurró.

Y por primera vez…
en todo ese infierno…
Camila sintió algo.

Una chispa.
Un susurro que no venía de la niña del espejo.
Una voz que no buscaba torturarla.

Solo la escuchaba.

Y aunque no podía gritar…
Aunque su cuerpo no respondía…
Su alma, fragmentada, perdida,
parpadeó.

Una lágrima cayó, no desde su ojo… sino desde el reflejo.

Y el espejo, por primera vez, tembló.

Capítulo 10: El Que Mira Desde Detrás del Cristal

El espejo estaba cambiando.

Durante siglos había sido un monstruo que observaba, que capturaba, que devoraba.

Pero ahora…
Alguien lo estaba mirando a él.

Camila seguía suspendida en la nada, cuerpo mutilado, mente destrozada, alma ausente.
Pero algo en su carne reaccionaba.
Un temblor leve.
Una señal.
Un eco que no pertenecía al mundo del dolor.

En las profundidades del mundo reflejado, la niña del espejo lo sintió también.
Su rostro por primera vez se torció en duda.

—¿Quién…? —murmuró.

Porque ese contacto, ese susurro que cruzó desde el mundo real al cristal, no era humano.
No era mortal.

Era algo más antiguo.
Más oscuro.

Y estaba observándola a ella.

En el salón de carne donde Camila colgaba, los espejos comenzaron a crujir.
Las paredes sangraron.
El aire se volvió inmóvil, como antes de un terremoto.

Camila abrió los ojos.

No por voluntad.
No por esperanza.
Sino porque algo se estaba acercando.

Una figura sin forma.
Un reflejo sin dueño.
Una presencia que se arrastraba entre los fragmentos de vidrio como una enfermedad viviente.

Los espejos temblaron.
El mundo de carne se quebró.
Las marionetas chillaron.
La niña del espejo retrocedió… por primera vez.

Y entonces apareció.
Él.

No tenía rostro.
Solo una silueta hecha de sombra líquida, con brazos que parecían ramas quemadas y ojos que no miraban… penetraban.

El Que Mira Desde Detrás del Cristal.
El verdadero padre del espejo.
El reflejo original.
El que nunca debió ser visto.

Y habló sin sonido.
Y su voz llegó a Camila como un huracán de susurros dentro de su cráneo.

—Ella es mía.
Tú no la convertiste. Solo la quebraste.
Ahora… la reconstruiré a mi imagen.

La niña del espejo gritó.
Un grito que no era infantil, ni humano.
Sino el chillido de una realidad desgarrándose.
Las paredes de carne comenzaron a arder.
Los espejos estallaron, liberando fragmentos de almas atrapadas.

Camila cayó.

Pero no hacia abajo.
Sino hacia adentro.

Su cuerpo fue absorbido por el reflejo de esa figura.
Y dentro de él…
Vio todo.

Vio quién era.
Qué era el espejo.
Por qué su familia fue elegida.
Y qué destino la aguardaba si seguía viva.

Y entonces, cuando abrió los ojos en la oscuridad total, escuchó la voz del hombre del abrigo negro…
del otro lado del cristal.

—Todavía puedes salir —dijo—.
Pero no regresarás como Camila.

Una pausa.

—¿Estás lista?

Camila no respondió.

Porque no había palabras.
Solo una imagen:

Ella…
con ojos sin alma, sonrisa vacía, y fuego negro saliendo de sus venas.

Fin del Segundo Acto.

TERCER ACTO

Capítulo 1: El Umbral de lo No Humano

Camila despertó.

No respiraba.
No sangraba.
Pero despertó.

Se hallaba tendida en un espacio imposible. No era un cuarto, ni una celda, ni siquiera un paisaje: era una grieta en la realidad, donde la lógica flotaba entre jirones de oscuridad y carne cristalizada.

Frente a ella, cientos de espejos flotaban en el aire. Algunos estaban rotos. Otros mostraban escenas de dolor, gritos congelados, cuerpos retorcidos que parecían pedir ayuda… o invitarla a unirse. Pero uno de esos espejos reflejaba algo más:

Ella.

Pero no la Camila rota, sangrante, derrotada.
Era otra Camila.
De pie.
Erguida.
Con ojos completamente negros.
Sin lágrimas. Sin miedo.
Sin alma… pero con poder.

Detrás de su reflejo, una silueta la observaba.
Él.
El que había entrado al mundo del espejo sin ser invitado.
El que había quebrado las reglas.

La voz volvió a ella, como un cuchillo atravesando pensamientos.

—Has muerto de todas las formas posibles, Camila.
Ahora te ofrezco algo diferente: ser el espejo.
El dolor ya no te destruirá. Serás tú quien lo provoque.

Camila no respondió.
Pero avanzó.

Cada paso la llevaba por pasillos que cambiaban de forma. El suelo se disolvía bajo sus pies, solo para reaparecer como lengua, hueso, vidrio o vacío. En las paredes, las sombras de los torturados susurraban su nombre como una oración inversa.
Un altar la esperaba al final.
Hecho con cráneos y vértebras humanas, ardía con una llama que no emitía luz, solo una sensación nauseabunda de recuerdos no vividos.

Camila cayó de rodillas.
Las manos le temblaban.
Quería gritar, pero lo que salió de su boca fue un rugido.
No era su voz.

Era algo nuevo.

Desde arriba, colgaba una figura.
Era ella misma, con una corona de espinas en llamas.
Tenía los brazos abiertos como si diera la bienvenida a su propio sacrificio.

Y entonces, los espejos comenzaron a girar.
Miles.
Millones.
Cada uno mostraba un mundo alterno donde Camila moría de una forma distinta.

—Estas son tus muertes —dijo la voz—.
—Pero también pueden ser tus armas.

Uno a uno, los espejos comenzaron a incrustarse en su cuerpo.
En el pecho. En las piernas. En los ojos.
Se convertía en reflejo.
En fragmento.
En maldición.

Y cuando el último espejo atravesó su espalda como un par de alas negras y filosas…
renació.

Ya no había carne.
Solo cristal y fuego.
Un cuerpo humano… contenido en una prisión viva, reflejando el dolor del mundo, multiplicándolo.

—Ahora —susurró la voz—, abre los ojos.

Y Camila abrió los ojos del espejo.

En el mundo real, en la casa abandonada, el hombre del abrigo negro se estremeció.

La superficie del cristal vibró.

Y por un segundo…
no fue Camila lo que vio en el reflejo.
Fue algo que lo miraba a él, con una sonrisa imposible y una sombra en los ojos que no era humana.

Él dio un paso atrás.
No por miedo…
Sino por reconocimiento.

—Así que eras tú… —dijo, apenas en un murmullo.

La figura en el espejo —Camila, o lo que había nacido de ella— alzó una mano.

Y los gritos comenzaron de nuevo.

No en el mundo del espejo.
Sino en el nuestro.

Capítulo 2: Noticia Desgarradora

El mundo real ya no era igual.

Las cosas no se movían como antes.
El aire era más espeso, más denso.
Los sonidos tenían ecos que no venían de este plano.

Camila caminaba por los pasillos de lo que parecía una casa.
O lo que quedaba de ella.
Las paredes lloraban humedad.
El suelo estaba cubierto de fotografías podridas.
Y cada espejo estaba cubierto con mantas negras… excepto uno:
el que la trajo de vuelta.

El hombre del abrigo negro estaba frente a ella.
Mirándola sin miedo.
Como si ya la hubiera visto… mucho antes de que naciera.

Camila se detuvo.

Ya no tenía el cuerpo de antes, pero sí el recuerdo.
Podía oler. Sentir. Recordar.

—¿Qué… qué pasará con ellos? —susurró, con una voz que no era del todo suya.
—¿Con mis amigos… con mis amigas… con mi hermana?

El silencio fue inmediato.
Como si todo el mundo contuviera la respiración.

El hombre bajó la mirada.
Sacó un cuaderno.
Pasó una hoja. Luego otra.

Y entonces la miró a los ojos.

—Ellos… ya están siendo observados —dijo.
—La grieta que tú abriste no se cerró. Solo cambió de dueño.

Camila retrocedió.
Sus pupilas se dilataron.
Sus labios temblaron, como si quisieran pronunciar una negación que no se atrevía a decir.

—¿Mi hermana…? —preguntó.
—¿Valeria…?

El hombre no respondió.
Solo extendió el cuaderno.
Una fotografía resbaló hasta el suelo.

Camila la recogió.

Era Valeria.
Sentada en su cama.
Mirando fijamente un espejo pequeño en su habitación.
Detrás de ella, reflejada en el cristal, una figura con los ojos vacíos y sonrisa cosida.

Camila cayó de rodillas.
El cuaderno se le escapó de las manos.
Su rostro cambió… de confusión a pánico.
De angustia a puro horror.

