Habían pasado ya tres días desde que la tormenta derribó el tejado. La casa, arrinconada entre sauces viejos y polvo ancestral, respiraba humedad por las grietas. A veces, parecía que sus maderas crujían no por el viento, sino por la carga de lo no dicho.
Allí estaban los tres.
—¿Creen que el amor tiene edad? —preguntó Eva, mientras fumaba un cigarro húmedo y miraba el fuego bailar en la chimenea.
El Padre Tomás no respondió de inmediato. Apretó los labios, como si el gesto contuviera una oración incompleta.
—Tiene historia, no edad —dijo al fin, con voz de ceniza—. El amor no nace fresco, nace manchado por todo lo que creemos de él.
—Eso es teología. Yo hablo de cuerpos —replicó Eva—. De esa necesidad obscena, cálida, de que alguien te vea cuando ya no tenés piel que mostrar.
—El amor es un suicidio con testigos —interrumpió Julián, que no había hablado desde la cena. Se servía vino sin mirar a nadie, con ese ademán torcido de los que ya no esperan redención.
Eva lo miró. Julián tenía veintisiete años, el rostro pálido como un lienzo abandonado y las manos temblorosas de quien ha dibujado más muertes que formas. El vino le manchaba los nudillos.
—Decime, Juli —dijo ella—, ¿vos todavía creés en algo?
—En las ruinas. Me fascinan. Son la única arquitectura honesta.
Tomás esbozó una mueca, casi una sonrisa. Eva, en cambio, cerró los ojos, como si una parte de su pecho se desmoronara sin ruido.
—Una vez amé a alguien —dijo ella—. Me enseñó a hablar en silencio. A desaparecer sin dejar huella. Lo que más me dolió no fue su ausencia… fue seguir siendo yo misma después.
—¿Querías cambiar? —preguntó Tomás.
—Quería dejar de dolerme —contestó ella.
El fuego crepitó como un animal dormido. Afuera, la noche se estiraba, lenta, como la memoria. Julián se puso de pie, torpemente, y caminó hasta la ventana. Apoyó la frente contra el vidrio helado.
—Cuando era chico —dijo—, pensaba que Dios era un dibujante. Todo lo que existe son líneas mal hechas que él olvidó borrar.
Tomás se levantó con esfuerzo. Era un hombre de espaldas vencidas, ojos de párpado flácido, y manos gruesas que aún olían a incienso.
—Eso es blasfemia poética —susurró con ternura.
—No. Es desesperación estética —contestó Julián sin girarse.
—No es tan distinto —añadió Eva, mirando el cigarro consumirse en sus dedos.
**
La mañana siguiente llegó sin sol. Niebla espesa. El campo se volvía una abstracción blanca, como si el mundo no hubiera terminado de ser creado.
Tomás rezaba en voz baja, sentado en el banco de la galería. Eva le acercó café.
—¿Por qué no renegás de tu fe? —le preguntó sin filtro.
—Porque me mataría.
—¿Tenés miedo al infierno?
—No. A la indiferencia.
Eva se sentó a su lado.
—Yo tuve fe, ¿sabés? En el pueblo, en la revolución, en las palabras. Después vi a un tipo confesar bajo tortura, vi a otro disparar al que le dio de comer. Vi cómo el amor se usa para justificar cadenas. Y entonces, ¿cómo se cree después de eso?
Tomás la miró sin juicio.
—No se cree. Se resiste. La fe no es una certeza: es un acto de rebelión. Igual que el amor.
Julián salió descalzo, con una libreta arrugada en la mano.
—Escuchen esto —dijo de golpe, como un profeta sin audiencia—: «El alma es un museo sin visitantes. Solo el polvo conoce nuestras heridas».
Eva rió.
—Muy Faulkner eso.
—Es mío. Pero podría ser suyo.
—¿Y qué hacés con esas frases? —preguntó Tomás.
—Las guardo. Como pruebas de un crimen sin cadáver.
**
Esa noche bebieron más de la cuenta. Eva se desnudó frente a la estufa, sin deseo, solo por desafío. Tomás bajó la mirada, pero no oró. Julián la dibujó, con líneas temblorosas, hasta que el carboncillo se le partió en la mano.
—¿Y si mañana muriera alguno de nosotros? —preguntó Eva.
—Sería estadísticamente razonable —contestó Julián, ebrio.
—Yo enterraría tu fe junto a vos —le dijo a Tomás—. Y tus dibujos junto a vos, Juli. Y los míos, mis gritos, mis sueños de cambio… se los daría al fuego.
—¿Por qué no al viento? —sugirió el cura.
—Porque el viento no juzga.
—El fuego tampoco —replicó Julián—. Solo consume.
El silencio cayó como un manto. Después, Julián rompió a llorar. No como un niño. Como un adulto al que ya no le quedan máscaras. Eva lo abrazó sin decir palabra.
**
Al tercer día, Eva quiso marcharse. El campo parecía más lejano que nunca. El auto no arrancaba. A veces la vida conspira para retener lo que aún no está listo para irse.
Tomás le dijo:
—Tal vez tenés que quedarte hasta que te canses de vos misma.
—¿Y vos? ¿No estás cansado de ser bueno?
—Estoy aprendiendo a perdonarme por no serlo.
—¿Y vos, Julián? —preguntó ella, mientras él recogía sus dibujos sucios—, ¿qué aprendiste?
—Que si uno ama solo lo que no le duele, no ama nada.
Eva lo miró como si acabara de ver algo nuevo en él.
—Sos cruel, Juli.
—Soy honesto. La crueldad viene con el combo.
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Antes de dormir, compartieron pan y sopa. El vino ya no alcanzaba. Tomás contó la historia de una mujer que había dejado todo para seguir a Dios, y de cómo se desilusionó al descubrir que Dios no la seguía de vuelta.
—¿Y qué hizo? —preguntó Eva.
—Se convirtió en silencio.
—Eso es muerte —dijo Julián.
—Es otra forma de presencia —corrigió Tomás.
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La última noche fue distinta. No hablaron mucho. El fuego ya no ardía, solo quedaban brasas. Afuera, la lluvia empezó a caer. Una de esas lluvias que limpian y destruyen.
Eva dijo:
—Cuando era chica, pensaba que el amor era una promesa. Hoy creo que es una tregua.
Julián agregó:
—Yo creía que la vida era un lienzo. Hoy creo que es un espejo agrietado.
Tomás los miró a ambos. Respiró hondo.
—Yo creía que la verdad nos haría libres. Hoy creo que la libertad es saber vivir con la mentira sin que te devore.
Y entonces se quedaron callados. No por resignación. Por respeto al peso de lo dicho.
**
A la mañana siguiente, la tormenta había amainado. El campo brillaba, sucio y hermoso. Eva preparó café. Julián se afeitó. Tomás limpió la galería.
El mundo no había cambiado. Pero ellos sí. Aunque no lo admitieran.
Antes de marcharse, Julián dejó un dibujo sobre la mesa: tres figuras sentadas frente a un fuego, con los rostros entrelazados como raíces.
Eva lo vio. Lo tomó con cuidado.
—¿Y esto?
—Es la única prueba de que estuvimos vivos —dijo él—. Y tal vez, un poco menos solos.
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