La lluvia caía con fuerza sobre el techo oxidado del orfanato Santa Dalia. Nadie sabía cuándo se fundó realmente. Sus archivos eran fragmentos rotos, papeles manchados de tinta, y registros que hablaban de niños… demasiados niños. Pero lo que realmente ocultaban esas paredes agrietadas era un silencio pesado, lleno de voces que ya no podían hablar.
Marina, una joven trabajadora social, fue enviada a inspeccionar el edificio tras una denuncia anónima. Desde el primer día, supo que algo andaba mal. Los pasillos olían a humedad y a sangre seca. Las habitaciones estaban frías, aunque fuera verano. Y lo peor eran los niños. No hablaban. Solo lloraban. Todo el tiempo.
La directora, una mujer anciana de rostro pálido y mirada vacía, insistía en que eran traumas del abandono. Pero una noche, Marina escuchó risas en el sótano. Bajó sola, con una linterna que apenas alumbraba, y vio lo que ningún informe podría describir: cuerpos mutilados de antiguos internos, atados en camillas oxidadas, aún con ojos abiertos y bocas rotas de tanto gritar.
Grabaciones encontradas en una caja de madera mostraban sesiones de «disciplina»: tortura, abusos, castigos inhumanos. Los gritos eran reales. Las violaciones, sistemáticas. Las ejecuciones, silenciosas. Aquel lugar no era un orfanato, era un centro de exterminio emocional.
Marina intentó huir, pero no pudo. La noche siguiente despertó en una camilla, amordazada, rodeada por las sombras de los que una vez fueron niños. La directora la observaba desde un rincón, susurrando con dulzura: “Ahora tú los escucharás”.
La policía halló el edificio días después, vacío. No había rastro de Marina. Solo un cuaderno en la recepción, con páginas escritas con sangre, describiendo cada noche que pasó allí. Y al final, una frase grabada a cuchillo en la última hoja:
“Las voces no se van. Solo cambian de cuerpo.”
Desde entonces, cada cierto tiempo, alguien denuncia llantos y gritos en medio de la nada. Y cada vez que alguien entra al edificio abandonado, nunca vuelve a salir.
Porque en Santa Dalia, el dolor no se olvida. Se transmite.
CAPÍTULO 1: ECOS EN LA SANGRE
La oscuridad era densa, pesada como una manta húmeda que se aferraba a cada rincón de su cuerpo. Marina abrió los ojos, pero no vio más que un vacío inmóvil y opresivo. No sentía el suelo bajo su espalda, solo una frialdad áspera, como si la hubieran arrojado sobre piedra helada. El aire era espeso, denso, cargado de un hedor insoportable: una mezcla de hierro oxidado, sudor seco y carne podrida.
Tardó en recordar dónde estaba. O más bien, lo que había intentado hacer. El orfanato Santa Dalia. La denuncia. Los niños que no hablaban. Las cintas. La directora. El sótano…
Un estremecimiento recorrió su columna al recordar los ojos vacíos de los cadáveres, las camillas oxidadas y aquellas grabaciones infernales. Intentó moverse, pero algo le sujetaba las muñecas. Cuerdas, quizá alambre. Dolía. El metal le rasgaba la piel cada vez que respiraba con fuerza.
Entonces escuchó la primera voz.
—No te muevas… o la oscuridad te verá.
Era infantil, suave, como un susurro a través de una puerta entreabierta. Pero no provenía de una dirección clara. Estaba… en todas partes. Alrededor, dentro de su cabeza, en sus huesos. Marina contuvo la respiración. El silencio que siguió fue aún más aterrador. Luego, llegaron los llantos.
Decenas. Cientos. Un mar de sollozos. Algunos suaves, otros desgarradores. Pero lo más perturbador era que todos se repetían, como una grabación sin fin: las mismas frases, las mismas súplicas.
—Por favor no… no otra vez… —decía una voz temblorosa.
—Duele… me duele mucho… mamá, por qué no vienes… —lloraba otra vez.
Marina gritó. No por miedo. Gritó de impotencia, de desesperación. Pero su voz fue absorbida por la oscuridad como si nunca hubiera salido de su boca.
Luces débiles comenzaron a encenderse, una a una, como candelabros flotantes a lo lejos. Su débil resplandor reveló un corredor. Las paredes eran carne. No ladrillo, ni piedra… carne. Palpitaban. Tenían costuras, cortes, manchas. Marina quiso vomitar, pero su estómago estaba vacío.
Frente a ella, una figura infantil emergió de la sombra. Una niña de cabello negro enmarañado, piel cenicienta, vestida con un camisón manchado de sangre seca. No tenía ojos. Solo cuencas negras y profundas que lloraban hilos de líquido oscuro. Sonreía.
—¿Quieres escuchar lo que nos hicieron? —preguntó.
Antes de que Marina pudiera responder, el suelo bajo ella se hundió. Cayó. No por segundos, sino por lo que pareció una eternidad. Las voces la acompañaban, pegadas a su piel, susurrando secretos horribles en su oído: nombres, fechas, métodos de tortura, frases repetidas por víctimas al borde de la muerte. El tiempo se rompía, como si cayera a través de todos los años de sufrimiento acumulado en ese lugar.
Cuando aterrizó, estaba en una habitación blanca. Totalmente blanca, salvo por una silla de metal oxidado en el centro. Una figura desnuda, encorvada, temblorosa, respiraba agitadamente en ella. Marina reconoció su propio cuerpo. Estaba sentada allí, con heridas abiertas, la mirada perdida, las uñas arrancadas.
—Aquí ves lo que te harán —dijo la voz de la niña detrás de ella—. Aquí verás lo que hicieron con todos.
Las paredes comenzaron a cambiar, proyectando escenas vividas. Niños amarrados siendo sumergidos en tinas con ácido. Pequeños cuerpos desmembrados ante el goce de hombres y mujeres en batas blancas. Salas llenas de grabadoras. Monjas con látigos. Cuerpos violados. Gargantas cortadas. Sonrisas en rostros deformes por el placer de ver sufrir.
Marina se tapó los ojos. Quería no ver, no oír. Pero nada la protegía. Todo era real. Todo lo sentía.
—¿Por qué? —logró decir con voz temblorosa— ¿Por qué siguen aquí?
—Porque nadie escuchó. Porque tú tampoco hiciste nada cuando era tu turno. ¿Recuerdas a David? ¿A Camila? ¿A la niña de la bolsa negra? Tú lo sabías.
Una imagen cruzó su mente. Una firma. Un informe que no entregó. Un aviso que ignoró. Lágrimas calientes surcaron su rostro.
—No… no sabía que era esto… yo…
—Y por eso, tú serás la nueva voz —dijo la figura infantil acercándose a ella, con una aguja oxidada en la mano—. Grita, Marina. Llora. Llena los pasillos con tu verdad.
Entonces todo se apagó, y la primera incisión cruzó su mejilla.
CAPITULOS 2: EL CUARTO DE LOS CASTIGOS
El dolor no había terminado. Solo había comenzado.
Marina abrió los ojos. Esta vez no había oscuridad. La habitación era pequeña, iluminada por un foco amarillento que parpadeaba desde el techo, colgando de un cable expuesto. El aire era caliente, espeso, cargado de sudor humano y un hedor ácido, como si la habitación respirara lo que sus víctimas exhalaban.
Estaba amarrada a una silla. Sus piernas atadas con alambre de púas oxidado que se incrustaba en su carne con cada movimiento. Sus muñecas colgaban por detrás, atadas a una estructura de hierro cubierta de sangre seca y cabello humano. La silla era vieja, de hospital, con correas de cuero endurecido. Y frente a ella, colgada en la pared, una pantalla polvorienta que se encendió con un zumbido agudo.
Lo que proyectaba era inhumano.
Grabaciones antiguas, en blanco y negro, mostraban niños desnudos, temblando, obligados a repetir frases mientras eran torturados. “Yo no merezco amor. Yo soy sucio. El dolor me purifica”. Uno por uno, eran marcados con hierros calientes. Algunos perdían el conocimiento. Otros imploraban por sus madres. Las voces de sus torturadores eran suaves. Cantaban. Como si estuvieran en misa.
Marina no podía cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, una descarga eléctrica corría por sus sienes. La silla tenía conectores que penetraban en su cuero cabelludo. El sistema era claro: ver, sufrir, recordar.
Una puerta se abrió a su izquierda. Un hombre entró. No llevaba rostro. Su cabeza estaba cubierta por una bolsa de yute manchada de sangre, con solo un agujero cosido a la altura de los ojos. En sus manos, un mazo de metal. Caminó hacia ella sin prisa.
—¿Recuerdas la ficha del niño 071? —dijo con voz ronca—. Nunca la entregaste. Se te pidió una evaluación. Dijiste que no tenías tiempo.
Golpeó.
El primer impacto no fue a su cuerpo, sino a la silla. El ruido fue suficiente para hacerla orinarse. El segundo fue a su costilla izquierda. Sintió cómo se fracturaba. No gritó. No podía. El miedo era un muro que le cerraba la garganta.
—Cada golpe es una historia que ignoraste —continuó el hombre—. Cada silencio que firmaste, cada visita que no realizaste, cada llamado que no devolviste.
Y golpeó. Una, dos, tres veces más. Las imágenes seguían en la pantalla. Ahora eran enfermeras sonriendo mientras los niños eran encerrados en pequeñas cajas de madera. Uno murió ahogado con su propio vómito. Otro murió desangrado. Marina intentó apartar la vista. Las descargas la hicieron convulsionar.
—¡Por favor! —logró gritar finalmente— ¡Ya basta! ¡Yo no sabía!
El hombre se detuvo. Su rostro cubierto se inclinó hacia ella. Su voz fue suave esta vez.
—Tú sí sabías. Pero elegiste no ver. Ahora te toca mirar. A ellos… y a ti misma.
Del techo descendió lentamente un gancho de carnicero. Marina fue desatada, solo para ser colgada por los brazos, con las muñecas abiertas por los cortes del alambre. Quedó suspendida, desnuda, mientras la pantalla mostraba imágenes de su rostro joven, sentada en su escritorio años atrás, revisando expedientes, comiendo mientras escuchaba grabaciones… sin reaccionar.
—Todo lo que hiciste… y lo que no hiciste —susurró la voz infantil desde alguna parte— también te pertenece.
La habitación comenzó a llenarse con un líquido oscuro que brotaba del suelo. Era espeso. Olor a hierro y descomposición. Marina intentó zafarse. Gritó. Las voces volvieron. Voces de niños. De madres que jamás fueron a buscarlos. De empleados que miraron hacia otro lado.
—Estás en el Cuarto de los Castigos —dijo la voz de la niña—. Aquí no hay muerte. Solo repetición. Hasta que entiendas.
El líquido alcanzó su pecho. Marina lloraba. No por dolor. Sino por lo que comenzaba a recordar. Por lo que había ignorado. Por cada niño cuya mirada apagó con indiferencia burocrática.
Antes de que la oscuridad la cubriera por completo, escuchó su propia voz, grabada, en un viejo cassette:
—El niño parece emocionalmente inestable. Recomiendo sedación temporal y aislamiento.
Era su firma. Su voz. Su condena.
Y entonces… se apagó la luz.
CAPÍTULO 3: NO TODOS ESTÁN MUERTOS
Marina despertó sumergida en un líquido denso, negro como el vacío, que la envolvía como un útero monstruoso. Estaba suspendida, flotando, sin saber si respiraba o se ahogaba. Todo era tibio y viscoso. Se debatía entre la asfixia y la inconsciencia, hasta que una mano se cerró violentamente sobre su muñeca y la arrastró hacia la superficie.
Emergió con un grito mudo.
El lugar no era un cuarto. Era un foso. Las paredes eran carne y metal, mezcladas en una arquitectura imposible, como si la estructura del lugar hubiera nacido de los cuerpos de quienes murieron allí. Del techo colgaban jaulas, cuerpos descompuestos, ojos que aún se movían, bocas que se abrían en silencio. El aire era puro delirio.
A su alrededor, figuras.
No eran humanos.
O al menos, ya no lo eran.
Eran “sobrevivientes”.
Cuerpos mutilados, cosidos, deformados por el tiempo y la tortura. Uno tenía los ojos en el pecho, cosidos con hilo quirúrgico. Otro arrastraba la mitad de su torso, caminando sobre los codos. Otro más tenía la boca llena de clavos, y cada vez que hablaba, sangraba por las encías.
—Bienvenida a la verdad que no quisiste ver —dijo uno de ellos, una mujer que solo tenía la mitad del rostro—. Aquí viven los que jamás murieron. Los que fueron olvidados entre informes falsos, traslados simulados, y suicidios encubiertos.
—No es posible… esto no puede ser real —susurró Marina, con los labios rotos.
—¿No lo es? ¿Entonces por qué te duele tanto?
Una de las criaturas se acercó. Tenía una sonrisa que se extendía hasta las orejas, cosida con alambre. Alargó una mano cubierta de cicatrices y le mostró un expediente: su firma. Marina reconoció el nombre del niño. Luis Santiago Tovar. Un caso cerrado por “desaparición voluntaria”.
—Nunca nos buscaste. Solo nos archivaste. Nos convertiste en números. Y luego, en nada.
El cuarto comenzó a temblar. De una de las paredes brotaron tubos, como serpientes de metal que se conectaban a los cuerpos de los sobrevivientes. Una luz roja parpadeó en lo alto. Un sonido mecánico llenó el ambiente.
—Es la hora de la sesión —dijo una de las criaturas con voz apagada.
Un proyector antiguo se encendió. Las paredes se convirtieron en pantallas. Imágenes reales. Grabaciones de cada sesión de tortura. Marina vio cómo los niños eran drogados, interrogados, violados. Cómo eran mutilados para estudiar sus reacciones. Vio a doctores con batas blancas anotando, murmurando como si fueran académicos en un congreso.
—Estos videos fueron enviados. Pero nadie los escuchó —dijo la mujer de medio rostro—. Tú eras la encargada de revisar. Los marcaste como «material sensible» y los archivaste.
Las criaturas se acercaron más. No querían matarla. Querían recordarle. Querían que lo viviera con ellos.
—Aquí los muertos caminan —le dijo uno de ellos—. Y tú… aún tienes piernas.
Marina cayó de rodillas. Estaba temblando. Gritó. Se arañó el rostro, intentó arrancarse los ojos. No podía soportar más.
Y entonces, escuchó la risa.
Aguda. Infantil. Provenía del techo. De una de las jaulas.
Una niña.
Camila.
Aún tenía el camisón con el que desapareció. Su rostro estaba roto, como una muñeca de porcelana agrietada. Pero sus ojos… seguían vivos. Parpadeaban lentamente.
—Hola, Marina —dijo con voz suave—. Gracias por venir. Ya no estamos solos.
La jaula comenzó a descender lentamente.
—Ahora tú también eres parte de nosotros —continuó Camila—. Ahora llorarás. Como lloramos todos.
Los “sobrevivientes” comenzaron a cantar. Un canto infantil, distorsionado. Era un poema. Una rima de patio de escuela. Pero en cada verso se escondía el recuerdo de una tortura. Marina no entendía cómo su mente seguía intacta. Quizá ya no lo estaba.
De pronto, las luces parpadearon. La jaula se detuvo. Camila inclinó la cabeza.
—Pero aún no termina —susurró—. Aún falta que veas a ella.
—¿A quién?
—A la que nunca dejó este lugar. A la madre del dolor. A la señora de los bisturíes.
La sala se estremeció. Algo se acercaba. Algo que ni los espectros deseaban nombrar. Algo que incluso los muertos temían.
Marina intentó gritar, pero esta vez… no tenía voz.
CAPÍTULO 4: LA DOCTRINA DEL DOLOR
Había un pasillo que nadie se atrevía a cruzar.
Marina fue arrastrada por las criaturas, no con violencia, sino con la solemnidad de quien lleva una ofrenda al altar. Sus pies desnudos se deslizaban por un suelo cubierto de sangre seca, cabellos humanos y dientes. Las paredes eran tapizadas con dibujos infantiles hechos con fluidos: muñecos sin ojos, casas en llamas, figuras con bisturís en las manos.
Los cánticos no se detenían.
«El dolor enseña, el dolor purifica, el dolor obedece.«
Unos brazos esqueléticos la levantaron y la colocaron frente a una puerta metálica oxidada, marcada con un símbolo: un útero atravesado por una aguja. La puerta se abrió sola.
Del interior emanaba una luz rojiza, artificial, como si alguien hubiese construido un útero mecánico, un vientre artificial alimentado por gritos. Las paredes se expandían y contraían, como si respiraran. Y al fondo, sentada sobre un trono quirúrgico, estaba ella.
La Doctora Cárdenas.
Pero no era la mujer que alguna vez dirigió el instituto.
Era un cuerpo grotesco, mantenido vivo por cables, tubos, transfusiones constantes de sangre y fluidos. Su piel era gris, su rostro desfigurado por innumerables cirugías. Sus manos eran bisturís. Su voz no salía de su boca, sino de las bocinas que colgaban del techo.
—Bienvenida, Marina. Te esperaba desde el primer día que ignoraste un informe.
La sala entera era un templo. Alrededor de su trono, cadáveres disecados de niños yacían en posición fetal, etiquetados como «Pacientes Puros». Había fotografías, libros escritos a mano con tinta hecha de médula, diarios clínicos que eran más bien grimorios del dolor.
—Aquí nació todo —continuó la voz—. Las técnicas. Las fórmulas. Los cortes. Los límites del alma. Y tú, Marina, los permitiste.
—Yo no sabía… ¡no sabía! —gritó, con las rodillas clavadas en el suelo.
—Saber es elegir mirar. Tú elegiste obedecer, esconder, callar.
La Doctora se levantó. Su cuerpo entero parecía un instrumento quirúrgico. Caminó hacia Marina sin tocar el suelo, flotando por los tubos que la sostenían.
—La doctrina del dolor no castiga. Moldea. Libera. Transforma. Tú fuiste nuestra herramienta. Y ahora… serás una más de nuestras creaciones.
De las paredes emergieron brazos mecánicos. Sujetaron a Marina por las extremidades. Le inyectaron una sustancia ardiente en la base del cráneo. La visión se le nubló. Sus pensamientos se fragmentaron. Recuerdos reales se mezclaron con falsas memorias.
—Recordarás los abusos como si los cometiste tú —dijo la Doctora—. Sentirás lo que sentían ellos. Llevarás en tu cuerpo sus marcas. Serás todos los niños que ignoraste.
Una aguja descendió hacia su vientre. Otra hacia su garganta. Una más hacia sus ojos. Cada una llevaba una carga: rabia, trauma, desesperación.
Entonces, ocurrió.
La visión.
Marina se vio a sí misma… pero de niña. Encerrada en una jaula. Aullando. Suplicando por su madre. Recordó, de pronto, que ella también había estado ahí. Que también fue víctima. Que también fue carne para ese sistema. Lo había borrado. Lo había ocultado bajo capas de éxito, protocolos y anestesia emocional.
No fue solo cómplice. Fue resultado.
Los recuerdos regresaban como cuchillas. Era una de las niñas. Era Camila. Era Luis. Era Santiago. Era todos.
Gritó.
Su garganta se rompió.
Sangre brotó de su nariz, de sus oídos. Sus ojos se voltearon. Pero no murió.
La Doctora la sostuvo del rostro con sus dedos de bisturí.
—El dolor es eterno. Pero tú aún no has comenzado.
Y entonces, la inyectó una última vez. Un suero que hacía olvidar lo que nunca pasó… y recordar lo que jamás debió saberse.
Marina cayó. Pero esta vez, cuando abrió los ojos, estaba de pie. Vestía una bata blanca. En sus manos, un portapapeles. Frente a ella, un niño encadenado.
—Nombre del paciente —dijo una voz robótica detrás de ella—. Inicie el procedimiento.
Marina tembló.
Y, sin saber por qué… obedeció.
CAPITULOS 5: EL NACIMIENTO DEL MONSTROUS
Todo comenzó con el sonido de una campana oxidada. Un eco lejano, hueco, como si algo más allá del tiempo estuviese marcando el inicio de un ritual.
Marina despertó con la cara encharcada en su propia sangre. La bata blanca ahora estaba manchada con fluidos que no podía reconocer. Tenía grapas quirúrgicas atravesándole los muslos. Un bisturí aún estaba incrustado en su hombro izquierdo. No podía recordar cómo había llegado allí.
El niño frente a ella lloraba. Estaba amarrado a una mesa inclinada de metal oxidado. Tenía los ojos cosidos con hilos negros, los labios sellados con alambre, y en su pecho habían marcado palabras con un punzón incandescente: MONSTRUO.
Una pantalla se encendió.
«INSTRUCCIONES:
—Inicie la fase de estímulo.
—Documente reacciones físicas.
—Preserve la vida. No el alma.
—Sea precisa. Sea cruel.
Las herramientas estaban listas. Tijeras quirúrgicas, taladros dentales, fórceps para abrir costillas. Cada uno tenía una etiqueta escrita con lápiz de niño: «Para mamá», «Para que no me olvides», «Para volver a casa».
Marina quería gritar. Pero no podía. Algo en su lengua había sido alterado. Solo emitía murmullos secos.
Su cuerpo se movía solo.
La primera incisión fue en el abdomen. Lenta. Profunda. Mientras cortaba, la voz metálica del sistema le dictaba:
—Tiempo de reacción: 0.6 segundos. Espasmos moderados. Gritó sin voz. Satisfactorio.
El niño se convulsionaba. Marina intentó detenerse. Pero sus manos no le respondían. Era como si una parte de su mente hubiese sido arrancada y reemplazada por un impulso mecánico.
—Corte transversal. Evite órganos vitales. Mantenga la consciencia.
La sangre brotaba como un río tibio. El niño ya no se movía. Sollozaba, como si ya no supiera qué era el dolor, solo una presencia eterna.
