—Una ciudad tan pobre como la nuestra no puede darse el lujo de tener un día sin sol.
—¿Por qué?
—Porque la pobreza es oscura, y el sol la disimula muy bien. En el mismo sentido, debe aceptar que, entre más brille una joya, mayor parece ser su valor.
—Y no siempre es así.
—En efecto, no siempre. Pero la mayoría de las veces, lo que reluce, vende.
—Entonces, ¿estoy hablando con un vendedor?
—Por supuesto que no. No soy un vendedor porque no tengo precios.
—¿Y qué desea?
—Una solución.
—¿Para qué?
—Para nuestra ciudad sin sol.
—El sol es gratis, no pagaré por algo gratis. Ya volverá. Además, ¿en qué le beneficia que mi ciudad tenga sol? Los días ahora son más frescos, y no hace falta buscar sombra para estar tranquilo. No hay queja del ciudadano.
—Quizá no del ciudadano de a pie, pero usted, en su calidad de alcalde, debe saber que quienes tienen dinero, por lo general, vienen de lugares fríos y buscan refugio en tierras cálidas para disfrutar del verano en la playa. Ellos son los que traen el dinero a este lugar. Además, ahora hay más gente en las iglesias; antes no había demasiada, pues el calor espantaba a los feligreses, pero ahora que los días son tristes, muchos regresan conmovidos a las iglesias, y la misa debe ser más larga.
—Entiendo…
—¿Tiene alguna idea de por qué ya no hay sol en esta ciudad?
—Porque es invierno.
—Precisamente, muy acertado.
—Entonces, ¿viene usted a mi oficina y me ofrece sol para que los turistas vengan, incluso si es invierno?
—Sí. La ciudad lleva siete días continuos sin sol, y nuestras dos playas están casi vacías. ¿No extraña los febreros, cuando los gringos y sus dólares llenan los hospedajes, los restaurantes y los taxis?
—No puedo negarlo.
—¿Entonces, desea mi ayuda?
—Sí.
—Excelente.
—¿Está seguro de que esto no me costará nada?
—Por favor, señor alcalde, jamás cobraría por una oración.
—¡¿y está usted seguro de que Dios hará que el invierno sea verano, o que el sol nazca en invierno?
—Dios, en su infinita misericordia, ha hecho cosas aún más célebres que eso. Por supuesto que sí.
—Padre…
—¿Sí?
—Quisiera preguntarle, sin pecar de molesto, ¿cuánto demorará en volver el sol?
—Si Dios quiere, entre tres y cuatro avemarías. Pero descuide, Él es un buen amigo mío. Tenga fe en que, al levantarse mañana y mirar por su ventana, el sol brillará cual rosario de diamantes.
—Dios quiera.
—Dios querrá.
—¿y usted gana algo con esto?
—No, viejo amigo. No gano más que la calma de predicarle a cinco o seis feligreses que, incluso con sol, me escuchan con atención. No gano más que una iglesia limpia de quienes vienen solo porque no tienen nada mejor que hacer.
—Gracias, padre. Dios lo bendiga.
—Dios lo bendiga.
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