Gritó.
Un grito seco, hueco.
Sin lágrimas.
Sin eco.

Solo puro dolor.

Las paredes vibraron.
Los vidrios estallaron.
Los reflejos comenzaron a chorrear sangre.

Camila se llevó ambas manos al rostro, pero lo que tocó fue vidrio caliente, fundido con su piel.
Sus uñas arrancaron astillas de su propia carne, pero no se detuvo.

—¡NO! ¡NO! ¡NOOO! —gritó, la voz quebrada entre humana y monstruosa.

El hombre del abrigo dio un paso atrás.

—Si no la sacamos pronto… —dijo—, será ella la próxima niña del espejo.
—Y no será como tú. Ella no resistirá. Ella… obedecerá.

Camila alzó la mirada.
Sus ojos se encendieron con una luz negra, más allá del fuego.

Ahora ya no suplicaba.

Ahora decidía.

—Llévame —dijo—.
—Muéstrame cómo llegar a ella…
antes de que deje de ser mi hermana.

Capítulo 3: Los Gritos que Nadie Oye

El camino que seguía Camila ya no tenía lógica.
El espacio se abría y cerraba como una herida.
Las paredes eran de vidrio cubierto de piel.
El techo, un cielo negro con ojos abiertos.

Ella avanzaba.

Cada paso la hacía más pesada. No por el cuerpo, sino por la carga: los gritos que escuchaba en su mente. No eran pensamientos. No eran recuerdos.
Eran voces vivas.

“Camila…”
“No me dejes aquí…”
“¡Nos está mirando!”
“Duele… por favor… ¡¡duele tanto!!”
“No hay salida. No hay muerte. Solo repetición.”

Ella se tapó los oídos.

No sirvió.
Los gritos no venían de fuera.
Vivían dentro de ella.

Los espejos colgados del pasillo vibraban al paso de su sombra. En cada uno, los rostros de sus amigas y amigos parpadeaban entre tormento y confusión.

Javi er lloraba con los ojos arrancados, su cuerpo colgado como una marioneta de nervios.
Marcos estaba atrapado en un lazo infinito, su cuerpo quemándose, curándose, y quemándose otra vez.
Laura solo susurraba, con la lengua cosida a su garganta, y la cabeza inclinada como si esperara un perdón que no llegaría.

Camila cayó de rodillas.

—¡Basta…! —gritó— ¡¡¡¡BASTAAAA!!!

Una oleada de reflejos estalló a su alrededor.
Las astillas del espejo se clavaron en sus brazos, en su cara.
No sangraba.
No gritaba.
Pero temblaba como una niña perdida, como si aún pudiera llorar.

De entre las sombras, surgió la silueta de una figura encapuchada.
No era el hombre del abrigo.
Era otro.

Más alto. Más delgado.
Con el rostro cubierto de vendas empapadas en sangre.

—Camila… —dijo con voz distorsionada— ¿De verdad creías que tus decisiones no tendrían precio?

Ella lo miró.

Sus ojos reflejaban más que dolor.
Reflejaban vacío.

—¡Devuélvemelos! —gritó— ¡No tienen por qué pagar por mí!

El hombre no respondió. Caminó hacia uno de los espejos. Colocó una mano larga y delgada sobre el vidrio.

—Escucha…

El cristal vibró.
Y entonces se oyó.

Los gritos.
Los gritos reales.
Desde algún lugar profundo.

Camila escuchó la voz de Valeria, rota, suplicando.

—Camila… Camila… por favor… no dejes que me tomen también…

La imagen en el espejo cambió.

Ahora era la casa.
La misma habitación donde jugaban de niñas.
Y en el centro, Valeria estaba de pie.
Pálida.
Tiritando.
Y detrás de ella… un espejo abierto como una boca de vidrio y carne, goteando sangre fresca al suelo.

—Ella ya está al borde —dijo el hombre vendado—.
—Si cruza… no vuelve.

Camila dio un paso adelante.
Pero sus pies estaban clavados al suelo.
Literalmente.
Raíces negras salían de sus talones, anclándola a la tierra de ese mundo maldito.

—¿¡Qué me haces!? —gritó.

—Nada. Es lo que tú misma decidiste —susurró el hombre—.
—Cada vez que entraste.
—Cada vez que elegiste seguir.
—Cada vez que gritaste por alguien… y nadie escuchó.
Ahora eres parte del eco.
Y los ecos no se salvan. Los ecos atrapan.

Camila alzó la cabeza.
El dolor le ardía en los ojos, pero lo ignoró.

—¡Valeria no! ¡¡NO ELLA!! —rugió.

Y entonces, ocurrió.

Todos los espejos de la sala se encendieron.

Una luz negra los devoró uno a uno.
Y en cada reflejo, las versiones mutiladas de sus amigos empezaron a moverse.

La boca sin lengua de Paula gritó por primera vez.
Los ojos arrancados de Luciana lloraron sangre.
Mateo dejó de quemarse… y comenzó a caminar hacia Camila.

Ellos la miraban.

No con odio.

Con hambre.

“Tú nos trajiste aquí…”
“Tu miedo nos ató…”
“Tu dolor… fue nuestra puerta…”

Camila gritó.
El mundo se quebró.

Y en medio de todo, solo una cosa quedó clara:
los gritos que escuchaba ya no eran visiones.

Eran reales.

Y lo peor…
es que nadie más los oía, decepcionada y con miedo entro en un transe de profundo sueño causado y provocado el cansancio, traumas, temor y miedo.

Capítulo 4: Ecos de Carne y Cristal

Camila despertó.
Pero no en su cuerpo.
Despertó en su reflejo.
Y su reflejo estaba lleno de cicatrices que no recordaba.

El mundo a su alrededor era un laberinto de espejos rotos, con marcos oxidados y bordes filosos como cuchillas.
Cada pared era un reflejo distorsionado de sus decisiones.
Cada paso hacía eco en un vacío que no parecía tener fondo.
Los cristales murmuraban.
La carne hablaba.

Y los nombres que salían una y otra vez… eran conocidos.

«Laura…»
«Javier…»
«Marcos…»

Camila se giró bruscamente.
Una sombra pasó detrás de ella, pero no había nadie.
Solo su propio reflejo… llorando.

Las paredes comenzaron a sangrar.
No era ilusión.
Era sangre espesa, caliente, que manchaba los espejos como lágrimas negras.
Los cristales temblaban al contacto, como si fueran piel viva.

“¿Dónde están?”
“¿Están vivos…?”

La pregunta se le quedó en la boca.

Una luz parpadeó.
Uno de los espejos comenzó a zumbar, como si algo golpeara desde el otro lado.
Camila se acercó con cuidado.
En su interior, vio una escena:

Laura.
Tendida en un suelo frío, sus brazos extendidos.
Su piel parecía cubierta de cortes rituales, abiertos lentamente con algo que no era humano.
No gritaba.
Pero su boca estaba abierta como si quisiera hacerlo.
Y de ella salían solo ecos.

—¡Laura! —Camila golpeó el espejo.
—¡Mírame! ¡Estoy aquí!

Laura no reaccionó.

Pero algo detrás de ella sí lo hizo.

Una criatura delgada, sin ojos, con dedos excesivamente largos, giró su cabeza.
Y la vio a través del espejo.

Camila retrocedió con el alma congelada.
El cristal se quebró un poco.
Pero la criatura no avanzó.

Todavía no.

Siguiente espejo.
Siguiente infierno.

Javier.
Colgado de cables que descendían desde el techo como venas.
Su espalda estaba desgarrada, como si hubieran tratado de arrancarle algo…
algo que aún estaba vivo dentro de él.

Sus ojos estaban abiertos.
Pero no lloraban.
Solo se sacudía lentamente, murmurando cosas en un idioma que Camila no reconocía.

Uno de los cables entraba por su boca.
Y cada vez que hablaba, el cristal vibraba.

—Camila…
—¿Por qué no viniste antes?

Camila cayó de rodillas.
No podía respirar.

Y luego vino el tercero.

Marcos.
No estaba atado.
No estaba herido.
Estaba de pie, sonriendo.

—¿Marcos? —susurró ella— ¿Tú estás bien?

Pero entonces notó algo.

Su reflejo no lo mostraba.

Marcos no tenía reflejo.

—Camila… —dijo con una voz suave, quebrada, casi amable—
—Te estaba esperando.

Y sin aviso, levantó un cuchillo de cristal negro.
Y se lo clavó en el pecho.

Camila gritó.
Pero el espejo no se rompió.
El eco de su grito viajó por los otros cristales.
Y todos empezaron a responder.

Gritos.
Llantos.
Risas.
Suplicas.
Y algo más:
el sonido de carne al ser cortada.

Camila temblaba.
Sus uñas se clavaban en su piel.
Las lágrimas no caían: se evaporaban en el aire espeso y caliente.