Entonces, la voz cambió. Ya no era robótica.
—Hazlo por mí, Marina —dijo una voz suave, infantil, desde la esquina de la sala—. Tú sabes cómo se hace. Lo viste muchas veces. Lo permitiste siempre.
Camila estaba ahí. Pero no como una niña.
Sino como una figura demacrada, con los ojos completamente negros, la piel estirada sobre un esqueleto frágil. Caminaba descalza, dejando huellas de sangre.
—No te detengas ahora —susurró—. Aún falta la fase de reconocimiento sensorial.
El sistema soltó un chasquido.
De una ranura emergieron clavos incandescentes y una tabla de madera. Marina supo lo que venía.
El siguiente procedimiento era ritual.
Clavaron las manos del niño a la tabla, uno por uno, escuchando el crujido del hueso al partirse. Las venas estallaban por la presión. Marina lloraba. Pero lo hacía en silencio.
—Tiempo de grito: 2.3 segundos. Corazón estable. Excelente tolerancia al umbral del dolor.
El niño giró el rostro hacia ella. Aunque tenía los ojos cosidos, Marina sintió que la miraba.
—¿Por qué tú también? —murmuró. Pero no con voz. Lo dijo con el alma. Marina lo sintió dentro de su cráneo, como un trueno interior.
Ella gritó. Esta vez, sí gritó.
Golpeó la pared. Se arrancó las grapas de los muslos con las uñas. Escupió sangre. Su rostro ya no era humano. Era dolor vivo.
—¡BASTA! —rugió, y el eco quebró una de las lámparas quirúrgicas.
Pero ya era tarde.
El niño estaba muerto.
No por el cuerpo. Sino por dentro. Marina lo había visto: sus ojos internos se apagaron. Su alma huyó antes de que llegara el final.
Una alarma sonó.
“SUJETO INCOMPETENTE. NO APTA PARA PROCEDIMIENTOS. PASAR A PROTOCOLO DE ADIESTRAMIENTO FINAL.”
La sala se llenó de vapor. Las paredes se abrieron como mandíbulas. Marina fue arrastrada por un corredor de agujas. Cada pared le quitaba algo: un trozo de piel, un recuerdo, un sentimiento.
Y al final del túnel… lo vio.
El Nacimiento del Monstruo.
Una criatura gigante, amorfa, hecha con las partes de todos los niños. Brazos de infante, torsos abiertos, cabezas gritando en bucles eternos. Estaba viva. Respiraba.
Y Marina estaba conectada a ella.
Con cables en su espalda. Con venas artificiales.
—Este eres tú —dijo Camila, que ahora flotaba sobre la criatura—. Esto es lo que hiciste.
Marina cayó de rodillas. Ya no lloraba. Ya no hablaba.
Solo sentía.
Impotencia.
Miedo.
Dolor.
Culpa.
Y odio.
Todo eso era ella.
El monstruo se alzó, rugiendo con las voces de cien niños. Y mientras el suelo temblaba, la voz del sistema marcó el cierre del capítulo.
“Protocolo cumplido. El monstruo ha nacido.”
Y en el eco final, antes de que todo se oscureciera… una palabra resonó:
—Mamá.
CAPÍTULO 6: EL SILENCIO QUE GRITA
La criatura no solo rugía. Respiraba en nombre de todos los que alguna vez pidieron ayuda.
Su aliento era putrefacto, cargado de memorias no dichas, de noches eternas, de manos tapando bocas infantiles. Su corazón palpitaba como un tambor de guerra: no con sangre, sino con los ecos de cada llanto ignorado.
Marina colgaba suspendida del techo. Un sistema de ganchos atravesaba su piel como si fuera lienzo. Cada movimiento era una sinfonía de desgarros. Pero no podía morir.
No la dejaban.
En su garganta le habían implantado un pequeño dispositivo que anulaba el grito. Sentía el dolor. Quería vomitarlo al mundo. Pero no podía. El aire no salía. Su lengua temblaba, su mandíbula se desencajaba… y el silencio seguía ahí, intacto.
Frente a ella, una jaula descendía. Dentro, una niña.
Cabello largo. Cuerpo maltrecho. Ojos sin luz.
—¿Camila…? —intentó decir.
Pero no pudo.
La niña la miró. Una lágrima descendió por su mejilla. Luego, sin previo aviso, se golpeó la cabeza contra las rejas. Una. Dos. Tres veces.
La sangre comenzó a correr. Y, aun así, seguía mirándola.
—Me dejaste —dijo, en una voz que no parecía humana—. Me oíste llorar, y no hiciste nada.
Cada palabra golpeaba a Marina más que cualquier instrumento.
—Me tocaban y tú firmabas los papeles. Me abrían y tú aprobabas las cirugías. ¿Recuerdas mi primera vez? Tenía seis. Seis, Marina.
La sala cambió.
Ya no estaban en la instalación. Ahora era la habitación de una niña. Dibujos en las paredes. Una muñeca rota. Sábanas manchadas. Y sobre la cama… una cámara de vigilancia.
La niña señaló hacia arriba.
—Tú veías. Siempre viste. Y nunca dijiste nada.
La escena se repetía. Una y otra vez. Cada abuso. Cada noche. Cada rostro del personal médico. Cada uno llamándola «paciente número 47». Ninguno usaba su nombre.
Marina gritó. O intentó.
Su cuerpo comenzó a convulsionarse. La falta de escape convirtió el dolor en locura. El silencio la devoraba. Era como si su alma sangrara sin poder manchar el suelo.
Entonces, el monstruo habló.
No con boca.
Sino con miles de voces, todas infantiles. Todas desgarradas.
—No nos mataron. Nos transformaron. Ahora somos uno. Y tú… tú eres nuestra madre.
Cables descendieron del techo. Se insertaron en su espalda. En su cráneo. En su columna. Comenzaron a transmitir recuerdos que no eran suyos: torturas vistas a través de ojos pequeños, dolor filtrado por mentes que aún no sabían qué era el odio.
Marina supo lo que venía.
El castigo final.
La condena perpetua.
Iba a sentir cada violación, cada corte, cada noche de soledad… como si le pasara a ella. Y no una vez. Sino eternamente.
Camila flotó frente a ella. Ya no era niña. Era un espectro. Era hueso y sombra. Y, aun así, sonreía.
—Ahora sabrás lo que es suplicar y que nadie escuche.
Ahora conocerás el verdadero silencio.
El que grita.
El que consume.
El que jamás olvida.
Y con un gesto, arrancó el dispositivo de la garganta de Marina.
Pero no para liberarla.
Sino para dejarla gritar, por fin… y que ese grito no tuviera fin.
La sala entera se iluminó en rojo. La criatura la absorbió, fusionándola con sus carnes. Y su voz se sumó al coro infinito.
La cámara final mostró el exterior del edificio. Abandonado. Silencioso. Olvidado por la historia.
Pero si te acercas, si prestas atención…
Desde dentro…
Todavía se escucha un grito.
Uno solo.
Eterno.
SEGUNDO ARCO: LOS PECADOS DE SANTA DALIA
CAPÍTULO 1: LA LLEGADA DEL SILENCIO
La lluvia no caía. Se derramaba.
Gruesas gotas golpeaban el tejado oxidado del orfanato Santa Dalia como si quisieran arrancarlo de raíz. El aire olía a tierra podrida y carne húmeda. Y en medio de la bruma, un auto negro se detenía frente al portón de hierro, que parecía más una jaula que una entrada.
Del asiento trasero, una figura alta y delgada descendió. No se veía el rostro bajo el sombrero de ala ancha. Solo una mano enguantada que abrió la puerta… y arrastró hacia fuera a una niña pequeña, empapada, temblorosa, con los ojos hinchados por el llanto seco.
—Tu nombre es Marina. Ya no hablas. Ya no preguntas. Ya no recuerdas —le dijo la figura, con una voz sin género.
Y sin más, la empujó hacia la reja.
Nadie salió a recibirla. Solo se escuchó un chirrido oxidado cuando el portón se abrió por sí solo.
Marina caminó.
Descalza. Fría. Silenciosa.
Los árboles a ambos lados parecían inclinarse como si quisieran susurrarle advertencias que ya no entendía. El edificio, una mole gris con ventanas tapiadas y cruces rotas, la recibió sin compasión.
En la entrada, una mujer de uniforme blanco la esperaba. Tenía una sonrisa artificial, como dibujada sobre la piel. Un rosario colgaba de su cuello, pero tenía una espina en lugar de cruz.
—Bienvenida a casa, Marina —dijo—. Estábamos esperándote.
La llevaron por un pasillo estrecho, lleno de retratos antiguos de niñas con ojos tachados en tinta negra. El olor era de hospital viejo… o morgue.
Su dormitorio era un cuarto oscuro con una cama de metal, una lámpara que parpadeaba, y una biblia manchada de rojo sobre el velador.
—Aquí duermen las que todavía creen en Dios —le dijo una voz aguda desde la oscuridad.
Una niña de unos diez años emergió de las sombras. Tenía una venda en los ojos y los brazos llenos de marcas.
—¿Cuál eres tú? ¿Crees o no crees?
Marina no respondió.
—Entonces te vas al grupo gris —dijo la niña—. No te preocupes. Aquí nadie grita. Nadie puede. Nos lo prohíben.
Esa noche, Marina no durmió.
Escuchó pasos sobre el techo. Risas que no venían de niños. Un canto en latín susurrado detrás de las paredes. Y en algún punto de la madrugada, sintió cómo la sábana se levantaba suavemente, aunque nadie más estaba ahí.
Un susurro tibio le lamió el oído:
—¿Te dolió cuando te olvidaron?
Despertó empapada en sudor. O en sangre. No supo distinguirlo.
Al día siguiente, comenzaron las reglas.
Regla uno: no hables a los monjes si no te hablan.
Regla dos:
si ves a alguien llorar, no lo mires.
Regla tres:
si el espejo te muestra otra cosa, nunca lo toques.
Regla cuatro:
si escuchas que pronuncian tu nombre a medianoche, escóndete. No eres tú a quien llaman.
Regla cinco:
cada viernes, uno será llevado al cuarto blanco. No preguntes por qué. No preguntes por quién.
Marina rompió la quinta regla la segunda semana.
Preguntó por una niña que no volvió.
La golpearon. Le partieron una costilla.
—Aquí no preguntas, niña —dijo la enfermera de la sonrisa pintada—. Aquí obedeces… o sangras.
Los días se convertían en sombras. Las noches, en susurros. Los rezos eran gritos disfrazados. Y cada vez que cerraba los ojos, soñaba con la figura del sombrero… aquella que la dejó en la puerta.
Pero lo peor ocurrió el día que la dejaron entrar al salón del fondo.
Había sido limpiado, dijeron.
Pero la sangre no se quita con lejía. Se queda atrapada en las grietas.
Había cadenas en el suelo. Ruedas dentadas. Camillas para cirugía sin colchón.
—Aquí es donde te hacen buena —dijo una voz.
Era la niña de la venda, que había vuelto.
—Aquí es donde se entierra lo que fuiste, para que florezca lo que necesitas ser.
Marina no respondió.
Solo bajó la mirada.
Y en la pared del salón vio algo grabado con uñas: su nombre… y la fecha de ese día.
El día que comenzó el silencio.
CAPÍTULO 2: LA HERMANDAD DE LOS INOCENTES ROT@S
A los ojos del mundo, Santa Dalia era un refugio.
Pero entre sus muros, los niños aprendían que el silencio no era castigo. Era escudo.
Las semanas pasaban y Marina ya no contaba los días. Aprendió a ocultar el hambre y a no reaccionar al dolor. Cada golpe tenía su ritmo. Cada insulto, su destinatario. Las “tutoras” usaban guantes de látex incluso para abrazar, y el Padre Serafín —el único hombre que entraba con regularidad— siempre olía a incienso… y a vino.
Una noche, mientras limpiaba el ala norte como castigo, alguien la tomó del brazo.
—No te asustes. Si gritas, estamos muertas.
Era una niña morena, de mirada dura y rostro marcado por una cicatriz que le dividía la frente en dos mitades.
—Soy Julia. Y tú, Marina, ¿no?
Marina asintió.
—Sígueme.
La condujo a través de un pasillo tras una librería falsa en la capilla. Bajaron por unas escaleras estrechas, húmedas, hasta llegar a una habitación oculta, iluminada con velas y protegida por símbolos tallados en las paredes. Allí, cinco niños más la esperaban.
—Bienvenida a la Hermandad —dijo Julia—. Aquí no rezamos. Aquí recordamos.
Uno a uno, se presentaron: Tomás, que hablaba en susurros porque decía que los muros escuchaban. Renata, que tenía pesadillas despiertas. “Los Gemelos”, dos hermanos albinos que nunca hablaban… pero que dibujaban cosas que aún no habían pasado. Y Ernesto, un niño de ocho años con una venda permanente en la boca, cosida por una monja.
—Nosotros sabemos lo que pasa aquí —dijo Julia—. Sabemos que el salón blanco no es un lugar de curación, sino de prueba. Y sabemos que, si llegas a los trece, desapareces.
Esa noche le enseñaron las marcas en sus cuerpos: símbolos grabados en la espalda, cicatrices de experimentos, quemaduras en los muslos con hierros fríos.
—Somos los fallidos —dijo Tomás—. Los que no sirvieron.
—¿Sirvieron para qué? —preguntó Marina.
El silencio fue su respuesta.
Y luego, una advertencia:
—Si alguna vez escuchas que las paredes respiran… no mires atrás.
Marina se volvió una más. Ayudaba a esconder comida, traía vendas robadas de la enfermería, copiaba mapas de los pasillos ocultos. Pero el precio era alto.
Cada uno de ellos debía contar su historia frente al altar de la Hermandad, una vieja silla de ruedas oxidada colocada frente a un espejo roto.
Cuando fue su turno, Marina dudó. Quiso hablar de la figura del sombrero. De la primera noche. De la sensación de que alguien la estaba «preparando» desde antes de llegar.
Pero lo que salió de su boca fue otra cosa:
—Yo… yo los oigo.
—¿A quiénes?
—A los que ya no están.
Los demás se tensaron.
—¿Te hablan? —preguntó Julia.
—No. Cantan. Y me llaman… por otro nombre.
Todos se miraron.
—Entonces tú no eres una más —dijo Renata—. Eres el vínculo.
Esa noche, Marina soñó con los gemelos colgados del techo como lámparas humanas. Con Julia siendo abierta en una mesa de disección mientras aún respiraba. Con sílabas en lenguas antiguas marcadas con cuchillas en la piel de niños vivos.
Y en medio de todo… la silla de ruedas oxidada.
Vacía.
Pero con huellas frescas de sangre.
Cuando despertó, Ernesto había desaparecido.
Su cama estaba cubierta de dibujos clavados con alfileres: todos mostraban a Marina… pero sin ojos.
Y sobre su almohada, una palabra escrita con la sangre aún tibia:
“Recuerda.”
CAPÍTULO 3: EL CUARTO DE LAS VOCES
Marina caminaba sin saber si era sueño o delirio.
La madrugada caía espesa sobre Santa Dalia, y el aire tenía ese aroma peculiar a metal oxidado, como si el edificio entero sangrara por dentro. Desde su cama, lo volvió a escuchar: un murmullo tenue, apenas un eco, pero claro.
—Marina… Marina…
No era una voz que conociera. Ni humana. Sonaba como muchas voces juntas. Arrastradas. Rotos los timbres. Desesperadas.
Los otros dormían. Algunos, temblando. Otros, rígidos.
Salió del dormitorio. Las puertas no crujían; aprendieron a engrasarlas para poder moverse sin ser descubiertos. Pero esa noche, algo era diferente.
El pasillo estaba iluminado. Velas. Filas de ellas, como en un funeral.
Siguió la luz.
Cruzó la capilla, los corredores sin nombre, y descendió por un tramo de escaleras que nunca antes había notado. Cada peldaño bajaba la temperatura, y el eco de sus pasos parecía reproducirse en bocas invisibles.
Llegó.
El Cuarto de las Voces.
No era una habitación. Era una cripta.
Las paredes eran de piedra, cubiertas con inscripciones talladas a mano. En el centro, un círculo ritual manchado de rojo oscuro. Y alrededor… sillas. Camillas. Dispositivos.
Y cuerpos.
Algunos eran maniquíes mutilados. Otros, no. Muchos, aún respiraban.
En el fondo del cuarto, un altar improvisado sostenía una fila de grabadoras antiguas. Cada una tenía una cinta con una sola etiqueta: nombres de niñas. Muchos conocidos. Muchos ya desaparecidos.
Marina se acercó y presionó “play”.
Gritos. Sollozos. Confesiones forzadas. Suplicas de perdón.
Y luego… silencio.
Pero no vacío. Era el silencio después de la violación. El silencio cuando el alma se va, pero el cuerpo aún está atado.
La enfermera con la sonrisa dibujada apareció por detrás.
—Has venido sola. Eso significa que estás lista.
Marina no respondió.
—Todos llegan a este cuarto. Solo algunos sobreviven. ¿Quieres saber qué es Santa Dalia, realmente?
Dos figuras encapuchadas entraron. Traían vendas, jeringas, algo que parecía un bisturí y una cruz metálica deformada.
La pusieron sobre la camilla sin preguntar. Ataron sus brazos. Sus piernas.
La desnudaron.
El frío fue lo primero que la quebró. No fue solo en la piel. Fue un hielo que le entró por los ojos y se instaló en el corazón. Sabía lo que vendría. Lo había escuchado. Lo había visto en otros.
Uno de ellos susurró:
—No grites. Aquí nadie viene si lloras. Solo si rezas.
La aguja entró sin avisar.
Un líquido ardiente corrió por sus venas, ralentizando sus sentidos, pero manteniéndola consciente. No podía gritar. Solo observar. Solo sentir.
Comenzaron.
La exploraron como si fuera un animal. Cortaron lentamente alrededor de su abdomen. Insertaron una pequeña cruz metálica entre su omóplato y la piel. Grabaron palabras con un hierro al rojo en su muslo izquierdo.
Y cuando creía que el horror había terminado… la violación.
No con placer. No con deseo.
Con propósito.
Un experimento. Un rito. Una “transmisión de esencia”, decían.
Uno de los encapuchados habló:
—Ahora eres recipiente. Ahora nos perteneces.
La dejaron atada. Sangrando. Tiritando.
Horas después, Julia la encontró.
La sacó con una manta empapada en sangre. No dijo nada. Solo lloró.
Esa noche, la Hermandad se reunió. Marina no hablaba. No respondía. Pero sus ojos estaban abiertos. Fijos. Algo en ella se había quebrado.
Tomás escribió en su diario:
“La Marina que conocimos murió esta noche. Lo que quedó… no sé si podrá ser salvado.”
Desde entonces, los espejos comenzaron a agrietarse cuando ella pasaba. Las velas se apagaban solas. Y su sombra… no siempre la seguía.
Pero el horror no había terminado.
Solo había comenzado a despertar.
CAPÍTULO 4: AUTOPSIA DEL ALMA
No se curan heridas que siguen abiertas por dentro.
Desde la noche del Cuarto de las Voces, Marina ya no hablaba. Sus labios permanecían sellados, pero no por miedo, sino por vacío. La Hermandad intentó alcanzarla, pero era como si ella hubiese quedado atrapada en otro plano.
Julia la alimentaba a escondidas. Tomás rezaba a santos que ya no creía. Los gemelos dibujaban, y cada noche, uno de sus retratos mostraba a Marina con la piel desgarrada en nuevos lugares… como si anticiparan más tormento.
Y llegó.
La Monja del Luto, como la llamaban, reapareció tras meses de ausencia.
Vestida completamente de negro, con las uñas pintadas como cuchillas y un rosario hecho de dientes humanos. Había sido la “doctora de almas” del orfanato. Nadie sabía su nombre real. Solo que los que eran llevados a su consulta regresaban sin recuerdos… o sin alma.
—Esta niña está contaminada —dijo al verla—. Debe ser purificada.
La purificación no era agua bendita. Era aislamiento, hambruna, tortura psicológica.
La encerraron en una sala sin ventanas, donde las paredes hablaban. Voces grabadas 24/7 susurraban frases como “Es tu culpa”, “Deberías haber muerto”, “Te dejaste violar”. Luces estroboscópicas la mantenían en estado de semi-alucinación. Y en las comidas, le daban pastillas que alteraban su percepción.
A los tres días, comenzó a arrancarse mechones de cabello. A los cinco, rascaba su propia piel buscando “algo” dentro. Al séptimo, comenzó a escribir en sangre símbolos en el piso.
El octavo día… pidió que la mataran.
Pero no se lo concedieron.
La Monja del Luto entró esa noche.
Traía instrumentos quirúrgicos, un grabador, y una biblia.
—Vamos a encontrar a Dios dentro de ti, aunque tengamos que abrirte con nuestras propias manos.
Le inyectaron un suero que la mantuvo paralizada, consciente, y capaz de sentir cada incisión. Le abrieron la espalda. La marcaron con hierros. La obligaron a observar por un espejo el procedimiento.
No buscaban órganos. Buscaban reacciones. Medían el dolor. Cuánto tardaba en desmayarse. Cuántas veces gritaba el nombre de su madre. Cuántas veces maldecía su existencia.
Al terminar, le colocaron un espejo frente al rostro.
Y por primera vez en días, Marina habló.
—Eso… no soy yo.
La imagen reflejada en el espejo tenía ojos negros como vacío. La piel desgarrada. Y sonreía.
La monja la observó con terror. Dio un paso atrás.
—¿Quién eres tú?
Marina no respondió.
Pero las velas se apagaron solas.
Y en la grabadora, donde debía estar la sesión de tortura, solo se escuchaba una risa. Larga. De niña. Como si hubiera disfrutado cada segundo.
Esa noche, dos monjas aparecieron muertas. Una colgada del campanario con la lengua cortada. Otra, en el comedor, con las cuencas de los ojos llenas de cera caliente.
