Las agujas del reloj se hundían, como dagas heladas, en el ámbar espeso del tiempo. Cada tic-tac, un martillo implacable contra el yunque desbocado de su pecho. Anastasia se debatía en el insomne silencio de la madrugada, su cama un desierto de sábanas frías, el eco punzante de la ausencia de Marcos. Apenas una semana antes, la enésima ruptura había estallado. «No eres suficiente, Anastasia. Siempre das demasiado, asfixias», le había escupido, y la helada crueldad de esas palabras aún le quemaba el alma.
La herida, tan antigua y profunda como un pozo sin fondo, volvía a abrirse, supurando el miedo atávico al abandono. Desde niña, había danzado al compás de una melodía solitaria. Su padre, una sombra distante; su madre, un torbellino de quehaceres sin espacio para la ternura. «Sé buena, no molestes, no sientas», le susurraba el eco del pasado, moldeando su corazón en un cristal frágil, siempre al borde de la fractura.
En el laberinto del amor adulto, Anastasia se entregaba con la voracidad de un río desbordado. En su relación con Marcos, organizaba las cenas, enviaba mensajes y cedía en cada discusión, construyendo puentes de complacencia donde solo encontraba vacíos. Una tarde, Marcos le dijo que quería pasar el fin de semana solo. Ella, en lugar de expresar la punzada de su decepción, forzó una sonrisa: «Claro, mi amor, entiendo». Luego, se encerró en el baño, conteniendo las lágrimas mientras un incendio invisible devoraba su interior.
Cuando Marcos se distanciaba, la niña herida que habitaba en ella se despertaba con un grito silencioso. Una noche, tras días de un silencio ensordecedor, Anastasia le envió un mensaje desesperado: «¿Hice algo mal? Dime qué es, por favor. Lo arreglaré.» La respuesta llegó horas después, seca, indiferente: «Estoy ocupado, Anastasia. No es nada.»
El teléfono vibró en su mano y cayó al suelo, como un objeto sin vida. Anastasia miró su reflejo en la pantalla oscura: ojeras profundas, una expresión de mendicidad que le revolvió el estómago. Se vio, arrodillada, pidiendo migajas de un amor inexistente. Un puño invisible le apretó el pecho hasta dejarla sin aire.
«Basta», susurró, la palabra una piedra arrancada del fondo de su garganta. No más súplicas. No más negociaciones con la soledad. Ese fue el cataclismo: la implosión de su antiguo yo.
A la mañana siguiente, con los ojos aún hinchados, su mejor amiga, Laura, la encontró frente a la ventana, inmóvil.
«Anastasia, por favor. Mírate», dijo Laura, señalando el teléfono en la mano de Anastasia. «Estás destrozada. ¿Hasta cuándo vas a seguir persiguiendo fantasmas?»
«No hay más fantasmas, Laura», respondió Anastasia, su voz ronca pero con una nueva y sorprendente firmeza. «Solo yo.»
Fue una conversación brutal y hermosa; el capullo desgarrándose para liberar a la mariposa. Ese día, Anastasia no solo bloqueó el número de Marcos, sino que borró cada rastro de él. Sintió un vacío inmenso, sí, pero también un átomo de libertad inaudita. Entendió que no podía seguir mendigando afecto, esperando ser elegida. Dejó de ser la sombra, el eco. Fue un rayo de lucidez que atravesó la niebla: ella era su propio refugio.
Con cada fibra de su ser, Anastasia comenzó a tejer su propio nido. Se apuntó a clases de cerámica. Amasaba la arcilla con la furia de sus viejas penas y la delicadeza de sus nuevas esperanzas. Sus primeras piezas eran toscas, fracturadas, pero cada grieta contaba su historia. Con el tiempo, sus manos se volvieron más firmes, sus creaciones más fluidas, reflejando la sanación. Pasaba las tardes pintando, llenándose de una alegría silenciosa y profunda. Disfrutaba de su propia compañía, redescubriendo la paz. Aprendió que la seguridad que anhelaba no residía en otros, sino en la fortaleza inquebrantable de su propio espíritu. Como un imán, su nueva certeza comenzó a atraer lo que el universo tenía guardado. No persiguió más; atrajo.
Y entonces, cuando menos lo esperaba, el amor llegó. No con el estruendo de un cataclismo, sino sereno y profundo como un lago al amanecer. Fue en una exposición de arte local, su primera vez mostrando sus piezas de cerámica. Un hombre de ojos amables y sonrisa genuina, Daniel, se acercó a su puesto.
«Tus piezas son increíbles», dijo Daniel, deteniéndose ante una vasija de tonos tierra y pinceladas audaces. «Veo mucha honestidad en tu trabajo. Como si cada trazo contara una batalla ganada.»
Anastasia sonrió de verdad, por primera vez en mucho tiempo, sin la necesidad de complacer, solo de compartir. Hablaron durante horas. Daniel no la interrogó sobre su pasado, ni le exigió nada. Simplemente escuchó y le ofreció la delicadeza de una brisa cálida. Cuidó cada herida, protegió cada sueño y cumplió cada anhelo que Anastasia había guardado, como un tesoro escondido, en lo más profundo de su corazón. Pero esta vez, Anastasia sabía que la verdadera joya no era él, sino el amor propio que había cultivado dentro de sí misma, la verdadera obra de arte.
Autora: Naiz Francia Jiménez D’arthenay
2do. Lugar en el 1er concurso de cuento cortos de ASOESMO.
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