“¿Cuántas veces puedes ver morir a los que amas…
…antes de dejar de ser tú misma?”

La voz venía del techo.
Del suelo.
De dentro de su mente.

Los espejos comenzaron a girar a su alrededor como un carrusel.
Reflejos.
Sangre.
Cuerpos.
Gritos.
Y ella.

Ella misma.
Distorsionada.
Desnuda.
Cicatrizada.
Sonriendo.

—Pronto serás parte de nosotros —susurró su reflejo—.
—No estás salvando a nadie.
—Solo estás viendo cómo mueren… una y otra vez.

Camila cayó.

No por debilidad.

Por desesperación.

Y en medio de ese mar de reflejos sangrientos, entendió:

El dolor era el único lenguaje que quedaba.
Y ella ya lo hablaba con fluidez.

Capítulo 5: El Cuarto que Respira

Camila abrió los ojos.
El aire estaba denso, pesado, caliente.
No estaba sola.
Pero no podía ver a nadie.

El suelo bajo sus pies parecía de mármol, pero al mirarlo detenidamente…
respiraba.
Se expandía y se contraía como un pecho agónico, jadeando en silencio.

Las paredes estaban cubiertas de espejos opacos, manchados de algo que parecía sangre seca mezclada con polvo de hueso.
Cada vez que ella caminaba, el eco de su paso era seguido por otro, medio segundo después. Como si alguien invisible la imitara…
o la acechara.

—Valeria… —murmuró, con la voz quebrada.

El último reflejo que había visto de su hermana era devastador: los ojos de Valeria ya no brillaban, ya no lloraban.
Solo estaban abiertos.
Vivos por fuera, pero muertos por dentro.

Camila caminó hacia una puerta al final del pasillo.
No tenía picaporte.
Solo una mancha oscura en el centro, como una huella de mano empapada en sangre.
Colocó su mano encima.
El metal se calentó, quemándola.

Y entonces la puerta respiró.
Y se abrió.

Dentro, el aire era rojo.
Rojo como si la luz viniera desde una herida.

Allí, en el centro del cuarto, una figura estaba de pie.

Valeria.

Vestía el uniforme ensangrentado del colegio.
Sus brazos colgaban a los lados, inertes.
Sus ojos estaban clavados en el vacío.
Y su piel… tenía grietas, como si el cuerpo estuviera a punto de romperse desde dentro.

—Valeria… soy yo… soy Camila…

Valeria no reaccionó.

—¿Te acuerdas de cuando jugábamos a escondernos en el armario?
—¿Te acuerdas de mamá?
—Por favor… dime algo…

Un paso detrás de ella.
Camila giró con violencia.

Él.

El hombre del abrigo. El que la había salvado antes.
Su rostro aún estaba cubierto por vendas.
Pero esta vez, sangraban.

—¿Qué le hiciste? —Camila gritó.

Él no respondió al principio.
Solo observó a Valeria.
Y luego a Camila.

—La estás perdiendo —dijo con voz áspera—.
—Y tú sigues caminando… como si pudieras salvarla.

Camila dio un paso hacia él.

—¡Sácala de aquí!

El hombre inclinó ligeramente la cabeza.

—Tú abriste la puerta, Camila.
—Tú gritaste primero.
—Los espejos no buscan inocentes… buscan grietas.
Y tú… estabas llena de ellas.

Valeria tembló.
Y entonces habló.
Con voz hueca. Vacía.

—Camila… ¿por qué me dejaste sola?

La pregunta fue una daga directa al pecho.
Camila cayó de rodillas.

—No lo hice… yo… yo volví por ti…

Valeria levantó la cabeza.
Y sus ojos ya no eran suyos.
Eran como pozos sin fondo, negros, infinitos.
Y sonreía.

Detrás de ella, las paredes comenzaron a latir.
Los espejos se derretían, formando figuras humanas que parecían emerger lentamente… sin carne.
Solo hueso.
Y ojos que lloraban sangre.

El hombre vendado habló de nuevo.

—Este cuarto respira porque fue hecho de vidas robadas.
Cada suspiro que oyes…
es el último de alguien.

Camila alzó la mirada.

Valeria comenzó a caminar hacia ella.
Sus dedos se alargaban como cuchillas, su sonrisa se abría más de lo que una boca humana podría.

—Valeria… ¡detente!

Pero no era Valeria.

El cuerpo era suyo.
Pero lo que había dentro… era otra cosa.

La criatura gritó.
Un sonido que rompió el aire.
Y las figuras en los espejos salieron.

Camila cerró los ojos.

Esperó el dolor.
La muerte.
La locura.

Pero una mano la jaló hacia atrás.

¡El hombre la había agarrado!

La sacó del cuarto justo antes de que las criaturas la alcanzaran.
Y cuando cruzaron la puerta, esta se cerró sola… y desapareció.

Camila cayó al suelo, jadeando.

—¿¡Qué es esto!?
—¿¡Quién eres tú!?
—¿¡Qué le pasa a mi hermana!?

El hombre se inclinó.
Su voz tembló por primera vez.

—Tu hermana… aún está viva ahí dentro.
—Pero si cruzas de nuevo…
no saldrás igual.

Camila lo miró con lágrimas en los ojos, la cara cubierta de polvo rojo y sangre.

—Entonces enséñame a sobrevivir.
O ayúdame a destruirlo todo.

Él la observó en silencio.
Y dijo:

—A veces… para salvar a alguien…
primero tienes que morir con ellos.

Camila cerró los ojos.
Y por primera vez desde que esto comenzó, dejó de temblar.

Capítulo 6: El Rostro que Llevaba el Mío

Camila caminaba detrás del hombre sin nombre.
El pasillo se estiraba como si se burlara del tiempo.
Las paredes ya no eran solo espejos.
Eran retratos distorsionados.
Cada uno… con su rostro.
Pero no como era ahora.

Eran versiones de sí misma que jamás vivió.

En uno, Camila sonreía con una felicidad imposible, abrazando a sus amigos —Laura, Javier y Marcos—, todos vivos, todos riendo.
En otro, estaba embarazada, con un hombre sin rostro a su lado, en una sala llena de luz.
Y en el siguiente, estaba cubierta de sangre, con un cuchillo en la mano… y Valeria a sus pies.

Camila apretó los dientes.

—¿Qué es esto?

El hombre vendado caminaba sin mirar los espejos.

—Las vidas que no tuviste…
…y las que aún podrías tener si cedes.

—¿Ceder a qué?

—Al reflejo.

Una carcajada infantil retumbó por el corredor.
Una voz idéntica a la de Camila cuando tenía seis años, susurró desde la pared:

“Todos los espejos quieren que vuelvas.
Solo falta una grieta más…”

Camila se tapó los oídos.
Pero la voz estaba dentro de ella.
Arañando su cráneo.
Gritando cosas que nunca dijo… pero que siempre pensó.

“Los dejaste morir.”
“Tú le abriste la puerta.”
“Tú trajiste el espejo.”

De pronto, se detuvieron.

Frente a ellos, una sala de mármol rojo.
En el centro, una silla giratoria.
Y sentada en ella, otra Camila.

Vestía el mismo uniforme que ella.
Tenía los mismos cortes en los brazos.
Los mismos ojos.

Pero su sonrisa…
no era humana.

—Hola —dijo la doble—. ¿Me extrañaste?

Camila retrocedió.
El hombre vendado no se movió.
Solo la observaba, como si esperara que ella decidiera.

—¿Qué es esto? —preguntó Camila.

La doble se puso de pie.

—Soy lo que queda cuando te rindes.
—Soy lo que tú escondiste.
—Soy la versión tuya que disfruta esto.

La sala tembló.
Las paredes sangraban.
Y una por una, las otras Camilas salieron de los espejos.

Una con los ojos arrancados.
Otra sin mandíbula.
Otra llorando cristales rotos.

Camila gritó, pero no de miedo.

De rabia.

—¡No soy ustedes!
—¡Yo vine por mi hermana!

La doble sonrió.

—¿Tu hermana?
¿La que ya te olvidó?
¿La que ahora grita por mí?

La sala desapareció.

Todo se volvió negro.
Solo quedaban Camila y Valeria.
Esta vez, de pequeñas.

Jugaban juntas.
Se reían.

Pero de pronto, Camila adulta notó que su versión infantil comenzaba a pudrirse.
Su piel se caía como papel mojado.
Y Valeria reía.
Reía como un eco demoníaco, sus dientes alargados, negros.

—Nunca me protegiste —dijo—.
—Siempre corrías.
—Siempre gritabas.

Camila cayó de rodillas, llorando.

El hombre vendado apareció otra vez, caminando entre la oscuridad como si nada lo tocara.

—¿Quieres verla viva? —preguntó.

Camila asintió.

—Entonces muere aquí.
Muere por ella.