Marina fue hallada en su celda, durmiendo.
Pero su sombra estaba en otra posición.
Rezando de rodillas.
La Hermandad sabía que Marina ya no era solo una víctima.
Era un umbral.
Y algo… lo había cruzado desde el otro lado.
CAPITULO 5: NACER DE NUEVO ENTRE LA CARNE
La celda de Marina olía a carne muerta.
No por falta de limpieza. Sino por el hedor de algo que yacía bajo su piel. Algo que no debía estar allí. Algo que crecía. No hablaba. No se movía. Pero pesaba. Le dolía.
Y no era suyo.
Las otras niñas evitaban mirarla. Julia no se atrevía a tocarla. Tomás escribió en su diario: «A veces me parece que no parpadea. Y si lo hace, sus ojos cambian de color… como si compartiera su alma con otra cosa.»
Una noche, durante un apagón provocado por la Hermandad, sucedió.
El renacimiento.
Marina comenzó a convulsionar. Las paredes se cubrieron de sombras que se movían solas. Las luces parpadearon, aunque estaban apagadas. Y el suelo… se tiñó de rojo.
Gritó. Pero no con su voz.
Fue un alarido seco, ronco, grave. De ultratumba.
Las puertas de su celda reventaron solas. La encontraron de rodillas, desnuda, cubierta de sangre, con la piel marcada por decenas de cortes, como si algo hubiera intentado salir desde dentro. Las palabras “yo no soy yo” estaban talladas en su abdomen con uñas humanas. Había piel desprendida de sus brazos. Se arrancaba los párpados con las manos temblorosas.
La Monja del Luto apareció con un equipo de “curación”.
Cinco hombres con batas blancas, sin rostro. Le colocaron cadenas. La sumergieron en agua helada durante horas. Le introdujeron instrumentos por la garganta. Le grabaron versos bíblicos con bisturís en la espalda.
Pero Marina ya no gritaba. Solo reía.
El Padre Serafín fue llamado de urgencia.
—La niña está corrompida —dijo la monja—. Tiene dentro un fragmento. Uno muy antiguo.
Serafín no dudó.
—Entonces que dé a luz.
La llevaron al quirófano de piedra, en el subsuelo más profundo. Las lámparas colgaban como cadáveres iluminados. La amarraron a la mesa. Le inyectaron algo que la dejó entre la vigilia y la inconsciencia.
Y comenzaron a abrirla.
Pero no era un parto.
Era una extracción.
Querían sacar aquello que la habitaba. Buscaron entre sus órganos, entre sus entrañas. No encontraron feto. Ni parásito.
Solo encontraron ojos.
Muchos.
Cientos.
En sus intestinos. En sus pulmones. En el útero. Parpadeaban. Observaban. Susurraban en una lengua que nadie entendía.
Uno de los médicos enloqueció. Se arrancó la piel de la cara gritando “ella me está mirando desde dentro”.
Otro se abrió el pecho con sus propias manos para “liberar el segundo corazón”.
Y el resto… desapareció.
Cuando Julia llegó con la Hermandad, Marina estaba libre.
Sangrando, pero de pie.
Y en las paredes, escritas con sangre, aparecieron las palabras:
«Ya nací.»
Esa noche, la Hermandad se reunió por última vez.
Sabían que Marina ya no era una niña. No del todo. Era receptáculo. Era grieta. Era espejo del dolor de todos los otros niños torturados, violados, olvidados.
—¿Qué eres ahora? —preguntó Tomás.
Ella respondió:
—Soy lo que hicieron de mí.
Y al mirar su reflejo en el agua sucia, no se vio a sí misma.
Vio un rostro sin piel.
Sin labios.
Pero con la misma sonrisa que recordaba de aquella noche en el Cuarto de las Voces.
NUEVO ARCO – “EL ECO DE LOS QUE NUNCA SALIERON
CAPITULO 1: EL LLAMADO DEL LAMENTO
La notificación llegó un martes por la mañana, sellada con el membrete desgastado del Ministerio de Bienestar Infantil. Marina estaba terminando de archivar un caso cuando leyó el nombre del sitio: Orfanato Santa Dalia.
El frío le recorrió la espina. Algo en su interior tembló. Un recuerdo fugaz. Un murmullo. Pero no sabía por qué.
—Fue una denuncia anónima —dijo su supervisor—. Llanto de niños, gritos por la noche, desaparición de personal. Un informe más, pero ya sabes cómo funciona esto. Date una vuelta y confirma si hay que intervenir.
Solo un orfanato más, pensó.
Pero su cuerpo sabía que no.
La entrada a Santa Dalia era un arco de hierro cubierto de musgo, con letras corroídas que apenas se leían. La verja chirrió cuando Marina la empujó. Más allá, un jardín sin flores y un edificio de dos pisos que parecía un cuerpo muerto: ventanas como ojos vacíos, paredes carcomidas por la humedad y la lluvia cayendo como llanto sobre un cadáver sin enterrar.
La directora la recibió en el umbral.
—Bienvenida —dijo con una voz tan seca como el aire—. Estábamos esperándola.
Marina frunció el ceño.
—¿Me esperaban?
—Siempre hay alguien que vuelve, señorita Marina.
Nadie debía conocer su nombre completo. Ni su rostro.
Y sin embargo, la anciana lo sabía.
Los pasillos estaban fríos, a pesar del verano. Olían a moho, sangre seca y algo más difícil de describir: abandono antiguo.
Los niños no corrían. No jugaban. No hablaban.
Lloraban.
Lloraban en silencio. Sentados en rincones, abrazando almohadas sin relleno, con los ojos clavados en rincones oscuros.
—¿Por qué lloran tanto? —preguntó Marina.
La directora sonrió sin dientes.
—El dolor, cuando es profundo, no necesita palabras.
Durante su recorrido, Marina encontró habitaciones selladas. Una en particular tenía marcas de uñas en la puerta. En otra, un espejo estaba cubierto por una sábana manchada. Al intentar entrar, la directora la detuvo.
—No debe abrir esa puerta —susurró, sujetándola con más fuerza de la que su edad debía permitir—. No mientras siga escuchando.
—¿Escuchando qué?
—Las voces.
Aquella noche se hospedó en una de las habitaciones del segundo piso. El colchón crujía como huesos. El techo tenía manchas que parecían rostros. Y afuera, la lluvia no cesaba.
A medianoche, despertó por un sonido seco.
Tap. Tap. Tap.
Venía del pasillo. Marina abrió la puerta.
Vacío.
Pero al regresar, notó algo que no estaba antes.
Una nota, doblada cuidadosamente sobre su cama.
Temblando, la abrió.
“No cierres los ojos cuando te hablen.”
—
Los días siguientes fueron más extraños. Marina comenzó a ver figuras en los extremos del pasillo. Puertas que se cerraban solas. Luces que parpadeaban con murmullos. Y los niños… algunos comenzaron a señalarla en silencio.
Uno de ellos, de unos ocho años, se le acercó cuando estaba sola en el comedor.
—¿Eres tú? —preguntó.
—¿Yo quién?
—La que lloró más que todos nosotros.
Marina no respondió.
Porque en ese momento, lo sintió.
El eco.
No venía de los niños. Ni de las paredes.
Venía de ella.
Algo en su interior comenzaba a recordar. Como si el edificio susurrara desde adentro de sus huesos. Como si cada pared del orfanato hablara a través de su piel.
Esa noche, antes de dormir, se miró al espejo.
Y detrás de ella… vio una figura.
Era una niña.
Cubierta de sangre.
Con los ojos arrancados.
Y en sus labios partidos, la misma frase que leyó en la nota:
“No cierres los ojos cuando te hablen.”
—
El lamento había comenzado. Y esta vez, no dejaría de sonar.
CAPITULO 2: OJOS QUE NUNCA CIERRAN
Marina no durmió aquella noche.
El rostro de la niña en el espejo no desaparecía de su mente. Esos ojos vacíos, esa boca con labios desgarrados que, aun así, murmuraba desde un más allá del reflejo… Aquello no era imaginación. Era memoria.
Porque, aunque no podía explicarlo, ella recordaba
ese rostro.
El día comenzó gris, aunque el sol estuviera alto. El orfanato Santa Dalia parecía existir fuera del tiempo, como si la luz del mundo no pudiera penetrar sus muros.
Esa mañana, mientras recorría el ala norte del edificio, Marina notó una puerta semiabierta. Dentro, una habitación vacía… excepto por un solo objeto.
Un espejo.
Pero no uno cualquiera. Era antiguo, con un marco de madera tallada, ennegrecido por el moho. Y sobre su superficie, marcas de dedos. Como si alguien hubiera arañado desde dentro.
Se acercó. El reflejo le mostró la habitación vacía.
Pero entonces, de reojo, vio a un niño parado detrás de ella.
Se giró.
Nada.
Volvió a mirar.
El niño aún estaba en el espejo.
Y entonces, sonrió.
Un hilo de sangre le salió por la boca.
Marina cayó hacia atrás, temblando.
Cuando volvió a mirar, el espejo estaba limpio.
Horas después, uno de los niños, el mismo que le había hablado en el comedor, volvió a buscarla.
—Se llevaron a Inés —dijo.
—¿Quién?
—Los del espejo.
Marina no sabía cómo responder. Se arrodilló frente al niño.
—¿Dónde está Inés ahora?
El pequeño alzó la mano y apuntó a la pared.
—Donde los ojos no se cierran.
Siguió el pasillo hasta la zona que la directora había prohibido. Las paredes eran más oscuras allí, y el aire más espeso. Las bombillas parpadeaban como si respiraran.
Empujó una puerta con fuerza.
Lo que encontró dentro le heló la sangre.
Una sala con paredes cubiertas de espejos. Todos rotos. Todos con manchas de sangre en su centro. En el suelo, cientos de ojos de muñeca, arrancados, tirados como si fueran residuos.
En el centro de la sala, una camilla oxidada con correas abiertas.
Y en el techo, colgado con alambre, un letrero escrito a mano:
“LOS QUE VEN NO DEBEN DORMIR.”
Marina comenzó a temblar. Dio media vuelta para salir.
Pero el pasillo ya no estaba ahí.
Solo más puertas.
Y detrás de cada una, sollozos apagados.
Una de ellas se abrió sola.
Dentro, dibujos infantiles colgaban de las paredes. Eran garabatos, pero horriblemente precisos: siluetas siendo desolladas, niños amarrados a camas, figuras adultas con máscaras y bisturís. Una niña pintada de rojo, con los ojos como dos agujeros negros, estaba en todas las escenas.
Y en el centro del cuarto, una caja de madera.
Temblando, Marina la abrió.
Cintas. Cintas antiguas. Cintas de VHS cubiertas con etiquetas rotas. Una de ellas tenía su nombre: “MARINA // #47 — Sesión 3”.
La encendió en el pequeño televisor del rincón.
Y la cinta comenzó.
Pantalla en blanco y negro.
Una niña llorando.
Gritando.
Amarrada.
Una voz masculina susurraba:
—Mírala. Ella aún recuerda.
Y entonces, el rostro de la niña en el video se giró hacia la cámara.
Era ella.
El grito de Marina fue ahogado por las paredes.
Nadie respondió.
Solo las voces que resonaban ahora en todos los rincones:
«No cierres los ojos. No los cierres. O te llevarán también a ti.»
Esa noche, Marina no volvió a su habitación.
Se escondió en el archivo.
Pero mientras cerraba los ojos por unos segundos, escuchó un sonido suave.
Tap. Tap. Tap.
Al abrirlos, frente a ella… uno de los niños la observaba.
Sin párpados.
Los ojos abiertos, secos, fijos.
—¿Ves? —dijo con un hilo de voz—. Ya no los puedes cerrar.
Y se desvaneció entre las sombras.
CAPÍTULO 3: EL ARCHIVO DEL DOLOR
Marina no durmió. No comió. Solo caminaba por los pasillos de Santa Dalia como una sombra errante, con los ojos abiertos, rojos, secos… como si temiera que cerrar los párpados la devolviera a ese cuarto, a esa imagen.
A sí misma. Gritando. Atada.
La cinta seguía girando en su cabeza, aunque el televisor ya estuviera apagado. Recordaba cada segundo con una claridad enfermiza. El rechinar del metal. La voz del hombre. Las luces parpadeando.
Y su propio llanto.
Su voz de niña.
—No… por favor… —susurró Marina a la nada, sin darse cuenta.
Fue entonces cuando algo dentro de ella se quebró.
Como una grieta en una presa olvidada, los recuerdos comenzaron a fluir.
FLASHBACK
Una habitación fría. El olor a cloro. A sudor. A miedo.
Ella, de apenas ocho años, con un camisón de tela áspera, temblando sobre un colchón sin sábanas.
Manos la sostenían. Manos grandes. Hombres con rostros que no tenían nombre. Uno de ellos usaba una máscara quirúrgica. Otro, una bata blanca manchada.
—Es por tu bien —decía una voz masculina. Una voz que ahora le parecía conocida.
Una cinta grababa.
Ella gritaba.
Y entonces, el silencio.
Un silencio seco, lleno de vergüenza y de algo peor: resignación.
Porque aquello no fue una vez.
Fue varias.
Cada noche que no recordaba.
Cada noche que su mente había bloqueado.
Hasta ahora.
FIN DEL FLASHBACK
Marina cayó de rodillas en medio del archivo. Vomitó entre lágrimas. Se arañó los brazos hasta sangrar.
No gritaba.
Solo sollozaba como los niños del orfanato.
Porque ahora comprendía.
Ella fue uno de ellos.
Una interna de Santa Dalia. Una víctima más. Su memoria había borrado todo. Su mente, en un intento desesperado de protegerla, había sellado ese pasado con mentiras. Había creído que era su primer encuentro con el orfanato.
Pero en realidad…
había vuelto.
Revisó los estantes hasta que encontró una carpeta negra, oculta bajo una tabla suelta. Decía “PROYECTO LAMENTO / SERIE 4B – ARCHIVO DE OBSERVACIÓN”.
Dentro, hojas amarillentas con nombres de niños y niñas.
Todos numerados.
Marina encontró el suyo: N°47 – Marina L.
“Estado: Reactiva, rebelde, llorosa. Sesiones completadas: 12. Resultado: Nivel 4 de disociación. Sometida a reintegración final mediante código: AMNESIA CONTROLADA.”
Y al final, una anotación en letra cursiva:
“Sujeto reinsertado en sociedad como trabajadora social. Protocolo exitoso. Riesgo de memoria latente: medio. Monitorear si vuelve.”
Las paredes del archivo comenzaron a crujir.
Los espejos se empañaban.
Y entre los documentos… otro nombre: directora: ELENA VALKOS.
Marina apretó los dientes.
La mujer que la recibió… era la misma.
No había envejecido un día.
En ese instante, una voz sonó por los altavoces oxidados del techo.
Era la de la directora.
—Marina… querida. Has despertado, ¿verdad? ¿Recuerdas lo que eras? Lo que aún eres…
Las luces parpadearon violentamente.
Y en el reflejo del cristal de la puerta, Marina vio a la niña sin ojos otra vez.
Solo que esta vez, la niña lloraba sangre.
Y susurró:
“Tú abriste la puerta. Ahora no podrás cerrarla.”
CAPITULO 4: EL CUADERNO DE LOS QUE NO VOLVIERON
El archivo estaba en silencio.
Pero Marina sabía que no estaba sola.
Las sombras parecían moverse al ritmo de sus latidos. Había algo más en ese lugar, algo que se escondía en los rincones donde ni la luz temblorosa de su linterna podía alcanzar. En una de las repisas altas, empolvado y cubierto de telarañas, encontró un cuaderno forrado en cuero viejo.
Tenía grabado un nombre en letras pequeñas: «Hermandad 6».
Al abrirlo, la tinta parecía haberse mezclado con lágrimas. Las páginas eran irregulares, escritas con distintas caligrafías temblorosas, como si las autoras apenas supieran escribir, o lo hicieran en medio de la desesperación. Y mientras leía… la voz de la memoria volvió.
FLASHBACK
Eran seis. Siempre juntas. Siempre en silencio.
Dormían en la misma habitación. En catres que crujían como huesos rotos. Se turnaban para vigilar por las noches. Una de ellas, Clara, se mordía los labios hasta sangrar cuando escuchaba pasos en el pasillo. Sabía que, si la elegían de nuevo, no regresaría igual.
Amalia era la mayor. Había aprendido a disociarse. A dejar su cuerpo ahí mientras su alma escapaba por la grieta del techo.
Isabel susurraba oraciones inventadas, porque decía que Dios se había ido de aquel lugar.
Lucía no hablaba. Solo lloraba.
Y Marina… Marina apenas era un susurro entre ellas. Una sombra más.
Las llamaban “La Hermandad” porque siempre resistían juntas. Porque nunca delataban. Porque sabían que, en Santa Dalia, sobrevivir era un acto de rebeldía.
Pero una a una, fueron desapareciendo.
Una noche, Lucía no volvió. Dijeron que la adoptaron, pero Marina encontró su lazo para el cabello, empapado de sangre, detrás de la enfermería.
Días después, Clara fue arrastrada por dos hombres con bata blanca. No lloró. Solo dijo: “Nos están borrando”.
Amalia escribió una carta en la pared con un alambre oxidado: “No somos niños. Somos pruebas.”
Y cuando Isabel fue la última en irse, lo hizo cantando una canción que nadie entendió. Cuando Marina encontró su cama vacía, lo supo: la hermandad se había roto.
FIN DEL FLASHBACK
Marina temblaba.
Las siguientes páginas del cuaderno eran más crueles. Una por una, las niñas escribieron sus testimonios. Hablaron de los “juegos de disciplina”, de los “rituales de obediencia”, de las inyecciones que dolían como fuego, de las duchas frías que duraban horas, del cuarto oscuro donde los encerraban por días.
Cada niña tenía su número, su ficha clínica, su método de castigo.
Y todas escribían lo mismo en sus últimas frases:
“Si alguien encuentra esto, por favor… no se olvide de nosotras.”
Marina lloró por primera vez desde que llegó.
No por miedo.
Sino por culpa.
Había olvidado. Había vivido afuera como si nada.
Había dejado que las voces se apagaran.
Y ahora, estaban volviendo por ella.
Una figura se dibujó en la penumbra del pasillo.
Pequeña.
Con trenzas.
Era Clara.
Pero sus ojos no eran ojos. Eran huecos profundos, vacíos de humanidad.
—¿Nos recuerdas ahora, Marina?
Y detrás de ella, Amalia, Isabel, Lucía…
Sus rostros descompuestos.
Sus manos ensangrentadas.
Sus bocas cosidas.
Sus cuerpos ya no eran cuerpos. Eran la culpa hecha carne. Eran lo que quedaba de la hermandad.
—¿Por qué tú sí saliste? —susurró una de ellas—. ¿Por qué nos dejaste?
Marina cayó de rodillas, el cuaderno apretado contra su pecho.
Y mientras lloraba, una voz surgió detrás de ella. Una que ya no podía pertenecer a nadie vivo:
—No hay salida. Nunca la hubo. Solo estás volviendo a casa.
CAPÍTULO 5: LAS LLAVES DEL SILENCIO
La linterna titilaba.
Cada paso que daba Marina retumbaba como si caminara sobre los huesos de los que ya no podían gritar. El cuaderno de la hermandad seguía en sus manos, pero ahora era más pesado. Como si cada palabra escrita pesara lo mismo que un cuerpo.
Al final del pasillo, una puerta oculta tras una cortina de plástico desgarrado revelaba un descenso de escaleras de concreto. Bajó.
El aire era más frío. Más antiguo.
En las paredes, habían grabado nombres.
«Sujeto 017 – Transferencia emocional incompleta»
«Sujeto 006 – Fracaso en el proceso de obediencia»
«Sujeto 045 – Compatible: Empezar fase 3»
Y entonces, la encontró: una habitación blindada, sellada con siete cerraduras oxidadas. Pero no cerraduras comunes. Cada una tenía el mismo símbolo: un oído atravesado por un clavo. Las llaves colgaban sobre la puerta, amarradas con hilos de cabello.
Marina las tomó. Con manos temblorosas, abrió una a una las cerraduras.
Al abrir la puerta, la verdad se derramó como un charco de sangre olvidada.
Dentro, había máquinas.
No quirúrgicas.
No médicas.
Máquinas de silencio.
Eran como cápsulas, cada una con una camilla, y una pantalla negra encima que mostraba un solo dato: «Nivel de Ruido Emocional: 0.00»
En las paredes, colgaban fotografías. Niños, antes y después del “tratamiento”.
Marina reconoció una. Tenía trenzas.
Era ella.
FLASHBACK:
Era una niña.
Tenía ocho años. Se llamaba Marina, y aún creía que un adulto podía protegerla.
La habitación era blanca. Demasiado blanca.
Dos figuras con mascarillas la sujetaban mientras la directora hablaba en voz baja:
—Este modelo tiene un núcleo emocional muy reactivo. Será perfecto para probar la fase de transferencia.
La ataron. Le pusieron electrodos en la cabeza. Algo como una aguja larga se hundió en la base de su cuello.
—¿Te duele? —dijo uno de ellos.
Ella solo lloró.
Y luego gritó.
Gritó tanto que se quedó sin voz.
FIN DEL FLASHBACK
Marina cayó al suelo. Vomitó. Las memorias eran demasiado claras. No era solo una víctima.
Había sido un experimento.
Buscaban silenciar el dolor. Cortar el grito desde su origen. Anular el alma. Para hacer niños obedientes. Mudos. Perfectos para «la entrega».
Y ella fue la única con la transferencia incompleta. Por eso recordaba. Por eso las voces nunca se habían ido.
Detrás de ella, una pantalla se encendió.
Era un video.
