Recuerdo mucho ese día. Bueno, esa semana. Una semana de reposo, de retiro.
Tú tenías unos días libres del trabajo y yo, contra todo pronóstico, decidí dejar de ignorar la práctica. En el último momento —como un acto de misericordia— el destino me mostró el camino.
Llevábamos semanas extrañándonos. Planeamos un viaje. La gran salida.
Tomamos la moto y fuimos rumbo al norte, cruzando pueblos, dejando atrás paisajes que cambiaban con el viento. El primer alto fue un café prometido. Luego, tu hogar. Tu origen.
Me mostraste —breve y efímero— el lugar donde creciste. Bajo el sol del mediodía, nos mecimos en unos columpios mientras unos niños pasaban en bicicleta. Como si el tiempo nos permitiera rememorar nuestras propias infancias.
Horas después, tras tus chistes y esas conversaciones que nos iban desnudando el alma, llegamos a nuestro destino. Al menos por ese día. El atardecer fue mágico.
Esa noche bailamos, ebrios y abrazados, en un pueblo lejano. Bailamos, creo, enamorados.
Dormimos con la risa aún en los labios.
De regreso, conocimos lugares mágicos. Nos reímos. Compartimos.
Y entonces, camino a casa, te pregunté:
—¿Sabes qué es lo más importante de un viaje?
Te miré, te abracé y me dejé vencer por la tentación de ser romántica:
—No es el destino. Es la compañía.
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