Sin previo aviso, el hombre sacó un espejo pequeño.
En su reflejo, Camila no se veía.

Pero Valeria sí.

Atrapada. Gritando.

—Dámelo —dijo Camila—. ¡Dámelo!

—Tócalo —ordenó él—.
Y deja atrás lo que queda de ti.

Ella extendió la mano.
Y cuando tocó el cristal…
el mundo explotó.

Gritos.
Fuego.
Cristales volando.
El suelo se abrió como una herida profunda.
Camila cayó.
Cayó por horas.
O días.
O siglos.

Y al final…

Despertó.

En un cuarto blanco.
Todo era pulcro, clínico.
Un hospital.

Y sentada junto a su cama…

Valeria.

Pero no tenía cicatrices.
No tenía los ojos vacíos.
Sonreía.
Lloraba.

—¡Estás bien! —gritó Camila, incorporándose.

Valeria la abrazó.

—¿De qué hablas, Cami?
—Solo fue un accidente en el colegio.
—Estás aquí desde hace días. Dijeron que fue una caída.

Camila tembló.

Miró al espejo del cuarto.

Estaba limpio.

Se acercó lentamente.

Y cuando se vio…

no era su reflejo.

Era su rostro.
Pero con otra sonrisa.

Una sonrisa que no era suya.

FIN DEL CAPÍTULO.

Capítulo 7: Donde la Realidad Se Rompe

El hospital tenía olor a limpieza…
pero debajo de eso, había sangre.

Camila lo supo al despertar por segunda vez.

La habitación estaba igual: blanca, ordenada, con una luz fluorescente parpadeando sobre su cama.
Valeria dormía en la silla junto a ella.
Pero su rostro…
su respiración…
no eran los de una persona que duerme.

Era como si la imitara.

Camila se sentó lentamente.

Las sábanas estaban frías.
Demasiado frías.
Y húmedas.

Cuando retiró la manta…
había huellas.
Como si alguien se hubiese acostado a su lado… minutos antes.

—Esto no es real… —susurró.

Se levantó.
Pisó descalza el suelo de baldosas.
Y cuando miró hacia el espejo del baño, ya sabía que no debía hacerlo.

Pero lo hizo.

Lo que vio no era ella.

No por completo.

El reflejo la miraba… pero parpadeaba con un segundo de retraso.
Y su boca… sonreía, aunque ella no lo hacía.

—¿Quieres saber la verdad? —dijo el reflejo.

Camila retrocedió.

—No…

El reflejo sonrió más.

—Ya no importa. Estás dentro.
—Valeria nunca salió.
—Tú tampoco.

Camila tembló.
Gritó.
Y corrió.

Al abrir la puerta del hospital…
no había pasillo.
Solo un corredor de espejos.

Ella había vuelto.
O quizá nunca se fue.

Valeria seguía dormida… pero ya no estaba en la silla.
Estaba reflejada en cada cristal.
Y en cada uno, moría de una forma distinta.

En uno, ahogada.
En otro, con los ojos arrancados.
En otro más, clavada viva a una cruz invertida de cristal.

Camila cayó de rodillas.

—¡Basta!

Los espejos temblaron.
Y uno se rompió.

Del otro lado, apareció el hombre vendado.
Esta vez, sangrando por todos los poros.
Las vendas ya no lo ocultaban del todo.

—¿Por qué no me dejaste morir? —le gritó Camila.

Él no respondió.
Solo se acercó.

—Porque aún no eres tú.
—Y ella tampoco.

Camila levantó la vista.

—¿Ella?

Él señaló un espejo roto.

Dentro… una figura se movía.
No era Valeria.
No era Camila.
Pero tenía partes de ambas.

Un cuerpo infantil, con la sonrisa de Camila, los ojos de Valeria, y una piel cosida con marcas.
Se arrastraba.
Suplicaba.
Y reía.

El hombre habló con voz de trueno:

—Ella es lo que queda cuando los fragmentos se rompen mal.
—No es tu hermana.
—No eres tú.
—Es lo que los espejos crearon con tus miedos.

Camila temblaba.

—¿Qué debo hacer?

Él le entregó un espejo más pequeño.
Negro.
Sin reflejo.

—Rómpelo desde dentro.

—¿Y si no salgo?

—Entonces… al menos no traerás nada contigo.

Camila respiró hondo.
Y entró.

Cruzó el espejo.

Y esta vez, no había suelo.
Solo un mar negro lleno de voces.
Gritos.
Nombres.

Los de sus amigos.
Laura, Javier, Marcos.
Sus muertes repetidas una y otra vez.

Y en el centro del mar…

Valeria.

Atada.
Hundida hasta el cuello en carne.
Sus ojos en blanco.
Su boca abierta en un grito eterno.

Camila nadó.
Sangró.
Se rompió.

Al llegar, intentó sacarla.

—¡Valeria! ¡Soy yo! ¡No estás sola!

Los tentáculos hechos de cristal comenzaron a subir.
Cortaban.
Desgarraban.
Rasgaban sus piernas, sus brazos, su pecho.

Pero Camila no soltó.

Y entonces… Valeria parpadeó.

Por un segundo.

Un solo segundo.

Y el mundo colapsó.

Un grito tan fuerte que quebró todos los espejos.

La realidad se rompió.

Y Camila…
despertó.

En un bosque.

De noche.

Sola.

Con las manos llenas de sangre.
Y a su lado… una niña.

De pie.

Mirándola.

No era Valeria.
Pero tenía su cara.

—¿Camila? —dijo la niña.

Camila la miró fijamente.
Sin moverse.

—¿Eres tú?

Y la niña respondió con una sonrisa…

idéntica a la del reflejo.

FIN DEL CAPÍTULO.

Capítulo 8: Aquello que Despierta Entre Grietas

El bosque no sonaba como un bosque.

No había grillos.
No había viento.
No había vida.

Solo un silencio espeso, casi líquido.
Y en medio de él, Camila, de pie, mirando a la niña frente a ella.

La niña tenía los mismos ojos que Valeria.
La misma forma de cabeza, el mismo lunar en la ceja.
Pero algo en su mirada…
no era humano.

Camila respiró hondo.
Su pecho subía con dificultad.
El aire era denso, como si aspirara el polvo de los espejos rotos que había dejado atrás.

—¿Valeria? —susurró, con la voz entrecortada.

La niña sonrió.

Pero no respondió.

Solo extendió la mano.

Camila la observó… sin moverse.

Sus dedos eran pequeños, frágiles… pero las uñas estaban negras, podridas.
Y su piel… tenía grietas. Como porcelana cuarteada.
Por una de ellas, salía sangre.

Camila no la tocó.

En cambio, dio un paso atrás.

La niña inclinó la cabeza.
Su cuello crujió con un sonido seco, quebrado.

—¿No me quieres? —dijo la niña, con la voz exacta de Valeria a los seis años.

Camila se cubrió la boca.

—No… tú no eres ella.

—¿No soy?
—¿Entonces quién me trajo aquí?

La niña se rió.
Fue una risa suave… y luego se convirtió en un chillido metálico, distorsionado.

Del suelo comenzaron a brotar espejos deformes como flores de vidrio.
Y en cada uno de ellos, Camila se reflejaba…
pero en cada reflejo, hacía cosas distintas.

En uno: se arrancaba los ojos.
En otro: acuchillaba a sus amigos.
En otro más: caminaba sobre cadáveres mientras reía.

—¿Qué es esto? —preguntó, temblando.

La niña se acercó.

—Esto es lo que eres.
—Ya no sabes cuál versión es real, Camila.
—¿Y sabes por qué?

La niña se detuvo justo frente a ella, tan cerca que podía oler su aliento.
Olía a óxido. A carne vieja. A encierro.

—Porque cuando gritaste por primera vez…
yo nací dentro de ti.

Los ojos de Camila se abrieron de par en par.
Su corazón latía tan fuerte que apenas podía escuchar sus propios pensamientos.

—¿Qué… eres?

La niña le sonrió.

—Soy lo que quedó de ti cuando la puerta del espejo se abrió.
—Soy la parte que no pudiste salvar.
—Soy el espejo que ya no necesita cristal.

De pronto, Camila sintió un ardor en su estómago.
Una presión interna, como si algo se moviera en su vientre.

Cayó de rodillas.
Gritó.
Las venas de sus brazos se hincharon, visibles, negras.

La niña la rodeó lentamente, como un depredador.

—Lo sientes, ¿verdad?
—Está despertando.

Camila se retorcía en el suelo, jadeando.

—¿Qué… qué está pasando?

La niña se arrodilló frente a ella, puso una mano sobre su pecho.

Y Camila vio.
Vio dentro.

Vio un útero lleno de cristal.
Vio trozos de carne moviéndose.
Vio un ojo —un solo ojo— flotando entre sangre espesa…
y ese ojo la miró desde dentro.