La directora, más joven, hablaba a cámara:
—El objetivo es claro. El grito es la señal. Mientras un niño grite, hay humanidad. Cuando dejamos de escuchar el llanto, hemos logrado la conversión. Lo llamamos: La Llave del Silencio.
Marina gritó. Pero nadie la oyó.
No porque no pudiera. Sino porque en Santa Dalia, el grito no tiene eco.
En ese instante, una alarma sonó.
Alguien más había entrado al edificio.
O algo.
Las luces fallaron. Y en la pantalla final, apareció una frase escrita con sangre:
“Tú eras la llave. Siempre lo fuiste.”
CAPÍTULO 6: LA VOZ QUE NUNCA FUE MÍA
El eco de los pasos no era suyo.
Eso fue lo primero que Marina comprendió.
Caminaba por los pasillos del orfanato Santa Dalia, pero no reconocía sus propias pisadas. Sonaban más pesadas, más decididas, como si alguien más caminara en su lugar. Y, sin embargo, eran sus pies los que tocaban el suelo.
¿O no?
La linterna parpadeaba. No era la suya. No la recordaba haber traído. Y su mano… su mano sangraba.
Había escrito algo en las paredes, pero no lo recordaba.
“Déjanos hablar.”
Ese mensaje aparecía una y otra vez en las habitaciones, en los techos, incluso en el interior del refrigerador oxidado donde una vez halló una muñeca cosida con piel humana.
—No fui yo —susurró.
Y la voz que respondió no fue la suya.
—Pero lo serás.
Cada rincón del orfanato parecía distorsionarse. Las paredes se estiraban como carne vieja, los marcos de las puertas eran estrechos, como si quisieran cerrarse tras ella. Las voces en su cabeza ya no eran susurros: eran gritos. Llantos. Risas ahogadas en sangre.
Vio su reflejo en un espejo roto.
Pero no era ella.
Tenía ojos cosidos. Sonreía con los labios rotos. Y le decía con voz muda:
“Yo era Marina. Ahora tú eres nosotros.”
Tropezó con una camilla.
La misma donde despertó la primera vez.
Estaba cubierta por una manta.
Temblando, la levantó.
Y se vio.
Era ella. Su cuerpo. Su rostro. Su carne. Pero inmóvil. Sin ojos. Sin boca.
Y, sin embargo, respiraba.
—Esto no es real… esto no puede ser real…
Una carcajada, infantil, resonó detrás de ella. Giró. No había nadie.
Pero la camilla estaba vacía ahora.
Y la manta… envuelta alrededor de su cuerpo, como una mortaja.
FLASHBACK INDUCIDO:
Una inyección en su cuello.
La directora susurra:
—No puedes curar lo que ya eres.
Las agujas entran en sus oídos.
—Querías oír los llantos, Marina. Ahora son tuyos.
Las máquinas zumban.
Los gritos se mezclan.
—Eres la última. La voz que nunca fue nuestra. Ahora lo serás.
FIN DEL FLASHBACK
El orfanato desaparece.
Está en un campo blanco. Infinito. Vacío.
Cientos de niños la rodean. Ninguno tiene ojos. Ninguno tiene voz.
Pero todos la miran. Todos le hablan sin hablar.
“Sálvanos.”
“Mátanos.”
“Recuérdanos.”
“Olvídanos.”
—¿Qué quieren de mí? —grita.
Y una niña, con trenzas negras, se le acerca y le entrega una caja de música.
Dentro, no hay música.
Hay su voz.
Gritando.
Despierta.
En la entrada del orfanato.
Llena de tierra. Descalza. El cuaderno ya no está.
La linterna está apagada.
Y en su mano, grabado con algo afilado, una frase:
“La voz que escuchas ahora es la tuya… pero no te pertenece.”
Desde esa noche, Marina ya no puede hablar.
Solo susurra.
Y lo que susurra… no son palabras suyas.
Porque en Santa Dalia, la última víctima no muere.
Se convierte en el siguiente grito.
ARCO: SOMBRAS DEL GRITO INSEPULTO
CAPÍTULO 1: EL POLVO DE LOS OLVIDADOS
La lluvia caía sin tregua sobre el tejado resquebrajado de Santa Dalia, un sonido monótono que se fundía con el crujido de las tablas podridas y los gemidos ahogados que el viento acarreaba desde los pasillos interiores. Raúl Méndez, investigador forense de mediana edad con años de expedientes macabros a sus espaldas, nunca había sentido un miedo tan primitivo al poner un pie en un lugar aparentemente olvidado por el mundo. Sin embargo, cuando pasó la verja oxidada y sintió el crujido de sus botas sobre la grava empapada, supo que ese sentimiento no procedía solo de su imaginación: algo vivo, un lamento antiguo, emergía con cada gota de lluvia sobre esas paredes muertas.
Retrocedió un instante, como si el impulso le hiciera querer huir. Pero suspiró, recordando la promesa hecha a Marta Vega, la criminóloga que lo acompañaba. Tenían que documentar todo, desde cada mancha en el suelo hasta cada esquina que pareciera guardar secretos de almas arrancadas a golpes. Tomó la linterna de su chaqueta impermeable, acarició el frío metal y avanzó.
El vestíbulo principal era un espacio amplio, cuyas paredes antaño cubiertas de un amarillo pálido y alegre ahora estaban ennegrecidas por el moho y las telarañas. Los buzones oxidados colgaban de sus bisagras como dientes podridos. Sobre un mostrador viejo, un puñado de papeles empapados, saturados de agua y tinta corrida, yacían apilados junto a un candado desenroscado. Raúl los levantó con guantes de látex, los observó con detenimiento y tuvo la sensación de que cada mancha de humedad en aquellas páginas le susurraba un nombre que él no alcanzaba a descifrar.
—¿Escuchas eso? —preguntó en voz baja, sin quitarle los ojos de encima a la puerta principal, que parecía encogerse tras él—. Como un suspiro.
Marta asintió, y cerró la puerta con suavidad. Los pasos de ambos resonaron extrañamente huecos, retumbando en un eco que jamás parecía disiparse. Cada vez que Raúl palmeaba una pared con la palma enguantada, sentía cómo la resonancia le descendía por la columna; allí, en lo más hondo, se alborotaba algo que reconocía tan primitivo como el instinto de supervivencia. El edificio exudaba una sensación de abandono absoluto; sin embargo, su silencio era engañoso, porque, de vez en cuando, un sollozo puntual y tan ahogado que al principio pensó que provenía de su propio pecho dejaba claro que las voces de los niños seguían pulsando, enterradas bajo la putrefacción, pero nunca extinguidas.
Al adentrarse, descubrieron que uno de los niños —quizá de ocho o nueve años— se había encaramado a un muro recubierto de grafiti infantil. Sus ojos eran profundos huecos oscuros en un rostro demacrado, apenas sostenido por una fiebre silenciosa. Él los observó durante varios segundos, con la cabeza inclinada ligeramente, hasta que un parpadeo suyo reveló un brillo húmedo que parecía revivir algo antiguo.
Un golpe suave en el hombro de Raúl lo sacudió de su asombro:
—Está… ¿vivo? —murmuró Marta, con un temblor apenas imperceptible en la voz.
El niño no se movía. No temblaba. Ni siquiera respiraba con suficiente intensidad para empañar el aire. Sin embargo, cuando Raúl se inclinó para apagar el resplandor de la linterna y acercar el oído, sintió un murmullo apagado: un lamento que se fue haciendo más claro, como si la propia piedra del orfanato lo murmurara a través de la sien.
—Papá… —susurró Raúl, atónito—. Eso dice “papá”.
El niño, sin que Raúl o Marta lo tocasen, desapareció tras ellos como si las sombras se lo hubieran tragado. El silencio volvió, opresivo y absoluto. Solo el golpeteo de la lluvia en el cristal de las ventanas rotas recordaba que… todavía estaban dentro.
Caminando con cuidado, inspeccionaron la sala contigua: la antigua biblioteca del orfanato. Libreros astillados, cuyas baldas colapsaban bajo el peso de libros ajados por el tiempo; entre ellos, un sinfín de cuadernos escolares, sus hojas amarillas teñidas por la humedad. Raúl alzó uno al azar y leyó, con el ceño fruncido:
“No cierres los ojos… te buscarán hasta encontrarte.”
Las palabras estaban escritas con lápiz, pero los bordes de las letras estaban manchados de un rojo tan intenso que la lógica le exigía pensar en tiza o témpera, no en sangre. Sin embargo, el olor a metal oxidado que impregnaba la estancia no era una ilusión. Marta se llevó la mano al rostro; sus fosas nasales se llenaron del hedor característico de la sangre seca.
—Esto es… no puede ser un simple mensaje de advertencia. —Susurró, con la voz quebrada—. Es un presagio.
Mientras regresaban al vestíbulo en busca de la cámara trípode que habían instalado la tarde anterior, la lluvia arreció, como si toda la tormenta decidiera concentrarse sobre ese sitio maldito. Al cruzar un ventanal tapiado, Raúl alzó la linterna para iluminar el exterior: un jardín desolado, con hierbas crecidas a la altura de las rodillas, cubierto por un manto de hojas podridas. Pero algo llamó su atención: un grupo de dibujos clavados a un poste de madera que estuvo alguna vez pintado de blanco. Los papelitos, colgadizos y en racimo, se mecían con el viento húmedo. Se acercó con cautela. Cada hoja mostraba rostros infantiles deformados por la angustia: bocas abiertas, extrañamente alargadas en un lamento mudo, ojos que se desgajaban en pupilas como agujas. En el centro de ese conjunto, alguien había escrito con trazos gruesos:
Marina. Recuerda.
La mención de ese nombre fue un golpe de puño en el estómago de Raúl. Conocía el registro de Marina Latorre: aquella joven trabajadora social desaparecida hacía apenas un par de semanas, quién supuestamente se había internado para investigar las quejas anónimas sobre gritos nocturnos. Raúl cerró los ojos con fuerza, contuvo el aire y, al exhalar, pensó en la frase que, meses atrás, había leído en el informe policial que describía el último hallazgo en el despacho de la directora del orfanato:
“Las voces no se van. Solo cambian de cuerpo.”
¿Cómo había llegado ese nombre hasta allí? ¿Por qué—?
Algo crujió en el piso superior, como si alguien hubiese arrastrado las uñas sobre la madera vieja. El ruido subió por la escalera central, un tramo de carcomida alfombra roja que se extendía hacia las profundidades del edificio. Raúl y Marta intercambiaron una mirada. Sabían que no podían ignorarlo: todo en ese sitio clamaba por ser comprendido, por ser documentado, pero no a costa de su cordura.
—Tenemos que seguir subiendo —dijo Raúl, con un hilo de voz—. Allí… donde seguramente grabamos la última vez.
Marta asintió, y ambos tomaron las escaleras. A cada peldaño, sentían cómo el aire se hacía más denso, como si un manto de ceniza se cerniera sobre ellos. Cuando llegaron al primer nivel, descubrieron que los pasillos se multiplicaban en direcciones que, en teoría, no existían: una galería lateral, un vestíbulo con puertas tapiadas y, a lo lejos, la silueta de una niña que permanecía inmóvil, de pie, junto a una pared. Su cabello rubio, brillante incluso bajo el gris plomizo de las nubes, parecía bailar con un viento que no se percibía. Cuando Raúl alzó la linterna, la niña giró la cabeza lentamente. En ese movimiento, descubrirían algo aterrador: no tenía párpados. Sus ojos, fijos en el interior del orfanato, estaban siempre abiertos, como dos lunas ensangrentadas, incapaces de cerrarse.
La niña emitió un gemido suave, un quejido suspendido en el aire, tan dulce que parecía una nana cruel. Ese sonido heló la sangre de Raúl: lo que parecía un murmullo infantil llevaba tanta amargura, tanta súplica, que adivinó que provenía de un dolor antiguo, demasiado profundo. La niña dijo algo, con la voz extraviada, casi un eco:
—¿Vienes por nosotros?
Antes de que Raúl o Marta pudieran responder, la niña se desvaneció en la penumbra, como una bruma que se disipa. El eco de sus palabras, en cambio, resonó durante un largo segundo, clavándose en la mente de ambos: “¿Vienes por nosotros?”. Esa pregunta los marcó con fuego helado.
—No… no entiendo. —Balbuceó Marta, reprimiendo un temblor en la voz—. ¿Por qué estaría esa niña aquí si… si todos se supone que se fueron?
Raúl no contestó. En lugar de ello, encendió la cámara y la colocó en un trípode improvisado, enfocando el pasillo vacío donde la niña había estado. Decidió grabar, cada segundo, cada pared, cada sombra. Sabía que aquel testimonio sería clave: tal vez nadie creyera el video, pero si las voces comenzaban a filtrarse en la sociedad, al menos habría un registro. Su propia fe escéptica se estaba resquebrajando.
Mientras la cámara grababa, el pasillo se estremeció con un murmullo creciente, cada vez más claro. Eran decenas de susurros que se entrelazaban en un coro inconexo:
“Papá…”
“Recuérdame…”
“Tengo frío…”
“Mamá…”
El eco subió de volumen hasta convertirse en un lamento acústico que retumbó en los cimientos mismos del orfanato. Raúl sintió un sudor helado recorrerle la nuca. Quiso dejar de grabar, huir, pero no podía apartar la mirada de la pantalla. En el monitor se veía algo imposible: las paredes mismas de madera se disolvían en caras infantiles, bocas abiertas, ojos suplicantes. Y, en medio de ellas, la silueta inconfundible de la niña sin párpados, con la cabeza ladeada, viéndolo fijamente.
Un golpe seco—algo o alguien derribando un libro pesado—se oyó en la biblioteca, varios metros detrás de ellos. El murmullo se interrumpió de golpe, como si todas las voces se hubieran tragado su propio aliento. Raúl se levantó de un salto, apagó la grabadora, y caminó con pasos torpes hacia la biblioteca. Marta lo siguió, conteniendo a duras penas el pánico en su mirada. En el umbral de la puerta, descubrieron los cuadernos pintados de rojo que antes habían visto, pero esta vez, junto a ellos, había un solo dibujo nuevo: el contorno del orfanato trazado con tinta negra, y, justo en el centro, un punto rojo—un ojo pintado con tal realismo que Raúl creyó ver sangre fresca. Bajo ese ojo, escrito con letra infantil pero firme:
“Vuelve a vernos cuando el polvo se asiente.”
El aire se enrareció. La humedad pasó de simple melancolía a una presión tangiblemente dolorosa en el pecho. Raúl se llevó la mano al pulso y sintió que latía con fuerza desbocada, como si el propio edificio respirara a su alrededor. La tristeza brotó en su mente al pensar en esas niñas, en esos niños que permanecían atados a ese lugar por siempre. Sintió la angustia mismísima perforándole el estómago: eran víctimas olvidadas, difuminadas en el tiempo, cuyo único consuelo era que nadie cerrara los ojos cuando los llamaran.
Salieron de la biblioteca como si el edificio los rechazara. Al cruzar el vestíbulo central, la puerta principal se cerró de golpe con un estruendo sordo, como si un puño enorme hubiera golpeado la madera. Raúl corrió para abrirla, furioso y aterrorizado, pero al asir el picaporte descubrió que estaba amarrado con una cuerda gruesa, húmeda y pegajosa al tacto. Como si la propia muerte hubiese sellado la entrada.
—¡Mira esto! —exclamó Marta, y señaló el suelo. Pequeñas huellas de manos, como si alguien hubiera arrastrado sus palmas sobre el suelo recién fregado, dejaban un rastro de polvo grisáceo. Aquellas impresiones se dirigían, sin fingir duda, hacia el ala oeste, donde las ventanas estaban completamente tapiadas.
Raúl apartó la mirada con horror. Su instinto le decía que no debía seguir ese camino, pero su deber le obligaba a saber la verdad. Respiró profundo, recolocó la linterna en la gorra para tener ambas manos libres y avanzó tras esas huellas.
Cada metro era una punzada en el pecho. Cada vez que sus zapatos apretaban el polvo, liberaban una nube fantasmal que parecía cerrarse tras él, como si el orfanato resistiera su avance. Al doblar una esquina, descubrieron una figura inerte: un armario metálico, encerrado con candados oxidados, con más huellas polvorientas de manos, esta vez subiendo y bajando como si alguien hubiera llorado al aferrarse a él. Raúl se arrodilló, pasó la mano por el polvo y sintió un escalofrío recorrerle la espalda: las huellas parecían palpar, como si debieran encontrar algo oculto. Marta lo miró sin palabras. Supieron que la respuesta estaba allí.
—No sé si quiero… —murmuró Raúl, con la voz tensa—. Puede que sea mejor no saber.
Pero no tenían elección.
Raúl desenroscó el candado con un alicate que llevaba en su maletín. El chasquido del metal al ceder resonó en el corredor, resonando en sus costillas. Abrieron las puertas. Dentro había archivadores rotos y cajones desparramados, pero, en el centro, un cofre de madera ennegrecida por el tiempo, sellado con la misma soga viscosa que cerraba la puerta de entrada. Con cuidado, lo levantaron. El aire que escapó del interior estaba cargado de un hedor tan contundente que Raúl casi retrocede de un salto. Recordó el olor de la morgue de su último caso: pero este era distinto, más orgánico; algo que no murió por causas naturales, sino que fue sometido al dolor hasta olvidar su esencia.
Se miraron, dudaron, y al fin abrieron la tapa. Dentro, un puñado de polvo grisáceo se derramó como si la sepultura hubiera cedido. Pero lo más perturbador no fue el polvo: fueron las risas bajas, infantiles, que surgieron detrás de ellos. Cuando alzaron la vista, descubrieron a tres niños de pie, recortados por el resplandor mortecino de la linterna de Raúl: un chico de quince años con los cabellos enmarañados y una menina chica con un lazo negro —Marina— y, entre ellos, el pequeño sujeto de la primera vez, con las mejillas tan delgadas que ya no tenían carne, solo piel tensada sobre huesos.
—Nos buscaste… —susurró el mayor, con un deje de sorpresa sádica—. Ahora… ya no podrás apartar la vista.
Marta retrocedió, horrorizada, cuando Raúl alzó la linterna y comprendió que las manos del chico de quince años estaban manchadas de polvo… pero no polvo ordinario. Era el polvo mezclado con ceniza y fragmentos de huesos, como si ese cofre albergara los restos —polvorientos y rotos— de cada víctima que jamás había recibido sepultura digna.
—No podemos… —comenzó Marta, pero su voz se quebró cuando la niña del lazo negro se acercó lentamente, con los ojos destacándose como pozos oscuros y llameantes de dolor reprimido—. Ellos… no están muertos. Solo duermen.
Marina, con un hilo de voz tan suave que parecía venir de otro mundo, agregó:
—El polvo de nuestros cuerpos no es el fin. Es el comienzo.
Antes de que Raúl o Marta pudieran reaccionar, la niña hizo un gesto casi imperceptible, y el corredor artificial se llenó de un viento hueco. Las risas infantiles se convirtieron en un coro de gemidos y sollozos. El aire se espesó, como si la misma esencia del orfanato se comprimiera en un solo aliento. La linterna de Raúl parpadeó y se apagó. En la penumbra, sintió que las manos de los tres niños lo tocaban con delicadeza, tan fría como mármol bajo la lluvia. Fue entonces cuando comprendió de verdad lo que significaba “el polvo de los olvidados”: no era un vestigio, sino la presencia viva de aquellos que permanecían anclados al lugar, aguardando la hora en que alguien recuperara su memoria.
—¡Raúl! —gemía Marta—. ¡AMANECE!
—No… no puede ser… —murmuró él, mientras intentaba encender la linterna nuevamente, pero cada clic de la linterna vacilaba como si algo dentro de ella se resistiera—.
El manto de oscuridad se espesa. Al fondo del corredor, apareció una figura femenina envuelta en la penumbra: la directora, Elena Valkos, o la alusión tenebrosa de quien fue la cuidadora. Su rostro pálido estaba tan estirado que parecía un cráneo cubierto de piel reseca. Sus labios siniestros se curvaban en una sonrisa que era pura crueldad:
—Bienvenidos de regreso, queridos. ¿No extrañaban el silencio?
Con esas palabras, el corredor se derrumbó en una ráfaga de viento y lamento. El eco final de su voz se coló en el pecho de Raúl con la fuerza de un puñetazo: supo que, a partir de ese momento, no había escapatoria. Aquellos niños, con su polvo bajo los pies, lo habían marcado como testigo perpetuo de su condena.
Y, mientras la tormenta arrecia fuera y Santa Dalia parece encogerse hasta dejarles atrapados en su interior, Raúl y Marta entienden una verdad terrible:
“El polvo de los olvidados no descansa. Siempre está al acecho
CAPÍTULO 2: AULLIDOS TRAS EL CRISTAL ROTO
El aire en Santa Dalia era tan denso que cada bocanada sonaba como un lastimero susurro en los pulmones. Raúl Méndez y Marta Vega, apenas conscientes de sus propios latidos, avanzaban por el vestíbulo principal cubierto de polvo, aún sacudidos por el encuentro con los tres niños y la voz fría de la directora. La lluvia continuaba golpeando el tejado con furia, y cada gota que chocaba en los cristales agrietados parecía musitar un lamento monocorde.
Ambos sintieron la presencia de algo latente: no solo los espectros de las víctimas, sino un remanente de ira que palpitaba bajo los mosaicos rotos del suelo. Raúl encendió la linterna de nuevo, apuntando hacia las ventanas tapiadas del ala este. El haz de luz apenas alcanzaba a disipar la neblina interna que se adhería como un sudario. Ante ellos, el paisaje del jardín muerto mostraba árboles retorcidos, ramas que eran dedos de un esqueleto vegetal señalando hacia la oscuridad. Las hojas caídas formaban un tapiz saturado de óxido y hojas muertas, como si cada rincón del terreno estuviera impregnado de melancolía y resentimiento.
