Las manos frías de la noche tocan mi puerta, cinco golpecitos a despecho de mi descanso, la puerta se parte en dos y la habitación oscura de pronto adopta la luminiscencia de una luciérnaga, una pequeña luz intermitente recorre mis pupilas, un susurro, un secreto, una lanza directa hacia la profundidad de mi consciencia, el viento canta libremente en el tejado. En la oscuridad, el mundo parece ser más amable, más poético y a su vez más voraz, me recuesto en el suelo y cierro los ojos, transcurre una hora y al agotar cada minuto que la comprende me hallo entregado a la tierra, sin reservas, en medio de un gigante bosque, por encima de mí cientos de ojos diminutos me observan, los animales se acercan con extrañeza, me devoran hasta que de mí no queda otra cosa que un testimonio sensitivo de mi paso por el mundo y, entonces cada animal satisfecho se dispone a dormir y en sueños atestigua cada día de mi vida, el animal llora y ríe, cuando despierta descubre que ha dejado de ser lo que era y ahora es una extensión de mi ser.

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