—Eso que dejaste pasar… ahora vive en ti —susurró la niña—.
Y va a nacer.
Aunque tú mueras.

Camila gritó.
Un grito roto, desesperado, como si su alma se desgarrara desde la garganta.

Todo se volvió blanco.
El bosque se deshizo en fragmentos.
Como si nunca hubiera existido.

Y entonces… despertó otra vez.

Pero esta vez…
en un sótano.

Gris.
Húmedo.
Con una única lámpara oscilando sobre su cabeza.

Sus manos estaban atadas.
Sus pies desnudos tocaban el concreto frío.

Y frente a ella…

Valeria.

No una niña.
No un reflejo.

Valeria.
Joven. Viva.
Pero con los ojos apagados.
Como si su alma no estuviera allí.

—Valeria… —susurró Camila.

Valeria no respondió.

Solo la miró.

Y luego, desde una esquina, apareció él.

El hombre vendado.
Pero ahora, sin vendas.
Su rostro era un collage de rostros.
Trozos de muchos.
Bocas que no se cerraban.
Ojos que lloraban sin lágrimas.

—No puedes escapar de lo que has incubado —dijo con voz de muchos.

—¿Incubado?

El hombre se acercó.

—Tú no cruzaste el espejo.
—El espejo cruzó por ti.

Y desde el pecho de Camila…
un bulto comenzó a crecer.

Ella gritó.
Sus costillas se abrieron por dentro.
La piel se estiró como cuero húmedo.

Y entonces… algo rasgó la carne desde adentro.
Un brazo.
Pequeño.
Blanco.
Cubierto de grietas.

El brazo de la niña.

Camila gritó.
Y gritó.
Y gritó.

Pero esta vez, no se escuchó nada.

Solo el silencio…
y un susurro desde su garganta:

“Ya no eres tú.
Ahora somos nosotras.”

Capítulo 9: El Nacimiento del Reflejo

Camila ya no gritaba.
No porque no quisiera…
sino porque su garganta se había desgarrado.

El dolor no era humano.
No era físico solamente.
Era interno, existencial, imposible de contener.
Su cuerpo había dejado de ser suyo.

El bulto en su pecho latía por sí solo.
Un latido ajeno.
Invasor.
Una vida nacida de la carne, el odio y el espejo.

El hombre sin rostro
observaba desde las sombras.
Ya no hablaba.
Ya no guiaba.
Solo presenciaba el final.
O el principio.

Camila apenas podía respirar.

Sus costillas estaban expuestas.
Abiertas como las alas de un ave mutilada.
De entre ellas, emergía el torso de la niña-reflejo.
Su piel estaba cubierta de vidrio roto, pero no sangraba.

Tenía los ojos de Camila y la boca de Valeria…
pero sonreía con todos los dientes…
como si nunca hubiera aprendido a dejar de sonreír.

Camila, entre espasmos, logró susurrar:

—¿Qué eres…?

La niña la miró.

—Soy tu error.
—Tu miedo.
—Tu otro yo.
—La parte que no quisiste mirar.

Del vientre desgarrado de Camila, el resto del cuerpo emergió.
Cayó al suelo, de pie, perfecto.
La criatura no lloró.
No gimió.
Rió.

Y al hacerlo… las paredes del sótano comenzaron a temblar.

Las grietas se abrieron como bocas.
De ellas, salían voces.
Gritos antiguos.
Los mismos que escuchó Camila en el hospital.
Los que pertenecían a Laura.
A Javier.
A Marcos.

Y a muchos más.

Los que el espejo se había comido.

La criatura —el reflejo vivo— giró sobre sí misma, encantada.
Jugaba con los sonidos del dolor.
Los coreaba.
Los alimentaba.

Valeria seguía en un rincón.
Paralizada.
Sus ojos aún no mostraban alma.
Pero entonces… una lágrima rodó.

Camila lo vio.

Apenas consciente.
Apenas viva.

—Valeria… —susurró—. Por favor…

La niña-reflejo giró.
La sonrisa se deshizo un segundo.
Sus ojos se endurecieron.

—Ella no te pertenece ya.

Camila, en un intento desesperado, arrastró su cuerpo hacia Valeria.
Dejó un rastro de sangre.
El suelo chirriaba con cada movimiento de su carne abierta.

La criatura se acercó con pasos ligeros, casi flotando.

—¿Quieres volver a ser humana?
—¿A qué precio?

Camila alzó la mirada.

—Lo que quieras… pero déjala ir.

El hombre sin rostro habló por primera vez en mucho tiempo:

—Ten cuidado con lo que ofreces, Camila.
—A veces, el precio…
es ser el espejo.

La criatura se detuvo.

—¿Quieres cambiar lugares? —preguntó, con voz inocente.

—Sí —dijo Camila, sin dudar—.
Solo… sálvala.

La niña asintió.

Y entonces, Camila gritó.

No de dolor físico.
No esta vez.

Gritó porque sintió su mente vaciarse.

Sus recuerdos:
su infancia, su primer beso, el abrazo de Valeria…

Todo comenzó a deshacerse.

Como si fueran hojas quemadas por dentro.

Su rostro se partió en silencio.
Su piel se endureció.
Sus ojos se opacaron.

Y frente a ella…

Valeria cayó al suelo.
Desnuda.
Despierta.

Llena de alma.

Miró a Camila.
Y la reconoció.

—¡Camila!

Pero Camila ya no estaba.

En su lugar…
una figura de vidrio, sin boca, sin rostro, pero con su cuerpo…
se alzaba.

La criatura a su lado sonrió.

—Ahora sí estamos completas.

Y ambas desaparecieron.

Dentro del espejo.

Valeria gritó.
Golpeó el suelo.
Se arrastró hacia el marco donde se habían ido.

Pero no había reflejo.
No había grietas.
Solo vacío.

Y en ese momento…
el hombre sin rostro le habló.

—El espejo las eligió.
—Una por amor.
—La otra por miedo.
—Y tú…
…eres la única que queda.

Valeria alzó la vista.
La lámpara oscilaba.
Las sombras la cubrían.

Y en la esquina más oscura del sótano…
una nueva grieta comenzaba a abrirse.

FIN DEL CAPÍTULO.

Capítulo 10: La Heredera del Reflejo

El frío ya no era un síntoma del clima.
Era parte del aire mismo.
Penetraba por los poros, se aferraba a los huesos, hablaba en susurros a través de las grietas en las paredes.

Valeria estaba sola.

Las luces del sótano parpadeaban.
El marco del espejo seguía ahí…
pero el cristal había desaparecido.
Solo quedaba una abertura vacía, silenciosa.

Sus piernas temblaban.
El suelo debajo de sus pies estaba teñido con sangre seca y carne petrificada.

A lo lejos, un reloj marcó la medianoche.

—Camila… —susurró.

Pero no hubo respuesta.

Valeria no sabía cuánto tiempo había pasado desde que su hermana se ofreció.
No sabía si lo que vio fue real, si aquella niña de carne y vidrio era solo un sueño dentro de una pesadilla interminable.

Solo sabía una cosa:

Ya no podía escapar.

Se puso de pie, aún tambaleante.
Su cuerpo dolía, pero su alma pesaba aún más.

Del espejo roto, algo comenzó a fluir.
Un líquido oscuro, espeso, sin reflejo.

No era sangre.
No era agua.
Era olvido.

El hombre sin rostro apareció detrás de ella.
Su sombra se proyectó contra el muro como un espectro de múltiples bocas.

—Tu hermana… eligió el reflejo —dijo con voz quebrada—.
Y ahora tú…
debes elegir el silencio.

Valeria lo enfrentó.
Sus ojos, hinchados por el llanto, no titubeaban.

—No.
No voy a quedarme en silencio.
Voy a buscarla.

El hombre ladeó la cabeza.

—El precio será tu rostro.
—Tu alma será reflejada hasta quebrarse.
—¿Estás dispuesta?

Valeria apretó los puños.
Las uñas se clavaron en su piel.

—Sí.

El suelo tembló.
Las paredes comenzaron a latir.
Sí, a latir.

Era como si el edificio entero estuviera hecho de carne viva.

El espejo…
comenzó a reconstruirse.

Pedazos de cristal se alzaban desde el suelo, flotaban en el aire, uniendo sus bordes con venas de luz negra.

Y entonces, apareció una figura en el centro del espejo.

Camila.

Pero ya no era completamente humana.

Su cuerpo tenía cortes profundos, eternamente abiertos.
De sus ojos caían lágrimas de vidrio líquido.
Y su voz, cuando habló, salió de todos los espejos a la vez.

—No entres, Valeria.
—Aquí no hay salvación.
—Aquí… el tiempo sangra.

Valeria dio un paso adelante.

—Te lo prometí.

Camila extendió una mano.

Pero antes de que pudiera tocarla…

El espejo se volvió humo.