—Tenemos que registrar toda esa ala —murmuró Marta, con la voz temblorosa—. Esos niños no nos lo permitieron, pero aquí hay algo más… algo concentrado tras esas ventanas.
Raúl asintió sin dejar de mirar al jardín. Fue entonces cuando sintió un golpe seco contra la ventanilla de vidrio agrietado que se alzaba a su lado. Primero, solo un roce; luego, un tamborileo más insistente, como puñetazos diminutos pero cargados de urgencia.
Se giró: no vio nada al principio. Solo la curva de la pared salpicada de musgo. Pero la linterna de Raúl iluminó de pronto la figura de un niño: un muchacho escuálido de cabello oscuro y llaga en el pómulo, con la mirada perdida en el vacío. Sus labios se movían, apenas audibles:
—¡Ayúdennos…!
Raúl dio un paso hacia atrás. El niño quedó inmóvil, con la palma apoyada en el cristal roto. Cada vez que la fotografía de la tormenta lo iluminaba, su sombra en la pared se alargaba, como si la penumbra le diera forma a su desesperación.
—¿Cómo…? —murmuró Raúl, con la garganta seca—. ¿Estás vivo…?
El niño inclinó la cabeza y gimió de nuevo —o al menos, eso parecía. Luego desapareció tras el vidrio, dejándolos con un vacío terrible.
De pronto, un estrépito más fuerte sacudió la puerta de entrada: un sonido violento y seco, como un puño que golpea un panel de madera mil veces desgastado. Raúl y Marta giraron al unísono. El hombro de la puerta se adentró con un crujido, provocando que los tablones se astillaran en una lluvia de esquirlas. Desde el exterior, una figura infantil intentaba derribar el portón: un muchacho canijo, de mirada frenética, golpeando sin descanso con los nudillos.
Cuando Raúl se acercó con cautela, el niño alzó la vista, y sus ojos eran dos pozos negros tan profundos que Raúl sintió un nudo apretarle la garganta.
—¡Ayúdenme! —gritó el muchacho con un hilo de voz ahogado—. ¡Quiero salir de aquí!
Antes de que Raúl pudiera responder, el niño desapareció. Fue tan rápido que Raúl no supo si se esfumó o si su mente jugaba trucos. Pero lo que sucedió después vino arrastrado por un estrépito macabro: el cristal de la puerta principal estalló de golpe, sin tiempo para reaccionar, volando en mil astillas que se clavaron como agujas en el suelo y en las paredes. Un corte nítido, preciso, como si hubiera sido perforado por una herramienta quirúrgica. Nadie vio la mano que rompió el cristal; simplemente se resquebrajó y cedió, separando la noche del interior.
Marta gritó, un sonido agudo y cargado de miedo, mientras Raúl instintivamente cubría su rostro con el brazo. Cuando la luz volvió, lo primero que vieron fue una niña pálida plantada en el umbral: era la niña de ojos cosidos, con la boca entreabierta, y el camisón hecho jirones. Sus ojos, aunque cosidos, parecían cosquillear con un brillo interior. Miró a Raúl fijo, y luego, girándose con una lentitud inquietante, se detuvo junto a la ventana rota del ala este. Con un movimiento que parecía acariciar el aire, llamó a Raúl con una sonrisa rota.
—Ven… sáname…
Raúl sintió su corazón tambalearse: aquella niña no suplicaba por amor, sino por desesperación, casi con un dejo de compasión que estremecía. Sin pensarlo, alzó la voz para responder:
—Queremos ayudarte. ¡Pero tienes que decirnos qué pasó aquí!
La niña giró la cabeza, y en lugar de responder, corrió hacia la ventana rota del ala este. Marta, con los ojos desorbitados, alcanzó a ver cómo la niña mezcló la palma con el polvo adherido al marco, como si algo le ardiera en la piel. Entonces, levantó la cabeza y señaló hacia dentro:
—¡Por aquí!
Antes de que Raúl o Marta pudieran moverse un centímetro, la niña volvió a desaparecer, como un suspiro que se escapa por un ventanal abierto. Solo quedaban las gotas de agua que caían del cielo, batiendo en el umbral con el mismo afán que un latido estrangulado.
—Maldición… —susurró Raúl, conteniendo la rabia y el pánico—. ¿Adónde vamos ahora?
Marta, con los ojos aún húmedos, señaló hacia el ala este. Las ventanas grandes habían sido tapiadas con tablones astillados, pero uno de ellos, sorprendentemente, estaba entreabierto. La lluvia se colaba por la rendija, empapando el interior y creando un charco junto al dintel. Al acercarse, Raúl vio que arriba de ese tablón, en la esquina, alguien había tallado un símbolo con uñas: dos varas cruzadas por un aspa, recordándole un reloj detenido, inmóvil. En el centro del dibujo, la palabra “Silencio”
escrita con trozos de tiza roja.
—Esto no pinta nada… bueno —concedió Raúl—. Pero si esa niña nos condujo, tendremos que seguirla.
Marta se acercó con cautela, notando que las vacilaciones del ala este se multiplicaban con cada paso. Sus botas hundían la lona del suelo, levantando estelas de polvo que parecían danzar en el haz de luz. Cuando empujaron el tablón, descubrieron una escalera inclinada que descendía a un nivel inferior, un tramo de tiempo tan olvidado que las paredes rezumaban moho.
Cada escalón era una invitación directa al terror: no solo por los crujidos –una madera desgastada puede ceder en cualquier momento–, sino porque con cada paso el eco se alargaba hasta convertirse en una letanía de quejidos y gemidos apagados:
“¡No… no entres… no entres…”
Aunque esos quejidos sonaban como advertencias, el instinto de Raúl y Marta no los detuvo. Con cada metro que descendían, el tamaño del pasillo se ensanchaba, hasta revelar una capa de escombros: botellas rotas, restos de ropa infantil y… pisos de linóleo levantados por la humedad. Un abanico de voces comenzó a flotar: lamentos, sollozos, y en el fondo, un cántico tenue en un latín grotesco. Era la voz de alguien repitiendo una letanía de redención y maldición:
“Ade cuicumque errorem ad sua paradisi dignitates reducat… Amen…”
La entonación era tan gutural que parecía haber sido arrancada de garganta muertas hace siglos, filtrada por vísceras podridas.
—No sé si… —murmuró Marta, con la voz quebrada—. ¿Deberíamos…
Un golpe seco resonó arriba, como si la escalera entera hubiera sido golpeada por un puño cavernoso. Raúl se tensó: sabían que no estaban solos. Cada centímetro de aquel corredor parecía repleto de presencia viva. Cuando Raúl iluminó hacia atrás, su linterna cortó la oscuridad hacia el vestíbulo: la puerta principal se había vuelto a cerrar, y el cristal en el suelo, roto, había sido reemplazado por tablones nuevos clavados con prisa, como si alguien no deseara que salieran.
—Somos sus prisioneros —murmuró él, tragando saliva.
Marta se llevó una mano al pecho, notando cómo el pulso le reventaba. Apoyó la linterna con ambas manos, apuntando hacia donde surgía el cántico. Un pasillo se bifurcaba en diagonal, y al fondo vieron una puerta entreabierta. La voz en latín salía de allí, acompasada por el goteo de agua. Sin más palabras, los dos avanzaron.
Cada paso en el suelo húmedo levantaba un ligero olor metálico: la sangre seca de hace años que aún dormía en las fisuras del cemento. Cuando se acercaron, el cántico cesó abruptamente. Raúl alzó un brazo con cautela, empujó la puerta y la reveló: un cuarto pequeño, poco más grande que una celda, con paredes de cemento y un único ventanuco que daba a un patio interno. Sobre una mesa improvisada, hojas amarillentas con notas médicas se amontonaban, cubiertas por huellas manchadas. Encima de todo, una fotografía enmarcada de una niña de unos catorce años, muy delgada, con la mirada fija hacia abajo, cargada de reproches. Bajo el vidrio, alguien había escrito con tiza roja:
“Clara, nos guiaste… ahora guía a ellos.”
De pronto, sintieron un movimiento detrás de ellos. Al girar, vieron a la figura espectral de una joven de cabellos largos y rojizos, con la piel tan delgada que cada vena se marcaba como un hilo de tinta bajo la luz mortecina. Era Clara. Sus ojos, hundidos y sangrantes, se clavaron en Raúl. Su expresión era un torbellino de odio y dolor. Con un dedo, señaló la pared opuesta, donde un espejo colgaba de un solo clavo: un espejo astillado, sin marco, con grietas que se entrecruzaban formando una tela de araña plateada.
—Tú los llamaste —dijo Clara, con la voz tan seca que parecía el crujido de hojas secas al pisarlas—. Ahora… míralos.
La cara de Raúl se tornó pálida. Se acercó al espejo despacio, sintiendo cada fibra de su cuerpo temblar. Cuando alzó la mirada, vio no su propio reflejo, sino una pared de rostros: docenas de caras infantiles, de diversas edades, todos ellos con la boca abierta en gritos desesperados y con los ojos vendados por cintas blancas. Cada rostro estaba impregnado de furia y hambruna: hambruna de justicia, de mano amiga, de auxilio que nunca llegó.
—Son los que se llevaron contigo —susurró Clara, sin mover un músculo—. Son la Hermandad, la que nunca murió. Nos quedamos aquí, atrapados en este cristal.
En ese instante, un punzón de furia explotó en el pecho de Raúl. Sintió que la culpa se le atragantaba como un puño de acero. Los recuerdos de Marina Latorre, de la niña de ocho años, de las sesiones de “disciplina” que describía cada informe que encontró, brotaron con una nitidez infernal. Imaginarse esos rostros, sujetos a un destino tan atroz, lo envolvió en un torbellino de ira interminable.
—¡Maldición! —gritó Raúl, alzando la voz con rabia—. ¿Por qué…? ¡¿Por qué los dejaste aquí?!
Pero Clara, en lugar de apartarse, se desvaneció en un parpadeo. Dejó solo la sensación de una pena infinita en la habitación, un aliento gélido que atravesaba la espalda de Raúl.
El silencio siguió después: uno tan pesado que apretaba los oídos, que hacía latir el cráneo. Entonces, un puñetazo seco golpeó el suelo de concreto. Raúl retrocedió, y descubrió a Marta arrodillada en el suelo, con los ojos cubiertos de lágrimas. En sus manos sostenía un cuaderno de tapas gastadas, atado con hilo de cabello. Cerró el cuaderno de golpe y levantó la cara hacia Raúl:
—Mira—dijo con voz temblorosa—. He encontrado sus diarios de tortura. Deben existir varias copias… pero este pertenece a Lucía.
Cuando abrió la primera página, las palabras escritas con mano temblorosa surgieron como cuchillas:
“Me enterraron viva en el sótano.
Me golpearon los huesos hasta romperlos.
Me dijeron: ‘Si lloras, no volverás a ver la luz’.
Pero lloré. Y vi… el rostro de Marina.”
Raúl sintió su propia voz quebrarse. Los puños le palpitaban, y el instinto de venganza creció en él como un incendio. Aquella injusticia antigua, renovada en cada cara que emergía del espejo, era un llamado a la acción.
—Tenemos que sacarlos de aquí —gruñó Raúl, con la mandíbula tensa—. No podemos dejarlos morir… otra vez.
Marta asintió, cerrando el cuaderno con un suave golpe. Y antes de que dijera algo, escucharon un estruendo seco, un tirón en el otro extremo del pasillo que amenazaba con arrancar la pared de cuajo. Raúl apuntó la linterna y vio una figura arrodillada, arrancando un tablón a golpes furiosos. Era el chico de la primera vez. El muchacho escuálido que golpeó el ventanal, con los ojos cuadrados y cristalinos de súplica.
—¡Ayúdennos! —suplicó—. Mi hermana está… ahí abajo. ¡No la encuentro!
El terror brilló en los ojos del muchacho. Su voz, al inicio jadeante, tomó matices de furia desquiciada:
—Si no entran… moriré… Con ella… como todos…
Raúl dio un paso decisivo. Apretó los labios y miró a Marta con determinación:
—Hay que abrir ese tablón. Ahora.
Marta asintió, y juntos avanzaron hacia la figura. Sin pronunciar palabra, tomaron el hacha improvisada que Raúl llevaba en la espalda y, con golpes certeros y brutales, descajaron el tablón que había sido colocado con desesperación. El olor a madera húmeda se mezcló con un leve tufo a podredumbre, y al final, descubrieron una grieta larga y estrecha que daba a un nuevo tramo del pasillo.
Un viento helado emergió de esa rendija, arrastrando consigo el murmullo de cien voces. El chico de cabello oscuro se agachó, asomó la cabeza con duda, y luego su mirada se tornó de terror: sus ojos se fijaron en el suelo. Allí, entre las losas levantadas, un charco turbio de agua vieja y restos óseos se agitaba como si algo viviera dentro.
—No… no puedo creerlo —susurró el chico con un sollozo entrecortado—. Ella… ella estaba aquí… se lo prometí…
Su voz se quebró. Entonces, una ráfaga de viento helado entró con furia por el hueco abierto, golpeando la cara del chico y dispersando una corriente de susurros furiosos:
“Entrégate… Entrégate…”
Sin pensarlo, el chico retrocedió, y al hacerlo, pisó una muesca en el suelo: un trozo de suelo se inclinó, revelando una trampilla bruñida de óxido. Raúl se agachó con cautela, apartó la madera levantada y su linterna iluminó el interior: un pozo estrecho, profundo y oscuro. A ambos lados, había marcas de arrastre y cuerdas sostenidas por ganchos oxidados. El aire que emergía de allí traía un hedor intenso: igual al del cofre polvoriento: sangre vieja, descomposición y un oscurecer primigenio que hacía pensar en un nacimiento invertido.
—Ese debe ser el sótano de las voces… —murmuró Raúl, temblando—. Lucia estaba aquí. Y si seguimos ese camino, puede que la encontremos.
El chico, con los ojos inyectados de lágrimas, lo miró con gratitud y terror:
—Por favor… no me dejen solo…
Marta dio un paso adelante:
—No lo haremos. Pero tendrás que ayudarnos a sacar a tu hermana.
El chico asintió con un sollozo. Entre los tres, bajaron las manos al pozo, tocaron el agua turbia, y sintieron que una corriente punzante les recorría la columna. No solo era un aguijón físico, sino un puñal en el alma: les recordaba cuán cerca estaban del borde de la locura, al internarse en un lugar donde las víctimas nunca encontraron descanso.
Raúl colocó con cuidado la linterna en un gancho improvisado en la pared, mientras Marta sostenía la cámara para documentar cada instante. El chico, con la mirada fija en el fondo, empezó a bajar por una escalera de madera resquebrajada. Con cada peldaño que descasaba, un nuevo lamento se hacía más claro: cuerpos arrastrados, cadenas que recorrían la piedra, y un eco que repetía en bucle la frase de la Hermandad:
“Los que ven no deben dormir.”
El pasillo inferior, antes de desaparecer en la oscuridad, dejó entrever un corredor lleno de sombras. Se percibía un vaho de humedad tan intenso que Raúl mal podía respirar. Pero al final, advirtió un retumbe de pasos arrastrados, una voz que gimoteaba una nana incompleta, y un goteo constante… El goteo rítmico que marcaba el compás de un corazón que aún latía bajo capas de barro y lodo. Sabían que, en cualquier instante, todo ese horror podía estallar en una vorágine de llantos y violencia desencadenada.
Mientras contemplaban el abismo, Marta se volvió hacia Raúl, con los ojos encendidos en una mezcla de tristeza y determinación:
—¿Estamos preparados? Porque cuando abramos esa trampilla, ya no habrá vuelta atrás.
Raúl cerró los ojos un segundo, inhaló profundo y, al exhalar con fuerza, respondió con voz ronca:
—No hay marcha atrás… pero tampoco hay rendición.
Con un último vistazo a la cámara chirriante, los tres fundieron sus voluntades hacia abajo, internándose en el corredor que los conduciría a la guarida de los aullidos… hacia donde las heridas de Santa Dalia aún supuraban su dolor. Y, mientras cada uno bajaba por los peldaños resbaladizos, el eco del laberinto se cerró detrás de ellos, llevándose el resplandor del pasillo principal y dejando a Santa Dalia sumida en un silencio tan aterrador que pareció gritar.
CAPÍTULO 3: LÁGRIMAS DE TINTA Y PLATA
El aire del sótano apestaba a descomposición y humedad milenaria. Cada paso que daba Raúl Méndez sobre la escalera de madera carcomida resonaba como un tañido fúnebre. Marta Vega, con la cámara temblando en sus manos, sintió el peso de la oscuridad acumulada en esa caverna de desesperación. El agua turbia goteaba constantemente, como si el orfanato exhalara su propio lamento a través de las grietas. Detrás de ellos, el muchacho de mirada fantasmagórica murmuraba oraciones inconexas mientras descendía, arrastrando los pies con la resignación de quien ya no espera nada más que la muerte.
Al pie de la escalera, el corredor se abría en un tramo largo y angosto. Las paredes, pegajosas al tacto, estaban cubiertas de símbolos trazados con un pigmento parduzco que parecía sangre reseca. Aquellas inscripciones antiguas hacían referencia a “El proceso de purga absoluta”, “Llanto sin retorno” y “La disolución del yo”. Raúl alzó la linterna y la pasó lentamente por esas letras, sintiendo un escalofrío helado que le subía por la nuca. Por un instante, creyó ver cómo las palabras palpitaban, moviéndose con un temblor leve, pero consciente. Quizá fue su imaginación. Quizá la desesperación lo volvía miope al hueco de la muerte que lo rodeaba.
En un tramo más adelante, un recodo dejaba ver una habitación de piedra. El umbral estaba semicubierto de cascotes y fragmentos de azulejos rotos. La cámara de Marta captó un charco oscuro en el suelo: aquel líquido viscoso brillaba con un reflejo metálico bajo el haz de la linterna. Al acercarse, descubrieron que no era agua: eran fragmentos de tinta medio solidificada, como si alguien hubiera vertido litros de tinta mezclados con algo más… algo orgánico. Raúl retrocedió un paso y sintió las suelas de sus botas aferrarse a un pequeño charco de agua estancada. Olía a humedad, mezquina y venenosa.
—Siento como si estuviéramos caminando sobre las lágrimas de todos los que quedaron aquí —murmuró Marta, con la voz ronca, tratando de contener las arcadas.
Al abrir la puerta de aquella habitación, un chillido ahogado les obligó a retroceder un paso. Allí, tiradas en el suelo, habían pilas de cuadernos apilados, sus tapas raídas y rellenas de polvo. En cada portada, una inscripción distinguible: “Diario de Lucía”, “Cuaderno de Amalia”, “Memorias de Clara”… Y en el centro de la habitación, una mesa improvisada con una vieja linterna de aceite. Esa linterna estaba encendida, a pesar de que no había ningún indicio de brisa que pudiera activar la mecha. ¿Quién… cómo la encendió?
Raúl se acercó con cautela. Tomó el cuaderno más cercano: “Memorias de Clara”. Al abrirlo, encontró innumerables tachaduras, manchas de tinta y garabatos que resultaban casi ilegibles. Entre las páginas, fragmentos escritos con desesperación:
“Me encadenaron aquí después de descubrir que hablo en sueños.
Me llaman ‘eco de los olvidados’.
Cada noche, mi propia voz me traiciona.
Si me oyes…
Soy Clara.
Estoy muriendo otra vez.”
Marta, con la cámara enfocando el cuaderno, sostuvo la respiración. Las palabras parecían sangrar tinta. Unas cuantas líneas, escritas con mano temblorosa, mencionaban a una “Marina” que, según Clara, se aparecía cada vez que alguien abría esas páginas. “Ella trae consigo el aliento de los muertos”. Un aura escalofriante se adueñó de la habitación, como si un aliento gélido los envolviera. Fue entonces cuando Marta sintió un temblor interno tan profundo que la empujó a cerrar el cuaderno bruscamente.
—Tenemos que grabar todo esto —murmuró—. Cada una de estas páginas. Es la prueba de lo que sucedió…
Pero Raúl la detuvo con un gesto. Señaló las marcas en la pared opuesta, escritas con pintura plateada: “No mires más allá de la tinta”. Aquellas letras parecían arder en la penumbra, como si un hálito inhumano las resguardara.
Sin embargo, la curiosidad y el deber profesional le impidieron retroceder. Se agachó sobre “Diario de Amalia” y, con la linterna sobre la punta del cuaderno, leyó en voz baja:
“Hoy… me sacaron las uñas.
No recuerdo quién.
Mi hermana lloró toda la noche.
Dijeron que era para ‘limpiar la tinta’.
Está prohibido llorar cuando la tinta cae.”
Marta no pudo más. Con un sollozo ahogado, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Había algo indescriptible en aquellas líneas: la certeza de que cada lágrima vertida allí se había solidificado en tinta y se había vuelto parte del suelo. Eran lágrimas de inocencia, atrapadas para siempre, sirviendo de sustento a los ecos delirantes que resonarían en ese sótano por el resto de la eternidad.
Mientras tanto, un murmullo creciente llegó desde el pasillo. Raúl apagó la linterna con un clic seco. Todo quedó en penumbra. Solo la débil luz de la linterna de aceite, temblando, iluminaba los cuadernos, proyectando sombras danzantes en las paredes. Ese murmullo se convirtió en un coro de voces: la amalgama de niños y niñas recitando nombres, solicitudes, rezos y lamentos. Sonaban a una letanía de nombres invisibles, a una lista interminable de inocentes que nunca regresaron.
Los dedos de Raúl se aferraron a la piel fría de Marta. Ambos supieron que esas voces no eran simples grabaciones: eran las almas de quienes habían sufrido, clamando por ser oídas. Su desesperación era tan intensa que se podía casi palpar en el aire, denso y cargado de lágrimas secas.
—Tenemos que encontrar la fuente de ese sonido —dijo Raúl con voz temblorosa.