El marco estalló en mil fragmentos.
Y una carcajada…
la de la niña-reflejo,
llena de dientes, vacía de compasión,
retumbó por las paredes vivas.

El hombre sin rostro comenzó a deshacerse.
Su cuerpo se descomponía en palabras sueltas:
«ecodolorruinamadrereflejo…«

Valeria cayó de rodillas.
Sola.

El sótano quedó en silencio otra vez.
No quedaba nada.
Ni puerta.
Ni espejo.
Ni camino.

Solo un corazón latiendo en la oscuridad.

El suyo.

Entonces, escuchó un sonido.

Un llanto.

Pero no era de Camila.
Ni de la niña.
Era más pequeño.

Más humano.

En una esquina del sótano…
entre huesos y restos de espejos,
algo se movía.

Un bebé.

Pero no uno común.
Tenía ojos sin iris.
Y sus manos…
eran completamente negras.

Valeria se acercó, temblando.

El bebé la miró.
Sonrió.

Y en su voz, que no era suya sino la de muchas:

—¿Me vas a criar, mamá?

FIN DEL TERCER ACTO

Acto Final: La Última Grieta del Espejo

Capítulo 1: A Través de la Carne y el Cristal

El sótano ya no era el mismo.

Valeria lo sabía.
No porque hubiera cambiado físicamente, sino porque ya no estaba en su mundo.

Desde que el espejo colapsó y el bebé habló, algo en su interior se quebró.
Una puerta se abrió.
Una grieta se expandió en su alma, y ahora, todo lo que sentía…
dolor, rabia, miedo…
estaba vivo.

Sostenía al bebé entre sus brazos.

No lloraba.
Solo la miraba.
Y con cada mirada, Valeria veía retazos de su hermana, de la niña-reflejo, del hombre sin rostro.
Era como si lo imposible hubiera tomado forma.

—¿Quién eres? —susurró, su voz temblorosa.

El bebé sonrió.
Y de su boca no salió llanto.

Salieron voces.

—Soy todas las decisiones que no tomaste.
—Soy el eco del dolor que negaste.
—Soy lo que tu hermana dejó atrás.

El suelo se abrió bajo sus pies.
Literalmente.

Una grieta, negra como un pozo sin fondo, la tragó con fuerza.
Cayó.

Pero no hacia abajo.
Cayó hacia adentro.

Al despertar, estaba atrapada entre espejos.

Un pasillo infinito.
A cada lado, miles de reflejos de ella misma.
Pero en cada uno…
una versión distinta:
—Una donde lloraba.
—Una donde reía histéricamente.
—Una desfigurada.
—Una sin rostro.

Y una…
donde estaba crucificada sobre un muro de cristal, desollada, pero aún viva.

—No —susurró Valeria, temblando.

De repente, uno de los espejos estalló.
Y una figura salió arrastrándose.

Era Laura.
Su rostro estaba medio derretido, con vidrios incrustados en la boca.

—Valeria… no entres más…
—No la sigas…

Valeria se arrodilló a su lado, llorando.

—¡Laura! ¿Dónde está Camila? ¿Dónde están Javier y Marcos?

Laura vomitó sangre negra.
Y en un susurro lleno de horror:

—Son parte del reflejo ahora.
—Ella… los está reescribiendo.
—No queda tiempo.

Antes de que pudiera responder, Laura fue arrastrada hacia adentro por unos brazos hechos de sombras.
Los espejos comenzaron a romperse uno por uno.
Cada grieta, una puerta a la tortura.

Valeria corrió.
Pero no podía evitar ver.

En uno de ellos, vio a Marcos
siendo colgado boca abajo, mientras una versión espectral de Camila le susurraba al oído:
—¿Recuerdas cuando te reíste de mi miedo?

Y lo destripaba lentamente.

En otro, Javier
era sumergido en un espejo líquido hirviente, con sus pulmones colapsando en silencio.

En otro, Camila misma era la verdugo.
Y cada corte que daba, lloraba.

Valeria gritó.
Pero no salía sonido.
Su voz también era prisionera.

Finalmente, llegó al final del pasillo.

Un trono de huesos y cristales la esperaba.
Y en él…
la niña-reflejo, convertida ya en una mujer deformada por el poder del dolor.

Su rostro era una mezcla de Camila, Valeria y todas sus víctimas.
Su voz, un coro.

—Te estaba esperando.

Valeria cayó de rodillas.

—Devuélveme a mi hermana.
—Tómame a mí.

La criatura se levantó.

—¿Estás dispuesta a sufrir?
—¿A perder tu forma, tu nombre, tu esencia?
—¿A arder en todos los reflejos?

Valeria, sin dudarlo, alzó la vista con lágrimas:

—Sí.

Entonces, todo ardió.

Cristales explotaron.
La carne se derritió.
Valeria gritó.
Pero no por dolor físico.

Por la agonía de ver todos los futuros que nunca podrá tener.

Un torbellino de imágenes la consumió:
—Ella misma dando a luz a la criatura.
—Camila gritándole que la odiaba.
—El bebé creciendo, matándola.
—El mundo reflejándose hasta colapsar.

Y luego… silencio.

Un suspiro.
Un latido.

Cuando abrió los ojos, estaba de pie.

La criatura ya no estaba.

Y frente a ella, una última puerta.

Sin marco.
Sin pomo.
Solo una superficie…
que reflejaba exactamente lo que ella temía ser.

La superficie de la puerta temblaba.
No por el viento.
No por algún terremoto.

Temblaba como si respirara.
Como si sintiera.

Valeria extendió la mano.
Y al tocarla, sintió algo que no esperaba:

Calor.

Pero no era un calor reconfortante.

Era el tipo de calor que hierve la sangre en las venas.
Que recuerda las quemaduras en la carne.
Que grita desde adentro.

La superficie reaccionó.
Y lentamente… se abrió.

Del otro lado no había una habitación.

Había un campo de espejos rotos, flotando en el aire como esquirlas de una mente desquiciada.
Y en el centro de ese abismo, suspendida sobre un lago de sangre…

Camila.

Pero ya no era completamente ella.

Su cuerpo estaba atravesado por fragmentos de espejo que parecían haber crecido desde adentro.
Su piel estaba pálida, pero su rostro…
su rostro mostraba un dolor más grande que la muerte.

—Valeria… —susurró con voz débil.

Valeria corrió.
No había suelo.
Solo vacío.
Pero cada paso era sostenido por el reflejo de sus propias decisiones.

Las palabras de la criatura aún resonaban:

«¿Estás dispuesta a perder tu forma, tu nombre, tu esencia?»

Con cada paso, su cuerpo se transformaba.

Sus manos comenzaron a agrietarse como vidrio antiguo.
Su cabello se volvió blanco, enredado con hebras de cristal.
Su espalda sangraba, como si algo dentro de ella intentara salir.

Camila la miró, llorando.

—No debiste venir…

Valeria cayó de rodillas frente a ella.
—No iba a dejarte sola.

Camila gritó.

No fue un grito humano.
Fue un eco universal de sufrimiento.

De los espejos que flotaban alrededor, surgieron sombras deformes, antiguos rostros distorsionados de sus amigos, de personas desconocidas, de lo que parecían ser miles de víctimas.

Una de las sombras tenía los ojos de Laura.
Otra, la sonrisa ensangrentada de Javier.
Otra… no tenía rostro, pero sí voz.

La voz del hombre que la salvó.
Ese que desapareció sin decir quién era.

—Valeria… tú abriste la última grieta.

Y entonces, la voz del bebé volvió a sonar desde lo más profundo de la grieta:

Mamá… ya es hora de nacer.

El cuerpo de Camila se arqueó.
Los cristales en su interior comenzaron a vibrar.
Estaba dando a luz… no a un bebé, sino al reflejo final.

Una criatura hecha de todos los miedos, dolores y errores de ambas hermanas.

Valeria se aferró a Camila mientras su propio cuerpo seguía transformándose.
Sus piernas eran ahora una mezcla de carne y vidrio.
Su pecho ardía.
Su mente comenzaba a quebrarse.

Y, aun así, no soltó a su hermana.

El lago de sangre comenzó a hervir.
Las sombras se arremolinaron.
El cielo de espejos se deshizo.

Y del vientre sangrante de Camila… nació algo.

Una figura pequeña.
Con ojos de obsidiana.
Con dientes diminutos y afilados.
Y con una voz que no pertenecía a ningún plano:

—¿Quién quiere vivir para siempre…
si vivir significa reflejar el horror?

El bebé abrió los brazos.

Y entonces… todo se detuvo.

Valeria y Camila estaban solas.

Sangrando.
Destrozadas.
Pero juntas.

Frente a ellas, la criatura esperó.
En silencio.
Como si eligiera.
Como si supiera que el momento decisivo estaba por comenzar.