Marta asintió, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Siguieron el corredor en la penumbra, con la linterna de aceite ahora funcionando como única guía. La habitación quedó atrás, con su colección de diarios soplando un lamento silencioso que parecía inundar todo el sótano.
El pasillo desembocó en un cruce de corredores. Allí, el charco de tinta los aguardaba: un vórtice negro en el suelo que reflejaba extrañamente sus caras, como si la tinta pudiera devorar la realidad y escupirla convertida en alucinación. En ese charco, podían ver el rostro de la niña sin párpados, con la boca ensangrentada, suplicando en un eco: “No cierres los ojos…”. Entonces, el coro de voces se intensificó y, de repente, ese charco dejó escapar una bocanada de humo grisáceo, como si la tinta quemara el aire a su alrededor. Raúl estuvo a punto de dar un brinco hacia atrás, pero Marta lo sujetó con fuerza.
—Más adelante… ahí—susurró.
Se adentraron en el corredor de la derecha, guiados por aquellos múltiples lamentos. Cada metro que recorrían lastimaba sus oídos, como si una oleada de furia dolorida se estrellara contra el tímpano. A la altura de una puerta entreabierta, descubrieron un viejo televisor de tubo, conectado a una cinta VHS a medio introducir. La cinta, negra y remendada, gritaba con su peso la urgencia de ser reproducida. Con dedos temblorosos, Raúl empujó la cinta hasta el final y, en un parpadeo, la pantalla cobró vida.
La imagen mostraba un pasillo del primer piso, filmado con una cámara antigua. Solo que no era un día cualquiera: los pasillos estaban repletos de niños y niñas con expresiones vacías. Algunos seguían una procesión de monjas con velas encendidas, cantando en latín. En un cuarto contiguo, se veía a la doctora principal grabando un cuaderno con gesto solemne, luego agarrando a una niña por el cabello y obligándola a mirar a la cámara. La niña gritaba, pero su voz se aniquilaba por la sobrecarga de llantos en off: el propio televisor mezclaba grabaciones de distintas sesiones de tortura.
—Mira… allí—murmuró Marta, señalando la pantalla. Raúl, con la linterna temblando en su mano, enfocó el monitor.
En el ángulo derecho de la pantalla, apareció la imagen de Marina Latorre, muy joven, con el rostro demacrado, sosteniendo un cuaderno parecido a los que habían visto en la habitación anterior. Sus ojos, fijos en la cámara, parecían suplicar algo que Raúl no alcanzaba a comprender: la cámara se desplazaba y mostraba su mano temblorosa escribiendo en ese cuaderno:
“El proceso no ha terminado.
El lamento se perpetúa
mientras viva una lágrima.”
De pronto, un corte brusco. El monitor se volvió negro. Una estática intensa le sacudió la cabeza a Raúl: sintió como el rugido de un enjambre de voces le martillaba las sienes. Instintivamente intentó apagar el televisor, pero la cinta siguió girando, proyectando en la pared un mosaico de escenas distorsionadas: rostros de niños con los ojos rasgados, manos cubriendo bocas ensangrentadas y símbolos esotéricos escritos en los pisos con ceniza y tinta. Todo se volvió una tormenta de imágenes que se movían a cámara rápida, entrelazando el presente con fragmentos del pasado.
—¡Tápate los oídos! —gritó Marta, cubriéndose el rostro con los brazos—. ¡Es demasiado!
Raúl, arañando la parte superior de su pecho, se acomodó la gorra y, con la respiración entrecortada, se acercó para detener la reproducción. Finalmente, logró extraer la cinta del reproductor, y el televisor cayó en un crujido sordo, dejando detrás un eco de interferencia que disminuyó lentamente hasta desaparecer.
El silencio que siguió fue tan absoluto que dolió. Solo el goteo de la humedad quebraba la quietud. Raúl se pasó la mano temblorosa por la frente; sentía su pulso reventar tras las sienes, como si alguien le martillara con un objeto ardiente. Marta respiraba con dificultad al lado, sus ojos inyectados en lágrimas.
—Esto… esto no es solo un lugar de muerte —dijo Marta con la voz entrecortada—. Es un santuario de sufrimiento que se alimenta de cada lágrima que alguna vez cayó aquí.
Raúl asintió, tragándose un nudo en la garganta:
—Y mientras queden lágrimas por derramar, el orfanato respirará.
Un crujido más arriba les interrumpió: la escalera por la que habían bajado tembló. Una figura apareció un instante en el hueco: el muchacho canijo, con la mirada extraviada, sujetando un puñado de hojas junto a un cuaderno gastado. Tiene el rostro empapado en sudor y lágrimas, como si llevara la angustia misma en la piel.
—Conseguí esto… —sollozó—. Es lo único que quedó de mi hermana…
“Encontré a Marina desangrándose en los pasillos.
Las monjas habían cerrado las puertas para que los demás no supieran.
Escuché sus gritos hasta que…
ya no lo escuché.”
El cuaderno cayó de sus manos y aterrizó en el suelo con un leve golpe. Raúl se agachó para recogerlo. La portada, ennegrecida por la tinta y las huellas de manos, marcaba otra inscripción: “Testimonio de Marta” —un testimonio imposible, pues las páginas estaban escritas con una caligrafía muy parecida a la suya, pero eran el testimonio de una niña.
Marta se lanzó a contraer el libro entre sus brazos, y cuando lo abrió, leyó en voz baja:
“Vi morir a mi hermana.
Sentí su sangre en mis pies,
mezclada con la mía.
Juré nunca olvidar
y mantuve mi palabra:
escribo para que otros vean
a dónde puede llevar un solo grito.”
Marta alzó la vista, y sus ojos se encontraron con los de Raúl. Todo el terror, la tristeza y la culpabilidad estallaron en su rostro. Ambos sabían que no bastaba con registrar la historia: tenían que liberarla, porque cada testimonio era un peso que clamaba ser liberado.
—Tenemos que detener esto —murmuró Raúl, apretando los puños—. Antes de que el orfanato se alimente de más lágrimas.
Entonces, el muchacho canijo dio un paso al frente y, con voz apenas audible, agregó:
—Ella… ella me habló aún después de muerta.
“No cierres los ojos”
Susurró…
“Y no pienses que te olvidaré.”
El joven se desplomó, agotado, y cayó de rodillas. Marta corrió para sostenerlo. Mientras tanto, Raúl recogió el cuaderno de Marta y lo colocó con cuidado entre sus pertenencias. Con un nudo en la garganta, comprendió que cada palabra escrita en tinta y cada lágrima sepultada bajo el linóleo era un componente vivo de la oscuridad de Santa Dalia.
Pero aún quedaba una pregunta sin respuesta:
¿Cómo sellar el duelo de los olvidados para que, finalmente, sus lágrimas dejaran de alimentar el horror?
La tormenta seguía azotando el tejado, enviando su lamento incesante a través de cada recoveco de la estructura. Y mientras Raúl, Marta y el muchacho canijo se preparaban para buscar la fuente última de ese coro de voces, el viento del exterior introdujo un murmullo tan suave que nadie lo notó de inmediato:
“Nadie puede recordarlos por siempre…
pero mientras alguien lo intente,
Santa Dalia permanecerá despierta.”
Capitulo 4: Ecos de un-Origen Destiempo
El anuncio de lluvia parecía resonar en cada piedra de Santa Dalia, como si el cielo lo lamentara desde antes de que existiera. Raúl Méndez y Marta Vega, con las linternas apuntando a los anaqueles carcomidos del scriptorium oculto en el ala sureste del sótano, habían descubierto un arcón sellado con sello de cera agrietada. Al romperlo, un olor a pergamino añejo y a descomposición se alzó como un puñal en la garganta. Dentro, hallaron un conjunto de manuscritos y fotografías en sepia: reliquias del momento en que aquella edificación fue apenas una estructura de ladrillo rojo sobre un prado olvidado.
Mientras el viento helado se colaba por las ventanas tapiadas, Marta comenzó a leer en voz baja el primer documento: un decreto fechado en abril de 1886, firmado con la rúbrica casi indescifrable del obispo local, Jesús Aldo de la Calle. El manuscrito narraba la intención de fundar “un refugio para huérfanos” bajo el auspicio de la orden de las Hermanas de la Misericordia, destinadas a consolar a los niños desolados tras las epidemias de fiebre amarilla que habían azotado la región. El texto rezaba, en una caligrafía pulcra:
“Santa Dalia abrirá sus puertas a todo huérfano sin distinción. Aquí hallarán pan, techo y consuelo. Proclamamos ante Dios que el objetivo de este orfanato será el amor y la redención de las almas inocentes, para que nunca más queden a merced de las fiebres y la miseria.”
Raúl sujetó la linterna con mano temblorosa y señaló una fotografía desgastada: un retrato de grupo, mujeres con hábitos oscuros y rostro severo, niños de rostros macilentos, rostros opacos, vestidos con ropas hechas jirones. La mirada de uno de esos niños, clavada en la cámara, era tan intensa que Raúl sintió un nudo en la garganta. Aquella imagen, capturada bajo la luz roja de un atardecer primaveral, parecía tener vida propia, como si cada sombra ocultara una historia trágica.
—Mira esos ojos —susurró Marta, arrugando el ceño—. No es la mirada de un niño que espera ser rescatado. Más bien, parece alguien que lleva el peso del mundo en su soleada infancia.
La voz de Raúl se quebró ligeramente:
—En ese instante… Santa Dalia era su única esperanza. Quizá no sabían que la esperanza podría convertirse en furia.
Al girar la página, Marta encontró el libro de actas de la Hermana Madre Eulalia, la primera directora. El primer registro, fechado el 2 de junio de 1886, decía:
“Hoy recibimos a los primeros treinta niños, huérfanos de la epidemia. El convento solo tiene recursos modestos, más nuestra fe en la Providencia nos guiará. Cada niña llevará una medalla de San Cayetano, y cada niño, un rosario bendecido. Que Santa Dalia vela por ellos.”
Pero conforme avanzaban, las anotaciones —escritas a lápiz con caligrafía inclinada— se volvieron más crípticas. En el informe del 17 de agosto de 1886, se leía:
“Hemos observado que algunos niños, al caer la noche, musitan en un dialecto que no comprenden las hermanas. Cuentan un cántico extraño, invocaciones a un nombre que se reseca en las lenguas. Intentamos enseñarles oraciones canónicas, mas insisten en repetir ‘Dalia nos mira, Dalia nos llama’.”
Raúl tragó saliva: diciéndose a sí mismo que era un desarrollo propio de la histeria de aquella época, siguió leyendo. Pero en la siguiente anotación, la Hermana Eulalia temblaba al escribir:
“El niño número 12 murió esta madrugada. Su grito fue tan fuerte que obligó a las hermanas a cubrirse los oídos. Al inspeccionar su cuerpo, sus párpados estaban sellados de forma manual con una delgada capa de cera… y hallamos escrita la palabra ‘Silencio’ en su pecho, trazada con un punzón afilado. Rezamos por su alma… pero no podemos olvidar su mirada al expirar.”
La penumbra de la habitación se sintió más opresiva. Marta cerró los ojos un instante, como si el peso del pasado la estrujara. Raúl alcanzó a ver otra fotografía, esta vez del inaugural acto de consagración, donde la Hermana Madre Eulalia alzaba una cruz mientras los niños formaban un corro a su alrededor. Contrario a la solemnidad, todos exhibían un semblante sombrío: casi antirreligioso, como si su fe hubiese sido arrancada de cuajo.
—¿Te das cuenta? —dijo Marta, señalando otra fecha—. A los seis meses de fundación, el registro menciona “reacomodo de espacios”: no se trató de ampliar, sino de tapiar el ala sur.
Raúl asintió:
—Significa que ya entonces algo se escondía bajo estas paredes. No era para proteger a los niños… era para encerrarlos.
La siguiente página del libro de actas llevaba la fecha 3 de marzo de 1887. En ella, la Hermana Madre escribía, con letra temblorosa y manchas de sangre:
“El hermano Herrera fue hallado muerto en la capilla, con la garganta rebanada. A su alrededor, grabados en la madera del confesionario: ‘Dalia exige tributo’. A partir de hoy, se clausura la capilla.
Los niños susurran que Santa Dalia habita el sótano.
Rogamos por la salvación de nuestras almas.”
Marta se estremeció:
—¿Capilla clausurada? Esto ya no tiene nada que ver con caridad ni con rezos… Aquí algo se corrompió desde los cimientos.
Raúl buscó en las páginas siguientes. El texto inicial se transformó, en cuestión de meses, en un compendio de “incidentes” y “reacomodos”:
- 11 de mayo de 1887: “Cinco niñas desaparecidas en la noche. Sus camas estaban vacías al alba, y la única señal eran rastros de barro y hojas sin tocar. Se clausuran las ventanas del ala oeste.”
- 28 de septiembre de 1887: “Cadáveres de tres hermanas vestidas con hábito manchado de algo oscuro (posible sangre) hallados en el pasillo de servicios. Presentaban señales de mutilación y el cráneo abierto. Los niños gritan ‘Dalia nos vigila’ en coro cada atardecer.”
- 3 de enero de 1888: “Hemos decidido renunciar a la idea de adopciones. El orfanato conservará a los niños como custodia permanente. Aquellos que enfermen o resulten ‘inconvenientes’ serán suspendidos de ración.”
—¿“Suspendidos de ración”? —pronunció Marta, su voz vacilante—. En términos modernos, sería… hambruna forzada.
Raúl asintió con gesto sombrío:
—Ellos mismos se abolieron. O se auto encerraron en una pesadilla.
De pronto, las linternas chispearon: la bombilla del foco improvisado en el scriptorium parpadeó y se apagó. La oscuridad envolvió el lugar, y el eco de sus respiraciones retumbó en las bóvedas de ladrillo. Al intentar volver a encender las linternas, la corriente falló por completo. El sótano se sumió en una negrura tan espesa que Raúl apenas percibía el contorno de Marta. En ese silencio absoluto, resonó un susurro:
“No saben del tiempo al que vinieron.”
Los dos contuvieron el aliento y, con manos entumecidas, recorrieron con cautela los estantes. Marta apenas susurró:
—¿Lo oíste?
Raúl asintió con la barbilla:
—Como un niño que pregunta si aún hay esperanza.
Con un atisbo de luz—quizá un parpadeo en la linterna de aceite—descubrieron una imagen en la pared: un fresco apenas perceptible bajo las capas de yeso carcomido. Una figura femenina, con túnica blanca y rostro cubierto por un velo, sostenía en sus brazos a un grupo de niños. Sus rostros eran idénticos, vacíos, sin rasgos propios. Alrededor, unas manos ocultas en la sombra parecían sostener cadenas que ataban a la figura central a los niños, impidiendo que escaparan. Debajo del fresco, unas palabras pintadas a pincel fino:
“Ella nos dio la vida, y ella nos la tomó.”
Marta deslizó la punta de sus dedos por la superficie polvorienta. Cada partícula de polvo se adhería a su piel, llevándole un escalofrío que le bajaba por la espalda como un relámpago.
—Creo… creo que esta mujer era la fundadora real —susurró—. No la Hermana Eulalia, sino otra… una benefactora cuya mano nunca asistió al orfanato, pero cuyo nombre pronuncian los niños en susurros.
Raúl asintió, recordando el nombre que había escuchado en los archivos de la biblioteca: Dalia Morvell.
Supuestamente una acaudalada filántropa que había impulsado la edificación, pero de la que nadie tenía retrato definitivo.
—Ella regaló las tierras y el dinero, pero nunca se acercó al orfanato, salvo en una visita ruidosa que duró una sola noche. Dicen que los niños cantaban su nombre en cánticos nocturnos. —Raúl dejó escapar un suspiro—. Después de eso, empezó todo el caos.
La oscuridad cedió un instante cuando el foco regresó con un leve chisporroteo. Martasintió agradecida y continuó leyendo el manuscrito sobre la vida de Dalia Morvell:
“En junio de 1885, Dalia Morvell llegó a la ciudad. Se presentaba como viuda desde años antes, con una fortuna de origen misterioso. Dicen que su familia desapareció en circunstancias extrañas, y que heredó riquezas de un legado maldito. Ordenó construir un edificio faraónico en medio de un páramo, insistiendo en que estuviese dedicado a ‘la protección de almas olvidadas’.
El arquitecto principal y el capataz desaparecieron en la primera noche de obras. Al día siguiente, las paredes recién terminadas mostraban símbolos rúnicos grabados con precisión quirúrgica. Morvell no se asustó: ordenó clausurar el ala que contenía esos primeros muros.
Durante la edificación, se registraron varios incidentes:
- “Pérdida de manos de obreros.”
- “Ruido de cánticos en las cavernas subterráneas cada medianoche.”
- “Voces infantiles sin cuerpo que surgían de la tierra removida.””**
Marta exhaló con furia contenida:
—¡Pero si los obreros murieron antes de que se entregara ni una piedra! ¿Cómo es posible…?
Raúl recordó las anotaciones de la Hermana Eulalia y pronunció con voz grave:
—Porque Santa Dalia nunca levantó una sola piedra sin haber sido maldecida. Cada ladrillo se parió en un sótano inundado de llantos.
Mientras seguían leyendo, el manuscrito narraba que Dalia Morvell no sobrevivió para ver la inauguración: un 12 de noviembre de 1886, su carruaje fue hallado destrozado en un acantilado cercano, con su cuerpo desaparecido. Cuentan que lo único que se halló entre los matorrales fue su relicario, abierto, con un mechón de cabello infantil enroscado en su interior, manchado de sangre seca.
—Alguien dijo que cuando la carroza cayó, su grito resonó hasta aquí, a Santa Dalia, como invocando un pacto —dijo Marta, con la voz rota.
Raúl cerró el manuscrito con determinación:
—Fue el precio que pagó por construir este lugar con dolor.
“Ella nos dio vida, y ella nos la tomó.”
La frase de aquel fresco retumbó en su pecho con la fuerza brutal de un puñetazo.
Con los documentos recogidos, emprendieron el regreso a la escalera. Pero en el momento en que alzaron la vista, escucharon pasos tras ellos. No eran pasos humanos: era un arrastrar de uñas por la roca, un sonido rasgado que se acercaba en círculos, envolviéndolos. Raúl apuntó la linterna hacia la esquina del pasillo, y entre la penumbra vio una multitud de figuras: rostros infantiles, algunos con cabellos empolvados, ojos en blanco, pústulas negras en la piel, flotando como fantasmas sin cuerpo, rodeando a la pareja con murmullos de dolor y venganza.
—¡Retrocedan! —gritó Raúl, con la linterna moviéndose a frenético vaivén—. ¡No nos toquen…!
Pero cada figura avanzaba un centímetro, como si el propio suelo las impulsara. Sus voces se alzaron en un coro enloquecido:
“¡Devuélvenos la paz!
¡Que no volvamos a llorar!
¡Basta de silencio!”
El grito colectivo perforó los tímpanos como cuchillas ardientes. Marta gritó, cubriéndose los oídos, mientras Raúl retrocedía torpemente.
Entonces, Clara apareció entre la multitud espectral. Su mano extendida sostenía—como si se le hubiera quedado pegada—una cinta rota por la mitad. En ella estaba escrito, con tinta corrompida:
“Ni la muerte detiene al que no olvida.”
Con un gesto casi ceremonioso, Clara alzó la cinta y la rompió por completo. Al instante, las figuras se desvanecieron en partículas de polvo gris. El eco del coro se disolvió en un murmullo final:
“Nuestra tinta es eterna…
nuestros ojos, vidrios que no duermen…”
La oscuridad quedó intacta. El scriptorium volvió a susurros, como si apenas hubiera latido la furia de las voces. Raúl se quedó en silencio, con la linterna apuntando al suelo donde los fantasmas habían emergido, sintiendo su propio cuerpo temblar de ansia y temor. Marta lo tomó del brazo, apretando el cuaderno que habían recolectado, y murmuró:
—Tenemos que llevar esto a la luz. No podemos dejar que estos niños sigan “llorando” en la oscuridad de un sótano.
Raúl asintió en silencio. El peso de la historia que habían descubierto —la fundación en maldición, los experimentos primigenios, las desapariciones— lo había marcado con fuego en el alma. Aun así, supo, al mirar la escalera que ascendía al vestíbulo principal, que su deber no terminaba al salir de Santa Dalia. Llevaban consigo el conocimiento de un pasado tan sangriento que podía colapsar cualquier mente.
Pero cada testimonio, cada diario, cada fotografía insepulta era también la llave para que aquellas voces de niños encontraran, al fin, un reposo verdadero. Y mientras las gotas de lluvia redoblaban su golpe contra el exterior, Raúl y Marta emprendieron la ascensión hacia la superficie, conscientes de que, en cuanto el mundo supiera la verdad, Santa Dalia podría desaparecer… o condenar a otros a la misma oscuridad.
CAPÍTULO 5: FURIA EN ROSTROS DESMEMBRADOS
La lluvia arreciaba con tal ferocidad que el orfanato Santa Dalia goteaba en todas sus fisuras, cada gota soldando un lamento incesante contra los muros. Raúl y Marta habían regresado al vestíbulo principal tras emerger del sótano, con los diarios y fotografías en las manos, sabiendo que aquello que llevaban consigo era más que documentos: era la sinfonía desgarrada de cien almas destrozadas. A pesar de haber dejado atrás el sótano, el sabor rancio de aquella tinta añeja y de las lágrimas petrificadas aún persistía en sus gargantas.
Pero no hubo respiro. Apenas cruzaron el umbral, un estrépito seco resonó desde el ala oeste, donde las ventanas habían sido tapiadas con tablones. El viento chilló, impulsando esas tablas hacia dentro con la furia de un animal herido, y un torrente de polvo y fragmentos de madera los envolvió. Raúl levantó la linterna en un gesto reflejo, y la luz desenfocada descubrió, al fondo del corredor, una escena que convirtió la tensión en grito silencioso: la primera de las paredes estaba cubierta por un mural de espejos rotos, en los cuales cada fragmento reflejaba un rostro infantil mutilado.
Eran rostros “desmembrados” muy literales: ojos cosidos con hilos negros, narices atravesadas por alambres oxidados, bocas abiertas que mostraban hileras de dientes astillados. Cada fragmento del espejo parecía un ojo hueco examinando a los intrusos con ira y reproche. Al juntar todos los fragmentos, la ilusión total era la de cien niños todavía vivos, de pie, mirándolos directamente, a pesar de que en realidad allí no había ningún niño. El pasillo olía a deshidratación y carne reseca.
—No… no puede ser —murmuró Marta, con la voz entrecortada; su respiración se hizo irregular—. ¿Cómo…?
Raúl apenas lo supo responder. Sus pulmones ardían, la adrenalina le palpitaba en las sienes. Dio un paso hacia adelante, consciente de que cada reflejo cambiaba ligeramente a cada movimiento: un crujido extraño surgió de uno de los pedazos más grandes, como si la lámina de espejo se moviera imperceptiblemente. El eco de un sollozo ahogado retumbó en ese conglomerado fracturado: un sonido cargado de furia y tragedia.
Sin previo aviso, un estallido de gritos infantiles reventó en todos los fragmentos a la vez. Fue tan intenso que Raúl sintió el tímpano explotar. Con un gesto, se llevó la mano al oído y retrocedió, arrinconado contra la pared opuesta. Marta se cubrió los ojos, pero a pesar de ello seguía percibiendo esos rostros salir de los pedazos de espejo: sus bocas parecían arquearse en sonrisas retorcidas de venganza.
—Tápate los oídos —zarandeó Raúl, arrastrando a Marta hacia la escalera que descendía al ala inferior—. ¡Corre!
Antes de que ella pudiera obedecer, uno de los pedazos de espejo se desprendió de la pared y cayó al suelo con un chirrido que hizo a Marta perder el equilibro. El fragmento era un espejo pequeño, de la altura de un niño, y contenía el rostro perfecto de una niña muy joven: piel pálida, mejillas hundidas, ojos rasgados, boca con marcas de puntas metálicas. Para Raúl, esa niña fue Clara, la misma que los había guiado en el scriptorium. Sus ojos, ahora clavados en él, le reprochaban en silencio todo el dolor del mundo.
El fragmento se levantó lentamente, como sostenido por manos invisibles, y se deslizó hacia ella. Marta gritó, pero el grito se hundió en la furia del espejo roto. Raúl corrió, tiró de ella y avanzó hacia el corredor que conducía a la escalera, con la fragilidad temblando bajo sus pies. Detrás, los fragmentos comenzaron a vibrar en la pared, llamando a otros a desprenderse. Cada espejo resquebrajado llamó a otro, y la pared entera empezó a soltar pedazos, como un monstruo queriendo liberar cuerpos aplastados por demasiado tiempo.
Raúl tomó a Marta del brazo y la empujó cuesta abajo. En la oscuridad del ala inferior, el olor era aún más intenso: una mezcla de locura, dolor y misericordia rota. Las luces parpadearon bajo el pulso siniestro de la tormenta. Al fondo, separadas por una corta distancia, vieron las puertas de la antigua enfermería. Por un instante, la imagen se volvió cadenciosa: vislumbraron camillas oxidadas, instrumentos quirúrgicos colgando como juguetes retorcidos y charcos de líquido oscuro que reflejaban los ojos ansiosos de ambas figuras. Desde allí emergía el eco de un llanto multiplicado, un coro de voces que reclamaban justicia como un vendaval abrasador.
—Tenemos que… —comenzó a decir Marta con la voz quebrada—. ¿Tenemos que detener esto?
—No… —respondió Raúl con un gruñido, reprimiendo el pánico—. Tenemos que cerrar el ciclo.
La enfermería se abría en dos salones contiguos. Uno, el “cuarto de curación” primigenio, rebosaba de viejos tarros con líquidos oscuros. El otro, el “área de observación”, estaba sellado con una puerta metálica. A través de una ranura en la parte superior, vislumbraron la figura de la monja del Luto, con el hábito negro empapado y una biblia abierta en la mano. Su rostro pálido tenía una sonrisa de extraña compasión. Detrás de ella, dos figuras infantiles, medio sombra, medio carne reseca, le sostenían la túnica. Eran Isabel y Amalia, las otras dos de la Hermandad. Sus ojos, hundidos, irradiaban la furia contenida de mil inviernos sin sol.
—No pueden irse —dijo la monja del Luto con voz pétrea—. Aquí es donde nacen las promesas rotas. Aquí se origina el llanto que no se olvida.
Raúl avanzó con determinación, empuñando una de las lámparas de aceite que colgaban cerca. El resplandor danzó sobre su rostro contraído por la rabia y la resolución: en sus manos sostenía el cuaderno que Clara había escrito, el “Diario de la Hermandad”. Lo levantó, mostrándolo a la monja.
—¡Esto termina hoy! —gritó, mientras la lluvia tamborileaba con furia a través de los ventanales rotos—. Estas páginas… tienen que ser leídas. Tienen que ser conocidas.
La monja ladeó la cabeza, mostrando un destello de ego invasivo:
—Las voces nunca descansan. Y nada de esto saldrá de aquí, salvo si tú te conviertes en una de ellas.
Marta respiró con dificultad y, antes de que Raúl pudiera detenerla, ella lanzó el cuaderno con fuerza contra la mesa de metal. El libro estalló en páginas sueltas; las hojas, escritas con tinta manchada por lágrimas secas, volaron como mariposas de oscuridad. Cada fragmento de papel describía una atrocidad: “La ritualización de la obediencia”, “El canto nocturno de las cadenas”, “La purga de la sangre infantil”. Las palabras manchadas de tinta y sangre se elevaron en remolino, creando un torbellino grisáceo que se alzó por encima del suelo. La monja del Luto retrocedió un instante, como si la lectura colectiva de aquellas confesiones la quemara en el acto.
Las páginas volaron y cayeron sobre las camillas: una sobre cada una de las dieciocho camas que poblaban el salón. Al posarse, el remolino de viento se disipó, dejando un silencio abrupto e intocable. Marta, con los labios temblorosos, alzó la voz:
—¡Que todo el mundo sepa lo que hicieron! ¡Que entiendan el precio de cada lágrima!
En ese instante, un estallido de imágenes macabras salió de cada cuaderno al contacto con el suelo: figuras talladas en tinta que adquirían volumen y se alzaban como espectros. Los rostros de Clara, Lucía, Amalia, Isabel y Tomás, cubiertos de mutilaciones y marcas de tortura, se reunieron en un círculo alrededor de la monja del Luto. Sus bocas abiertas ya no eran solo reflejos en un papel; eran gritos en carne viva, huracanes de sufrimiento deseosos de liberarse.
—¡No! ¡No! —gritó la monja, pero su voz fue engullida por el estruendo de tantos llantos.
Las figuras espectrales se alzaron, flotando con rostros retorcidos de rabia. Cada uno levantó un puño espectral hacia la monja. El aire se llenó de un grito coral, un aullido desencadenado por la furia acumulada de incontables generaciones de niños rotos. La monja del Luto retrocedió, trastabilló, y finalmente cayó de rodillas, las manos cubriéndose el rostro.
—¡Perdón! —sollozó, doblada por un dolor que no era solo físico—. No… no supe cómo evitarlo.
Pero ninguno de los fantasmas escuchó. El aullido alcanzó un clímax tan atroz que Raúl sintió su mandíbula temblar por el impacto. Las paredes de la enfermería se estremecieron, y una grieta se abrió en el techo, dejando caer fragmentos de yeso mezclados con polvo de hueso. La monja del Luto, aún en el suelo, sintió su cintura rajarse de dolor: cuatro manos espectrales la sujetaron por dentro, tirando de sus entrañas y arrancándole la voluntad de la pasión.
—¡Ayuda! —gritó con una voz que se ahogó en su propia furia.
Pero al levantar la mirada, vio cómo los espectros la separaban en cuatro pedazos, cada uno de los cuales se esfumaba en un destello plateado. Su agonía se interrumpió en un vórtice de silencio absoluto. Solo quedó el eco de un corazón cerebral que detuvo su latido.
Cuando Raúl quiso reaccionar, la imagen cambió: las figuras tornaron a papel y se desmoronaron en un crujido seco. En medio del caos, las camillas se desplomaron y las páginas de tinta quedaron esparcidas por el suelo. La linterna de aceite parpadeó y se apagó. La sala de la enfermería quedó sumida en una oscuridad tan total que parecía volverse sólida, como un muro material.
Entonces, un susurro invadió los oídos de Raúl:
“Nuestro lamento no cesará…
hasta que el mundo sepa que
el terror nace del guante de misericordia.”
El grito final brotó del sótano, formando un estampido que erizó el vello y perforó los cimientos. La tierra tembló bajo sus pies, y, al fin, Raúl encendió la linterna con manos temblorosas.
Marta y el muchacho canijo se habían desplomado en el suelo, exhaustos, empapados en sudor y lágrimas. Los pedazos de papel, negros y repentinos, habían recreado un ritual que la “salvación” de antaño jamás habría admitido. El aura de horror persistía, como un campo magnético de furia infantil.
Raúl se agachó para recoger lo que quedaba de los diarios. Cada página rasgada debía ser reunida, archivada, revelada. Sabía que, aunque hubieran presenciado la carnicería espiritual de la monja, eso solo era un fragmento del infierno. Tenían que salir, documentar, exponer. Porque mientras esas páginas quedaran ocultas, mientras cada rostro mutilado se mantuviera en el secreto, Santa Dalia seguiría gestando terror.
Con dificultad, se puso de pie, sostuvo a Marta y la ayudó a incorporarse. El muchacho los miró con ojos húmedos, como si el mundo se le hubiera desmoronado por segunda vez. Marta apretó el cuaderno con fuerza:
—No podemos dejar que la oscuridad se trague esto… —musitó—. Hay que mostrarlo.
Raúl asintió, secándose la frente con la manga:
—Tendremos que sacarlos de aquí.
“Los que ven no deben dormir.”
Pero ellos estaban despiertos. Y con ese veloz despertar, avanzaron hacia la escalera, dejando atrás los ecos de un horror tan profundo que ni el propio viento de la tormenta podría extinguirlo.
Mientras ascendían, cada paso que daban levantaba polvo de tinta y ceniza. El coro de los rostros desmembrados se había silenciado —por ahora—, pero el aura de ira se impregnó en sus cuerpos. Una señal clara: Santa Dalia no se rendiría sin susurrar en cada rincón la verdad atrofiada, ensangrentada, de su maldición original.
CAPÍTULO 6: EL GRITO QUE CONMUTA
La noche sobre Santa Dalia se cerró con un estruendo sepulcral: la lluvia, implacable, golpeaba el techo y los cristales roto de las ventanas, como si el cielo mismo presintiera el clímax de aquello que nadie había logrado enterrar. Raúl Méndez bajaba por el tramo final de la escalera que conectaba el vestíbulo con el sótano de las Voces, con el pulso retumbando en los oídos y las manos aún temblorosas por el horror de la enfermería y los espejos destrozados. Marta Vega lo seguía aferrando la cámara contra el pecho, sabiendo que las pilas de cuadernos que llevaban consigo en la mochila podían ser el testimonio definitivo de todo el mal.
Tras ellos, el muchacho canijo se aferraba al abrigo de Raúl, con los dientes castañeando de frío y terror, repitiendo en un hilo de voz:
—¿Crees que… estarán… esperando por nosotros?
Raúl giró la cabeza un instante para mirarlo con angustia:
—No lo sé. Pero si no llegamos pronto, terminarán creyendo que fuimos nosotros quienes rompimos la última tregua.
La pared frontal del sótano de las Voces se alzaba, sorda, como una boca inmóvil en sombras. Allí, las viejas puertas metálicas, abolladas y corroídas, guardaban el vestíbulo donde todo había comenzado aquel primer eco de gritos infantiles. Ahora, después de descender por los corredores y sortear los lamentos de fantasmas atormentados, sentían cada vez más cerca el punto en que convergían todas las voces: las de Clara, Lucía, Amalia, Isabel, Tomás… y la de Marina, ausente, clamando entre esas ruinas.
Marta preparó el trípode con delicadeza para no resbalar en los charcos de líquido oliváceo que se acumulaban en el suelo. La cámara se alzó, apuntando a la vieja cerradura, a los remaches oxidados que parecían petrificados en un grito apenas contenido. Raúl tomó aire, apretó el dispositivo que llevaba en el cinturón y, con un giro firme, abrió las puertas. El chirrido del metal al ceder resonó como un alarido prolongado: al otro lado, la oscuridad los tragó de inmediato; el único resplandor provenía de las linternas de mano, cuyos haces de luz temblaban con cada paso.
Dentro, el sótano se extendía en dos túneles de piedra, cubiertos por tejidos colgantes negros y manchas de humedad que formaban figuras erráticas. Hacia la izquierda, el corredor descendía suavemente, inundado por el murmullo sordo de cadenas que rozaban el suelo y un latido constante, abrasador, como si un corazón se alojara detrás de cada bloque de piedra. A la derecha, un tramo angosto de escaleras de carcomida madera subía a un balconcillo medio derruido, donde reposaban bancos de hierro retorcido y fetos de cera derretida pegados a las paredes. La cámara registraba cada detalle con un parpadeo intermitente de luz que convertía la penumbra en un espacio vivo: cada sombra se volvía sombra musculada, rastros de dedos que se esforzaban por emerger.
—Escucho… algo —susurró Marta, cubriéndose la garganta con el reborde de la chaqueta—. Un latido… un eco de vida que quema.
Raúl asintió en silencio, palideciendo:
—Es el grito que nos prometieron: aquel que nace cuando el último aliento se extingue.
Avanzaron por el tramo izquierdo. El latido se acrecentó hasta volverse insoportable: un tamborileo desesperado que, con cada eco, parecía estrangular sus entrañas. Entonces, a mitad de camino, la voz infantil surgió, separando la penumbra como un puñal de cristal:
—¡No cierres los ojos!
Fue la voz de Clara, idéntica a un lejano recuerdo que se había grabado en la médula de sus miedos. De pronto, todas las linternas saltaron, sumergiéndolos en una oscuridad que dolía en las retinas. Marta soltó un grito ahogado, pero Raúl la sujetó con decisión, pasó una mano por la pared húmeda y la guió hacia una puerta lateral, apenas perceptible entre los estigmas de humedad.
—Por aquí —gruñó, con la voz cargada de urgencia—. Hay que avanzar.
La empujó y descubrieron un cuarto sin ventanas, solo iluminado por la débil luz rojiza que se filtraba desde las rejillas superiores. El latido resonaba más suave, como si un mendigo desangrado luchara por mantenerse vivo. En medio de la estancia, una enorme pila de ceniza y papel carbonizado: lo que quedó de los cuadernos, quemados para sembrar el silencio. Raúl escupió con asco y recogió un puñado de cenizas, notando el calor tenue que aún desprendía.
—¡No! —exclamó Marta, levantando la cámara—. ¡No podemos…!
Antes de que terminara de hablar, la ceniza se alzó en un torbellino, como si la furia de los niños estallara en un remolino de polvo gris. De ese torbellino surgieron cuatro figuras: Amalia, cojeando con un vendaje mal atado en el muslo, Lucía con el rostro cubierto de cicatrices antiguas, Isabel con los ojos abiertos de par en par y Tomás, balanceando un cuaderno carbonizado con las páginas en blanco. Sus manos se estiraron hacia ellos, invitándolos a beber de su dolor.
—¡Somos la tinta que no quisieron leer! —rugió Amalia con un grito agudo—.
“Cada lágrima aquí vertida se hizo palabra… y ustedes la quemaron para silenciarla.”
Las figuras avanzaron, flotando a milímetros del suelo, formando un círculo a su alrededor. Marta retrocedió, doblada de terror, mientras Raúl alzó el puño con un temblor que no solo era físico, sino el temblor de su propia rabia encarnada. Fueron los gritos de Amalia, Lucía, Isabel y Tomás los que calaron en su piel como agujas candentes:
“No descansaremos hasta que el mundo sepa…
hasta que cada lágrima sea un grito…
hasta que nuestra tinta sangre para siempre.”
Con un gesto desesperado, Raúl alzó la ceniza restante y esparció un puñado por el suelo: la ceniza explotó en un resplandor níveo, como si contuviera la flecha de mil antorchas heladas. Los espectros retrocedieron, cubriendo sus rostros con las manos en un grito muda. Fue entonces cuando apareció la voz que aguardaban:
—Tú… tú la escuchas.
Era el eco de Marina Latorre, vibrando desde el centro del sótano. De la esquina más oscura, emergió su figura: un espectro brumoso, cubierto por la bata raída de trabajadora social, con las palmas de las manos abiertas hacia el techo, latiendo con un tenue resplandor interno. Sus ojos eran cavernas sin fondo, y sin embargo, irradiaban compasión y furia a la vez.
—Desde el instante en que me tragó esta casa…
cada día he sido la dueña de mil gritos…
soy el eco que tú jamás podrás callar.
Marta sintió sus rodillas flaquear y se arrodilló, aferrando el cuaderno de Clara:
—Marina… ¿eres tú? ¿Tú realmente existes aquí?
Marina asintió con un movimiento suave, pero desgarrador:
“Cada lágrima derramada en Santa Dalia…
cada papel quemado… cada cuerpo callado…
revive dentro de mí.
Yo soy la Voz que nunca tuve.”
La voz pareció desgarrar la atmósfera, como si un millón de lamentos se unieran en un solo gemido que quebró el silencio de siglos. Marta izbó la cámara, incapaz de contener las lágrimas.
—¡Tenemos que documentarlo! ¡El mundo debe verlo!
Raúl, aferrado a la base de la escalera, la miró con una determinación que bloqueaba el miedo:
—No lo entenderían…
—Debe entenderlo —interrumpió Marina, acercándose con lentitud inhumana—.
“Dejen que me liberen,
dejen que mi grito trascienda
la piedra y el hierro,
para que Santa Dalia muera.”
Con un susurro, Marina levantó la mano y señaló la puerta de regreso al corredor principal. La sala pareció temblar. El latido que habían escuchado se transformó en un pulso vibrante: un repique de tambores cavernosos que marcaban el fin de un ciclo y el inicio de otro.
—Ella… ella quiere que salgamos con su testimonio —dijo Marta casi en un eco—. Que la saquemos de aquí.
Raúl devolvió la mirada a la puerta que daba al corredor:
—Si ponemos su voz allá afuera…
“Santa Dalia nacerá otra vez.”
Marina ladeó la cabeza, como respondiendo desde la niebla de su propia existencia:
“Solo cuando el mundo recuerde
hasta el último sudor de mis hermanos,
la casa quedará en silencio.
Pero si ustedes no lo hacen…
mi grito se convertirá en un terremoto de sombras.”
El murmullo de los otros espectros se elevó en un coro:
“Hazlo…
Grábalo…
No dejes que nos olviden.”
El suelo tembló con fuerza. Las paredes rezumaron humedad negra, desprendiendo viejas manchas que goteaban sin tregua. Los instrumentos de tortura, dispuestos como un altar al fondo de la sala, brillaban bajo la luz mortecina: bisturíes abiertos, engranajes de hierro y ganchos retorcidos. Marta levantó la cámara con decisión, incluso cuando su pulso amenazaba con arrebatarle el pulgar del obturador.
—Vamos… —susurró, con la voz rota—. No podemos fallarles.
Raúl exhaló un suspiro, como si liberara un fragmento de su propia esencia. Avanzó un paso, sintiendo a cada fibra de su ser latir con el horror y la compasión que lo impulsaban. Atravesaron el círculo espectral: las cuatro figuras retrocedieron, cediendo paso mientras un viento helado los envolvía. Cada uno de esos espectros posó su mirada en ellos, con un rictus que mezclaba súplica y condena. Clara, al acercarse un instante, levantó la mano como si ofreciera una promesa:
—Grábalo todo.
“Deja que el mundo vea que el terror no germina en la ausencia de agudos…
sino en el olvido de las heridas.”
Con ese mensaje, las figuras se disolvieron en una cascada de partículas plateadas, como antiguos lamentos que regresaban al universo. El latido desapareció, y las sombras recularon hasta fundirse en la penumbra más profunda. Raúl y Marta quedaron solos, de pie ante el antiguo altar de instrumentos, con la cámara temblando en las manos y las linternas apuntando a los rincones donde el horror había dormido por tanto tiempo.
—Está… está listo —murmuró Marta, rodeando con el brazo tembloroso a Raúl—. Llevaremos su voz afuera.
Raúl asintió y guardó la cámara en la mochila junto con los cuadernos y fotografías restantes. Aquella sala resonaba aún con fragmentos de lamentos: gotas de tinta en el suelo, manchas oscuras en los muros, ganchos de enganche que se erguían como dedos acusadores. Sabían que, al salir, activarían la última chispa del infierno que había consumido a Santa Dalia desde su fundación. Pero también sabían que, sin ese sacrificio, el mundo no conocería la magnitud del horror ni podría impedir que el ciclo continuara.
Subieron por la estrecha escalera, quebrando el silencio añejo, hasta volver al vestíbulo. La lluvia golpeaba los ventanales con tal fiereza que parecía querer borrar toda huella. Sin embargo, ellos salieron de Santa Dalia con paso firme, sabiendo que el infierno de aquella casa los había marcado para siempre. Marta sostuvo la cámara contra su pecho, empapada por las gotas que se colaban por los cristales rotos; Raúl cargaba la mochila con los documentos, cuyo peso era tan brutal como la culpa compartida de los inocentes.
Cuando cerraron la puerta principal detrás de ellos, la oscuridad del interior hizo crujir un último lamento:
“El grito ya no es solo mío…
ahora somos todos nosotros.”