Capítulo 2: La Sangre Decide Quién Vive

El silencio era espeso.
No como un descanso.
Sino como la antesala de una tormenta.

Valeria sostenía a Camila, que jadeaba, exánime.
La sangre aún brotaba de su vientre abierto.
Y frente a ellas, la criatura recién nacida las observaba…
como un dios hambriento en cuerpo de infante.

Pequeño. Débil.
Pero en sus ojos…
habitaban siglos de horror.

—No dejes que me lleve —suplicó Camila, con la voz quebrada.

Valeria no respondió.

No porque no quisiera.
Sino porque no podía mentir.
No sabía si podía protegerla.
No sabía si podía protegerse a sí misma.

El bebé dio un paso.
Donde su pie tocaba el aire, el suelo de espejos se regeneraba.
Donde su mirada pasaba, los reflejos temblaban.
Y detrás de él, las sombras antiguas se alzaban:

—Laura crucificada.
—Javier con los ojos arrancados.
—Marcos colgando por la espina dorsal.
—El hombre sin nombre, caminando con la boca cosida.
—Las niñas del espejo riendo sin cuerdas vocales.

El bebé habló, pero no con su voz.
Con la voz de cada alma torturada.

—Ustedes rompieron las reglas del reflejo.
—Ustedes cruzaron sin pagar.
—Ahora, la sangre decidirá quién vive.

Y en ese instante…
el infierno estalló.

Las paredes de espejos explotaron.
Cristales volaron como cuchillas.
Uno cortó el rostro de Valeria de lado a lado, abriéndole la mejilla.
Camila intentó moverse, pero sus piernas no respondían.

Valeria se lanzó sobre la criatura, sin pensar.
No había estrategia.
Solo instinto.
Solo rabia.

Gritó.
La criatura la detuvo con un parpadeo.
La suspendió en el aire.

Y lentamente…
comenzó a despedazarla desde adentro.

Valeria sintió cómo sus órganos eran jalados.
No físicamente.
Espiritualmente.
Su niñez.
Sus miedos.
Su vergüenza.

El espejo más cercano mostró a una Valeria niña, arrodillada en la tumba de sus padres.
Luego, otra imagen: Valeria abandonando a Camila la noche del incendio.

—Tú no eres digna —susurró la criatura.

Camila gritó:

—¡NO!

Y de su boca salió una onda expansiva.

El bebé retrocedió.
Valeria cayó al suelo.
Su cuerpo sangraba.
Pero su alma aún no estaba perdida.

Camila se arrastró.
Las lágrimas se mezclaban con su sangre.

—¡Ella sí es digna!
—¡Ella vino por mí!
—¡Ella eligió el dolor!

La criatura se rió.
Una risa que hacía eco en cada reflejo, multiplicándose hasta romper tímpanos.

—Entonces…
ambas sufrirán.

Extendió sus brazos.
Del suelo surgieron ganchos hechos de hueso y cristal.
Atravesaron las muñecas de ambas.
Las levantaron.
Crucificadas de frente, una frente a la otra.

—Mírenla —susurró el reflejo.
—Mírate… mientras se rompe por tu culpa.

La carne se desgarraba.
Los huesos crujían.
El dolor era absoluto.

Pero aún…
Valeria resistía.
Camila no gritaba por sí misma.
Gritaba por su hermana.

Y en ese momento…
algo sucedió.

Una grieta
en el cielo de espejos.
Un eco que no pertenecía al reflejo.
Una voz masculina. Familiar.

—¡VALERIA!

Era Él.

El hombre que una vez la salvó.
La figura que había desaparecido.

Pero esta vez… no vino solo.
Traía una lámpara.
Una reliquia.
Un espejo antiguo envuelto en fuego.

—¡Este no es su mundo! —gritó.

El fuego envolvió los espejos.
Las sombras se quemaban.
La criatura chilló, no como un bebé, sino como un monstruo ancestral.

Valeria cayó al suelo, libre.

Camila también.
Aunque su cuerpo no resistiría mucho más.

—¿Quién eres? —preguntó Valeria, jadeando.

El hombre la miró, y por primera vez… habló con claridad.

—Yo fui el primero en escapar del espejo.
—Y ahora… volveré a entrar para cerrarlo.

Camila gritó:

—¡NO! ¡No puedes hacerlo solo!

Él sonrió.

—No estoy solo.
—Ustedes ya han entregado todo.
—Ahora… solo queda una decisión.

El reflejo se levantó de entre las sombras.
Herido.
Rabioso.
Listo para matar.

Valeria tomó la mano de Camila.
Camila la apretó.

El hombre sostuvo el espejo en llamas.
Y juntos, los tres corrieron hacia el reflejo.

La criatura gritó:

—¡USTEDES NO DECIDEN!

Pero no era cierto.

Porque la sangre ya había decidido.

Y eligió a quienes no huyeron.
A quienes se enfrentaron a su reflejo.

El fuego y el cristal chocaron.
Todo se volvió luz.

Y luego…
oscuridad.

Capítulo 3: Donde Mueren los Reflejos

Parte 1: El Corazón que Aún Sangra

La oscuridad no era simplemente ausencia de luz.

Era memoria.

Era cada recuerdo que Valeria intentó enterrar.
Era cada noche en que Camila lloró sola.
Cada voz que se calló.
Cada cuerpo que se perdió entre los cristales.

El aire era espeso, como si respiraran el luto de mil almas.
No había tiempo.
No había espacio.

Solo una vasta llanura de cristales rotos flotando en el vacío, cada uno reflejando un momento… que ya no podía cambiarse.

Valeria despertó primero.

Su cuerpo, aún herido, yacía sobre una superficie de vidrio que latía bajo su espalda.
No sabía si aún estaba viva.

Camila estaba a unos metros. Inmóvil.
El hombre —el que alguna vez la salvó— ya no estaba.

Solo quedaban ellas.
Y él.

El Reflejo.
No como antes.
Ya no como un bebé.

Ahora era un adolescente… pálido, alto, los ojos como pozos sin fondo.
Y la boca cosida con hilo negro, como si hablara con pensamientos en vez de palabras.

Sus dedos tocaban los fragmentos flotantes.
Con cada toque, una escena revivía.

—Camila, 7 años, encerrada en un clóset, su padre gritando.
—Valeria, 10, viendo a su madre colgarse.
—Ambas, en una navidad sin luces, sin calor, sin regalos.

Cada fragmento dolía más que una herida física.
Cada reflejo cortaba el alma.

Valeria se puso de pie.

—¿Por qué haces esto?

La criatura giró el rostro.
No tenía expresión.
Solo vacío.

Y entonces, las imágenes cambiaron:

—Camila en la secundaria, siendo empujada por sus compañeras.
—Valeria robando para sobrevivir.
—Las dos… separadas por años de silencio, dolor y rencor.

Camila abrió los ojos.
Gritó.

No por miedo.
Por rabia.

—¡YA BASTA! —bramó, arrastrándose hacia la criatura.

Pero no avanzó.

El suelo bajo sus manos se quebró.
Las esquirlas comenzaron a incrustarse lentamente en su piel.
Cada recuerdo que evocaban dolía más que el anterior.

Valeria intentó avanzar.
Pero la criatura levantó una mano.
Y desde el cielo de reflejos cayó el espejo madre.

Un cristal negro, enorme, suspendido, sangrante.
Desde su centro emergía un vórtice, girando, como si dentro ardieran todas las almas perdidas.

La voz de la criatura surgió… sin abrir la boca.

«Ustedes deben elegir.
Uno se queda.
Uno olvida.
Y uno muere.»

El suelo tembló.
Las sombras de los antiguos reflejos comenzaron a rodearlas.
Laura, Javier, Marcos… cada uno con los ojos en blanco, las bocas abiertas en gritos eternos.

—¡NO! —Valeria jadeó— ¡NO ELEGIRÉ!

El reflejo rió.

Y en el aire, se formó un tercer cuerpo.
Un reflejo de Valeria misma… pero más joven.
Más frágil.
Más rota.

Esa niña se acercó a ella.
La miró a los ojos.

—Tú nos dejaste.
—Tú huiste.
—Tú mereces quedarte aquí para siempre.

Y Camila vio lo mismo:
Una versión de ella, ensangrentada, pidiéndole perdón, sin poder hablar.
Solo llorando.

La criatura caminó entre ellas.

«Esto no es castigo.
Esto es justicia.»

Camila, de rodillas, sangrando por la boca, gritó:

—¡Entonces tráeme todo el dolor!
—¡Yo no me iré sin mi hermana!

Valeria cerró los ojos.

Por un instante, lo recordó todo.

—El accidente.
—El abandono.
—El espejo maldito.
—La criatura creciendo en su vientre.
—El hombre que se ofreció a salvarla… desaparecido entre las llamas.

Y entonces, al abrir los ojos…
decidió atacar.