La lluvia los envolvió en su marea sorda, como un abrazo gélido que borraba su silueta en la penumbra. A cada paso hacia la carretera, sentirían la cicatriz que encerraba el odio y la tristeza de cien niños que se negaban a quedarse mudos. Porque, en el eco infinito del mundo, su grito se consumía para volverse un faro de luz: la llama implacable de una verdad que nadie podría callar.
CAPÍTULO 7: EL GRITO QUE NO PUDE DEVOLVER
La lluvia volvía a golpear el tejado del viejo Santa Dalia, como si el cielo supiera que aún había gritos sin responder. El edificio, aunque aparentemente vacío, conservaba el aliento de todos los horrores que lo habitaron. Pero esta vez no era Marina quien lo recorría. Era algo más… o alguien que quedaba de ella.
Marina ya no distinguía su cuerpo de su sombra. Los días sin sentido, el encierro, la tortura emocional y física, la habían fracturado de formas que ni siquiera las palabras podrían reconstruir. Ella no murió, pero tampoco vivía. Era una herida abierta vagando por corredores hechos de memorias ensangrentadas.
Los espejos del orfanato comenzaban a mostrar imágenes que no correspondían al presente. Voces susurraban entre las grietas de las paredes, arrastrando las emociones de los que antes suplicaron por morir en lugar de seguir respirando ahí dentro. Marina no era la única. No podía serlo. Porque Santa Dalia no se alimentaba de cuerpos, sino de almas quebradas.
Una noche, frente al aula prohibida del sótano, Marina vio su reflejo. Pero el espejo no mostró su rostro actual. Fue el de la niña que una vez fue, con la mirada desesperada, las rodillas heridas, y la voz desgarrada de tanto pedir que la dejaran en paz. No lo hicieron. Nunca lo hicieron. La imagen le devolvió una escena que había bloqueado: el momento exacto en que la obligaron a «agradecer» a uno de los visitantes de la hermandad. Era un hombre con un anillo dorado. Su risa era peor que cualquier grito.
—¿Recuerdas? —le susurró el reflejo—. Dijiste “gracias” con la boca rota y los ojos vacíos. Y nadie vino a salvarte.
Marina se desplomó, pero no lloró. Ya no podía. Las lágrimas habían sido arrancadas junto con su infancia. Solo jadeó como un animal herido, sintiendo que cada célula de su cuerpo seguía reviviendo ese instante.
Pero había algo más en el aire. Algo… que se acercaba.
Los pasillos comenzaron a crujir, no por el viento, sino por los pasos de los que ya no eran humanos. Las hermanas desaparecidas, los internos asesinados, las almas que no encontraron salida: todos ahora caminaban entre dimensiones, unidos en un mismo propósito. Venganza. Castigo. Ver el mundo arder con la misma intensidad con la que fueron devorados.
La directora, o lo que quedaba de ella, aún se manifestaba. Ya no hablaba. Solo reía. Desde las sombras, observaba a Marina, y por primera vez, algo en su risa cambió. Miedo. Porque Marina ya no era la niña violada, ni la mujer torturada. Era el reflejo vivo de todo lo que Santa Dalia ocultó y ahora salía a la superficie, infectando la realidad misma.
Las luces se apagaron. Las puertas se cerraron. Las paredes comenzaron a sangrar.
Y una voz gritó desde lo más profundo de las entrañas del edificio:
—¡Ahora gritarán ustedes!
CAPÍTULO 8: DONDE LA CARNE SE CONVIERTE EN SILENCIO
Los muros ya no eran de ladrillo. Respiraban.
Marina se arrastraba por un pasillo donde el suelo palpitaba como un órgano expuesto. Cada paso hacía que un susurro saliera desde las paredes, como si el orfanato murmurara con voces de niños enterrados entre sus cimientos. No eran recuerdos. No eran visiones. Eran las almas atrapadas, retorciéndose en un limbo de desesperación perpetua.
La puerta principal ya no existía. Donde antes había una entrada, ahora solo había una piel tensa, costurada con lo que parecían cabellos infantiles y trozos de lenguas mutiladas. El aire olía a vísceras calientes, pero el frío era constante, como si estuviera bajo tierra.
Marina no recordaba cuántos días habían pasado desde su descenso. Tal vez nunca subió. Tal vez jamás salió del sótano desde aquella primera inspección. Todo era una alucinación tan real que dolía físicamente.
Y de pronto, escuchó el arrastre.
El mismo que oyó la primera vez que despertó amarrada en una camilla.
Pero no estaba sola esta vez.
Desde el fondo del pasillo, surgió Él.
No tenía rostro. Solo una máscara blanca hecha de hueso, sin ojos ni boca, pero empapada en una sangre que no dejaba de gotear. Su cuerpo estaba compuesto de múltiples brazos: los de los niños sacrificados, los de las monjas que callaron, los de las hermanas que traicionaron. Caminaba como un centauro deformado, arrastrando su propio cuerpo como si el peso del odio lo anclara al infierno.
Marina quiso correr. No pudo.
Su cuerpo estaba envuelto en vendas manchadas de su propia historia. A cada paso que daba, sentía los látigos invisibles del pasado clavándose en su piel. La voz del ente no salía por la boca, sino por las paredes, por los techos, por los cadáveres que aún lloraban desde las esquinas:
—Tú los escuchaste. Pero no los ayudaste. Tú los viste. Pero no los salvaste.
El grito fue agudo. Como si mil niños hubieran chillado desde la garganta de un solo ser.
Y entonces, ocurrió lo imposible.
El orfanato cambió. Las habitaciones se abrieron como mandíbulas. Las camillas empezaron a moverse solas. Las agujas flotaban por el aire, buscando carne. Las grabaciones antiguas comenzaron a reproducirse por sí solas. Voces en bucle. Gritos de ayuda. Llantos. Suplicas. Gritos sin garganta.
—¡Déjenme salir! —Marina gritó—. ¡No fue mi culpa!
Pero el ente se acercó. Y, por primera vez, habló en su oído.
—Lo es. Porque tú viviste. Y ellos no.
Las luces estallaron. Las sombras se fundieron con la sangre del suelo. El techo desapareció. En su lugar, una boca gigante de carne y dientes absorbía los recuerdos de todos los que alguna vez habitaron el lugar.
Y justo cuando Marina sintió que sería engullida por la oscuridad absoluta, una niña se le apareció al frente.
Camila.
Sus ojos vacíos, la piel llena de cortes, las muñecas rotas como ramas secas.
—¿Ahora sí me escuchas?
Y el llanto comenzó.
No solo el de ella. Sino el de todas las almas del Santa Dalia.
Era el mismo llanto con el que nació el orfanato. El mismo con el que se fundó. Porque el Santa Dalia nunca fue un refugio.
Fue un altar para el sufrimiento.
Y ahora, ese altar exigía su sacrificio final.
CAPÍTULO 9: EL NOMBRE QUE NUNCA TUVE
El aire ya no era aire. Era ceniza viva.
La oscuridad no era solo ausencia de luz. Era una sustancia. Pegajosa, caliente, con aliento.
Marina despertó en una sala completamente desconocida. No había ventanas, ni puertas, ni salida. Solo un espejo empotrado en la pared, rodeado de velas negras consumidas. Frente a ella, una mesa de autopsias cubierta por una sábana húmeda y roja. El suelo era piel. Literalmente. La piel de decenas, tal vez cientos de niños, cosida como una alfombra ritual. Se movía ligeramente, como si aún tuviera reflejos nerviosos.
Su cuerpo ya no era suyo. Sentía los hilos. Las marcas. Las costuras invisibles que la amarraban al Santa Dalia. Cada trauma la había unido más al lugar, como si sus cicatrices fueran llaves para abrir puertas ocultas.
El espejo la llamó.
Pero no mostró su reflejo.
Mostró a la otra Marina.
La que nunca fue salvada.
La que fue olvidada
por el sistema.
La que, luego de haber sido violada por uno de los sacerdotes patrocinadores del orfanato, fue obligada a sonreír frente a las monjas y repetir:
—“Él me enseñó a obedecer”.
Esa Marina aún tenía la cinta de sangre entre las piernas. Aún tenía clavado el crucifijo invertido en la espalda. Aún se arrastraba por los pasillos, llorando en silencio mientras su cuerpo suplicaba morir. Pero nunca la dejaron morir. Cada intento de suicidio fue castigado con más castigo, más aislamiento, más correctivos espirituales.
La voz de la directora sonó ahora como un eco dentro del cráneo de Marina:
—“Las que se rompen, se ofrecen al fuego.”
Y entonces lo comprendió.
Ella no estaba allí solo para descubrir la verdad.
Ella era parte del ritual final.
El orfanato había nacido en una época en la que se creía que el sufrimiento infantil era “pureza ofrecida a lo divino”. Las monjas no eran religiosas. Eran herederas de una doctrina oculta que practicaba la transmutación de dolor en poder. Cada niño violado era una vela encendida. Cada niña callada era una ofrenda sellada.
Santa Dalia nunca quiso salvar a los niños. Solo buscaba fabricar mártires para alimentar a algo más antiguo.
Y ahora, ese algo despertaba.
La sala tembló.
El espejo se quebró en mil fragmentos, y cada pedazo reflejaba un rostro diferente: niños sin ojos, niñas crucificadas boca abajo, cuerpos flotando en agua sucia, almas atrapadas en frascos de vidrio, cabezas cosidas a cuerpos que no les pertenecían. Marina se vio reflejada en todos. Porque todos estaban en ella.
Una explosión de luz pútrida la arrojó contra la pared. El techo se abrió.
Y del agujero descendió La Madre.
No era humana. Tenía el cuerpo de una mujer, pero estaba compuesta de rostros llorando. Su vientre era un útero expuesto lleno de fetos ahogados, y sus brazos eran tentáculos hechos de cordones umbilicales rotos. Su voz era coral: una mezcla de todos los llantos, gritos y rezos que alguna vez se elevaron desde el Santa Dalia.
—Tú los viste. Tú los oíste. Tú sobreviviste. Ahora… tú los llevarás.
Marina comenzó a flotar.
Sus huesos crujieron. Su piel comenzó a absorber las almas que la rodeaban. Cada niño, cada adolescente, cada víctima que jamás fue vengada, comenzó a fusionarse con ella.
Ella se convirtió en el altar.
El cuerpo vivo de la memoria.
La carne de la justicia.
El receptáculo del sufrimiento.
Y cuando su boca se abrió para gritar…
no salió un sonido.
Salieron todos.
Todos los gritos que habían sido callados. Todos los “¡NO!” ahogados. Todos los “¡AYÚDENME!” ignorados. Todos los nombres olvidados.
El orfanato tembló.
Y comenzó a colapsar.
Pero no hacia afuera. Sino hacia adentro.
Como si la realidad misma no pudiera contener lo que se estaba gestando allí dentro.
Marina… ya no era Marina.
Era la voz de todos los que nunca pudieron gritar.
CAPÍTULO 10: EL EVANGELIO DE LA SANGRE
La puerta se abrió sola.
No chirrió. No hizo ruido. Solo se disolvió como si jamás hubiera existido.
Marina avanzó, aunque ya no era exactamente Marina. Su piel temblaba como si miles de voces la habitaran. Las venas de sus brazos pulsaban con una luz rojiza. A cada paso, el suelo sangraba bajo sus pies descalzos, dejando huellas que se extendían como raíces.
Había descendido. No a un sótano físico, sino a lo más profundo del orfanato: la capilla del origen.
Allí donde no llegaban los registros.
Allí donde no había cámaras ni informes.
Allí donde la religión fue degollada y vestida de fe corrupta.
El altar era una losa de mármol negro, cubierto de cicatrices. Sobre ella, se alzaban estandartes bordados con carne humana, y en el centro, un códice tallado en hueso: El Evangelio de la Sangre. Cada página escrita con heridas. Cada versículo una confesión grabada a cuchilla por las propias víctimas.
Marina se acercó.
Y el libro sangró.
Un chorro espeso y caliente le salpicó el rostro. No era tinta. No era simbólico. Era sangre viva, de niños que jamás fueron enterrados. Voces se filtraron desde cada palabra. Gritos, llantos, gemidos, súplicas. Marina comprendió que ese libro era el corazón del orfanato. Latía.
En ese instante, el altar se quebró.
Y del suelo emergieron los mártires originales.
Niños con bocas cosidas.
Niñas con clavos en las manos como si hubieran sido crucificadas jugando.
Adolescentes sin lengua, sin uñas, sin alma en los ojos.
Y entre ellos, los sacerdotes fundadores.
No humanos.
No demonios.
Algo entre ambos.
Sus cuerpos eran hinchazones de carne, sus vestimentas hechas con piel de los internos. En sus rostros no había piedad. Eran entidades que se alimentaban del dolor, monjes del sufrimiento.
Uno de ellos habló, su voz como una campana rota:
—El pacto aún no ha sido pagado en su totalidad. Tu carne, Marina, será el último sacrificio. La portadora perfecta.
Entonces, la masacre comenzó.
Los mártires, aún vivos en sus cuerpos descompuestos, se arrastraron hacia ella. No para matarla. Para entrar en ella. Cada uno se desgarraba a sí mismo, abriéndose el pecho, abriéndose el cráneo, dejando que sus órganos chorrearan al suelo para ser absorbidos por Marina.
Ella gritó. No por dolor.
Por rabia.
El odio era más fuerte que la pena. Más fuerte que la tortura. Más fuerte que la muerte.
Extendió sus brazos.
Y los hizo estallar.
Cada mártir, cada sacerdote, cada símbolo de ese culto, fue reventado por una fuerza invisible que brotó de sus venas como cuchillas líquidas. Las paredes de la capilla quedaron cubiertas de vísceras. Corazones latiendo aún. Lenguas mordidas. Dedos temblando. Un campo de guerra orgánico.
Y entonces…
el orfanato sangró.
Las paredes se abrieron como si tuvieran heridas. Los pasillos se inundaron de sangre espesa y caliente. Desde cada habitación caían órganos de niños que nunca debieron morir. Las camas chorreaban fluidos. Los armarios vomitaban restos humanos. El comedor ardía en llamas negras. El campanario resonaba con los gritos que jamás habían sido escuchados.
Marina caminó entre la marea de sangre, su cuerpo empapado, su rostro convertido en máscara de ira.
Y en medio de esa carnicería…
vio a la directora.
No huyó. No suplicó. Solo sonrió.
—Te advertí que los escucharías, Marina. Pero jamás imaginé que te convertirías en su lenguaje.
Marina la tomó por la garganta.
No la estranguló.
Le arrancó la piel del rostro. Despacio. Como despegando un papel.
Y al quitar la máscara…
descubrió el suyo propio.
Era ella.
La directora había sido una proyección futura de su alma corrupta. El orfanato no buscaba mártires. Buscaba herederos.
Y ahora lo tenía.
La sangre cubría todo. No había cielo, ni tiempo, ni salida.
Solo Marina.
Y las voces.
Las voces que ahora obedecían.
CAPÍTULO 11: DONDE LA VOZ DEJA DE SER HUMANA
Santa Dalia ya no era un edificio.
Era un cuerpo.
Las paredes respiraban, cubiertas de venas negras. Los pasillos palpitaban al ritmo de un corazón que latía bajo tierra. El orfanato se había convertido en una entidad viva, y Marina estaba en su núcleo.
Pero no estaba sola.
Detrás de ella, caminaban las niñas de la hermandad. No eran niñas ya. Eran espectros deformados por años de tortura, violaciones y encierros. Sus vestidos estaban hechos de piel humana. Sus ojos brillaban con un fulgor blanco antinatural. Pero aún la seguían. Marina era su guía, su hermana mayor, su redentora y su verdugo.
Una de ellas, Lucía, le habló sin labios, sin cuerdas vocales, solo con vibraciones entre las paredes:
—Nos prometiste una salida… ¿Ahora somos esto?
Marina no respondió.
A cada paso, el orfanato gemía. Se quejaba como si caminara sobre su propia carne. Los cuerpos de antiguos internos colgaban del techo como lámparas grotescas. Algunos lloraban aún. Otros, sin rostro, seguían rezando en un idioma muerto.
Y entonces lo vieron.
La habitación del sótano.
Donde él aún respiraba.
Aquel hombre delgado, anciano pero indestructible, con ojos como agujeros en la existencia. El mismo que había ejecutado las torturas durante años. El mismo que había atado a Marina cuando fue convertida en experimento. Aquel que susurraba letanías a los cadáveres como si aún tuvieran salvación.
Estaba allí.
Sonriendo.
Esperándolas.
—Han crecido, pequeñas —dijo. Su voz era como uñas arrastrándose por metal—. ¿Vienen por justicia o por alimento?
Marina caminó hacia él.
Cada paso dejaba huellas ardientes.
Su mirada ya no era humana.
—Venimos por verdad —susurró.
Él se echó a reír. Una risa larga, rota, descompuesta. Se sacó la camisa con lentitud y mostró su pecho: grabado a fuego, con cicatrices que formaban un mapa. Era el mapa del orfanato. Cada habitación marcada con nombres. Fechas. Ciclos de abusos. Era su obra maestra.
—Yo soy Santa Dalia —escupió—. No hay nada más puro que lo que ustedes me dieron con sus gritos.
Las niñas corrieron hacia él. No con miedo. Con furia.
Y allí comenzó el festín de la venganza.
Lucía lo mordió en el cuello. Otra de las niñas le abrió el abdomen con las uñas. Otra le arrancó los dientes uno por uno. Marina no se movía. Observaba. Dejaba que el pasado cobrara su deuda.
Él no gritó. Se reía.
Incluso cuando le sacaron los ojos.
Incluso cuando le desollaron los genitales.
—¡Soy eterno! —rugió mientras su sangre manchaba las paredes—. ¡Mientras ustedes recuerden, yo viviré!
Marina se acercó.
Tomó un cuchillo oxidado del suelo.
Y le abrió el cráneo lentamente, revelando un cerebro aún palpitante.
—Entonces te daremos el olvido —le dijo, y hundió los dedos en su memoria.
Lo vio todo.
El origen.
El primer niño traído como ofrenda.
El ritual que selló el pacto de dolor con entidades antiguas.
La promesa: “El sufrimiento genera alimento para los que duermen”.
Santa Dalia había sido creada como una fábrica de angustia.
Y ella era ahora su producto final.
Cuando terminó, el hombre ya no era más que carne desgarrada.
Y el orfanato rugió.
Las paredes temblaron. Las voces se intensificaron. El techo comenzó a derrumbarse. Sangre salía de las luces, de las grietas, del suelo. Las niñas comenzaron a gritar, pero no por miedo. Era un canto. Un grito de guerra.
Entonces, del suelo emergió la directora.
Convertida en un monstruo de huesos retorcidos, su rostro se había partido en tres bocas. Su cuerpo era ahora una amalgama de todas las internas que había destruido. Una abominación imposible.
—¡Tú eres el final, Marina! ¡¡Tú eres la madre del nuevo ciclo!!
Y en un estallido de carne, se arrojó sobre ella.
CAPÍTULO 12: EL ECO FINAL
La criatura que fue la directora se lanzó con furia de bestia ancestral. Su cuerpo crujía como ramas secas. Las tres bocas chillaban en idiomas que desgarraban la razón. Las niñas de la hermandad se dispersaron por los pasillos, sus gritos eran cantos de guerra y desesperación.
Marina no corrió.
No gritó.
La esperó.
Cuando la abominación la alcanzó, ambas cayeron en el salón principal, el corazón del orfanato. El lugar donde todo comenzó.
La sangre del pasado aún manchaba el piso. Y ahora, se sumaba la nueva.
La pelea fue inhumana.
Marina clavó estacas de hueso arrancadas del suelo. La directora mordía, desgarraba, escupía bilis negra. Cada golpe provocaba ecos, y cada eco era una voz del pasado, una confesión, un grito, un llanto. Las niñas alrededor comenzaron a danzar. Era una danza macabra. Rota. Lenta.
El orfanato entero ardía sin fuego.
La carne de las paredes se incendiaba con los recuerdos.
—¡TÚ ERES PARTE DE NOSOTRAS! —rugió la criatura, envolviendo a Marina en sus extremidades.
—¡YO NUNCA FUI PARTE DE USTEDES! —gritó ella, sacando un puñal hecho de los dientes de las niñas asesinadas.
Lo hundió.
Una vez.
Otra.
Una más.
Hasta que la directora se abrió en una flor monstruosa de sangre y tripas.
Y entonces todo se volvió silencio.
Solo quedó el crujido del edificio, las lágrimas de las niñas, y Marina de pie, bañada en sangre, con los ojos muertos y el alma destrozada.
Las niñas se acercaron. La rodearon. Ya no tenían forma. Eran humo. Lamentos.
—¿Ahora qué somos? —preguntó Lucía.
Marina levantó la mirada. No había cielo. Solo oscuridad.
—Ahora son libres —susurró—. Pero yo… yo no.
Del suelo, una grieta enorme se abrió. Como una boca. Como una puerta.
Y las niñas se desvanecieron. Una por una. Dejando sus nombres susurrados en el aire. Dejando su memoria en las paredes que ahora se deshacían.
Marina miró al techo. No lloraba. No podía.
Ya no era humana.
Caminó hacia la grieta.
Y descendió.
Santa Dalia colapsó.
Enterrada por la tierra, por la historia, por el olvido.
La policía no encontró nada.
Solo un cuaderno.
Una frase grabada con sangre:
“Las voces no se van. Solo cambian de cuerpo.”
EPÍLOGO:
Años después, un nuevo centro de rehabilitación fue construido sobre las ruinas. Nadie sabía la historia. Nadie escuchó los susurros.
Solo un niño, huérfano de doce años, dijo algo una noche:
—La mujer del sótano me habló… Me dijo que mi dolor la alimenta.
Y sonrió con la boca de Marina.
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