Corrió con una fuerza que ya no tenía.
Cada paso, una puñalada de recuerdos.
Cada grito de Camila, un impulso.

El reflejo alzó su mano, pero Valeria saltó.
Con una esquirla en la mano.
Con la determinación de matar su propio reflejo.

Y clavó el vidrio… en el pecho de la criatura.

No sangró.

Pero gritó.
Un grito tan agudo que el mundo se quebró.
La llanura colapsó.
Los cristales se cayeron como estrellas muertas.
Todo se volvió rojo.

Camila corrió hacia Valeria.
La abrazó.
Ambas sangrando.
Ambas… juntas.

Y entonces el reflejo habló.

—Aún no termina…

Su cuerpo se regeneraba.
Más grande.
Más deforme.
Más fuerte.

—Esto fue solo el primer movimiento.

Parte 2: Sangre Que No Es Nuestra

El suelo ya no era firme.
Todo se quebraba, se doblaba, se retorcía como si el mundo estuviera muriendo desde adentro.
Los espejos colapsaban sobre sí mismos.
Las paredes reflejaban mil versiones de Camila y Valeria, cada una atrapada en su peor recuerdo.

El reflejo —ya sin forma humana— se alzaba.
Crecía.
Era un cuerpo de piel desgarrada, huesos expuestos y rostros pegados como parásitos a su carne.
Cada cara… era una víctima.
Un amigo.
Un familiar.
Un error.

Camila cayó de rodillas.
El llanto se ahogaba en su garganta.

—¡LAURA! —gritó.
La vio… entre las caras.
Suplicando sin voz.

—¡MARCOS!
—¡JAVIER!

Sus ojos se llenaron de lágrimas que no podían caer.
No había gravedad.
No había esperanza.

Valeria se puso de pie otra vez.
La sangre le chorreaba por la boca.
Una costilla rota.
La pierna colgando, pero no se detenía.

—¡TE ENFRENTARÉ! —escupió.

La criatura respondió con un rugido que rasgó el aire.
Del espejo negro surgieron brazos hechos de cristales, alargados, afilados, calientes como lava.
Uno la atravesó.
Desde el estómago hasta la espalda.

Valeria no gritó.
Solo apretó los dientes.

Se sostuvo de ese brazo.
Como si el dolor fuera su única verdad.
Y gritó con todo lo que quedaba en su alma:

—¡CAMILA!
—¡NO ES UN MONSTRUO!
—¡SOMOS NOSOTRAS!
—¡NUESTROS PECADOS!
—¡NUESTRA CULPA!

Camila miró.
Y por fin entendió.

Ese ser… no era una entidad externa.
Era la forma física del dolor heredado, de la ira no expresada, del abuso silenciado.

El Reflejo… era lo que ambas habían permitido crecer.

Camila se levantó.
Sus uñas rotas.
La cara cubierta de cicatrices y sangre seca.

—Si vas a devorarme…
—Hazlo con los ojos abiertos.

Se lanzó sobre el cristal.
Una lluvia de astillas la desfiguró.
Pero logró alcanzar el cuello de la criatura.
Allí, en el centro, un ojo sin párpado observaba.
El origen.

Camila introdujo los dedos en ese ojo.
Quemaba.
Era como tocar el alma misma.

La criatura gritó.
No solo en este plano.
En todos los reflejos.

Los espejos comenzaron a colapsar en cadena.
Uno a uno.
Mundos enteros, destruidos.

Valeria usó su último aliento para correr con una lanza improvisada de vidrio.
No la soltó.
Saltó.
Y la clavó en el pecho ardiente de la criatura.

Explosión.
Fragmentos.
Gritos.

Y… silencio.

Un remolino los absorbió.
Camila y Valeria sintieron como si sus cuerpos fueran tragados por un vacío de dolor puro.
Mil voces gritaban.
Mil niños lloraban.
Mil mujeres caían.
Todo el sufrimiento del espejo reunido en un último suspiro.

Y entonces…
todo fue negro.

Despiertan.

No en la realidad.
Ni en el infierno.
En un lugar entre ambos.

Una habitación blanca.
Vacía.
Silenciosa.

Camila está acostada.
Valeria, sentada a su lado, respirando con dificultad.

—¿Lo logramos? —pregunta Camila.

Valeria no responde.

Se levanta.
Camina hacia una pared de vidrio.
Se mira.

Pero no se ve a sí misma.

Ve al hombre.
Aquel que las había salvado antes.
Estaba atrapado… del otro lado del cristal.
Su rostro tranquilo.
Sus labios se movían.
Pero no se oía nada.

—No ha terminado… —dijo Camila, sin saber por qué.

Y en el fondo…
un espejo volvió a brillar.

Un reflejo los observaba.

Ya no era el mismo monstruo.
Ahora era un niño…
Con la cara de Camila.
Y los ojos… de Valeria.

Parte 3: El Último Grito del Cristal

El silencio era tan denso que dolía.

Camila se sostenía de una pared invisible, con las piernas temblando.
Valeria estaba en el suelo, sus labios partidos, los ojos vacíos, pero aún vivos.
El cuarto blanco se ennegrecía poco a poco.
La luz se extinguía como si un alma estuviera dejando el cuerpo del mundo.

Frente a ellas, ese niño.

Pequeño.
Inocente.
Pero con algo profundamente errado en su rostro.

Era una fusión perfecta.

El rostro de Camila cuando era niña…
Los ojos de Valeria, pero apagados.
La piel translúcida.
Los dedos hechos de astillas.
La criatura había renacido… como ellas.

—¿Qué eres? —murmuró Valeria, sin fuerza para levantarse.

El niño las observó.
Dio un paso.
Sus pies no hacían ruido.

Y entonces habló…
Con una voz que era todas las voces de las víctimas que pasaron por el espejo:

“Soy el reflejo que ustedes crearon.
Soy la carne de sus culpas, el alma de sus errores.
Soy lo que enterraron para sobrevivir…
y ahora exige nacer.”

Camila lo miró, desesperada.

—¿Quieres matarnos?

—Ya están muertas —respondió él sin titubeos—. Solo sus cuerpos se niegan a aceptarlo.

El lugar comenzó a temblar.
Ya no era una habitación.
Era una catedral de espejos rotos que se levantaban desde el suelo como columnas.
Y en cada espejo…
una versión de Camila y Valeria moría de una forma diferente.

Quemadas.
Asfixiadas.
Apaleadas.
Ahogadas.

Y en el centro, el niño…
iba creciendo.

Más alto.
Más fuerte.
Su piel se rompía y debajo salían cuerpos que se agitaban, gritando.
Como si toda la humanidad pudriéndose estuviera dentro de él.

Valeria se puso de pie.
Escupió sangre.
Su voz era baja, pero firme:

—Camila… no saldremos vivas de aquí.
—Pero podemos encerrarlo.
—Una vez más.

Camila entendió.
Pero su rostro se llenó de lágrimas.

—¿Y si esta vez no hay regreso?

—Entonces que sea nuestra última decisión.

Valeria tomó una estaca de vidrio.
Camila agarró el espejo más grande a su lado.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó el niño, ahora ya un adolescente monstruoso, lleno de costuras y heridas abiertas.

Valeria respondió:

—No lo sé.
Pero por fin quiero elegir.

Ambas corrieron hacia él.
Él gritó.
Y del suelo surgieron brazos, sombras, voces de sus padres, de sus amigos, de sus miedos.

Pero ya no importaba.

Cada paso era una victoria.
Cada herida, una liberación.
Cada gota de sangre, una afirmación de que iban a pelear hasta el último aliento.

Camila alzó el espejo.
Lo estampó contra el pecho de la criatura.
El reflejo gritó.
El suelo se partió.

Valeria le clavó la estaca en la nuca.
Hubo una explosión de luz negra.
Un chillido que rasgó el tiempo.
Los espejos comenzaron a implosionar.
Uno.
Otro.
Todos.

Las columnas cayeron.
La criatura chilló con una voz de miles.
Las almas atrapadas salieron volando por la grieta en el cielo del lugar.

Laura.
Marcos.
Javier.
Su madre.
Su padre.

Cada uno pasó, mirándolas.
Perdonándolas.

Y entonces… el mundo colapsó.

Epílogo del Acto

Camila abrió los ojos.
Estaba en el bosque.
Llena de barro.
Sola.

El aire era frío.

A lo lejos, una figura de cabello largo avanzaba con lentitud.
Camila quiso gritar… pero no pudo.

Era Valeria.
O lo que quedaba de ella.

Sus ojos eran completamente negros.
Su piel, pálida.
Pero sonreía.

Camila lloró.

Valeria se acercó, y susurró:

—Ya no hay espejo.

Pero en el reflejo de un charco cercano, algo se movió.

Y sonrió.

Fin del Capítulo 23. Fin del Acto Final.

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