Soltar..la expectativa?

Soltar..la expectativa?

Paula

19/07/2025

Hay un momento en que la indiferencia deja de doler tanto y empieza,
en cambio, a mostrarse como lo que es: una señal. No siempre clara,
no siempre justa, pero sí contundente. Esa falta de respuesta, ese
silencio, no necesariamente dicen quiénes somos, pero sí nos
recuerdan algo esencial: no todo vínculo es recíproco, y está bien
verlo.

Soltar la
expectativa no es rendirse. Es reconocer que no hay respuesta, y
aceptar que esa ausencia también dice algo. Que seguir esperando de
quien no mira, no habla, no siente por uno, es una forma lenta de
vaciarse. Y entonces, aunque duela, hay que volver a una misma. No
porque haya un gran refugio adentro, sino porque al menos ahí hay
algo cierto: el cuerpo que aguanta, la mente que sigue preguntando,
el corazón que, aun roto, late. A veces no hay nadie más. Y en esa
soledad cruda, también aparece una forma extraña de honestidad. Es
poco, pero es real. Y lo real, aunque duela, sostiene más que la
ilusión.

Hay un vacío que no
se llena con distracciones ni frases hechas. Es la forma exacta de
una presencia que no vino, de una palabra que no se dijo, de un gesto
que nunca llegó. Esa ausencia tiene cuerpo, ocupa espacio. A veces
pesa más que lo que estuvo. Porque lo que no se da, lo que se niega
o se retira sin aviso, deja marcas que no se ven pero se sienten cada
día. Y una se pregunta si hizo algo mal, si pudo haber sido
distinta, más liviana, más fácil de querer. Pero la verdad es que
no siempre hay una causa. A veces, simplemente, no hay. Y aceptar eso
duele como pocas cosas. Porque nadie nos enseñó a convivir con lo
que no está.

Esperé su respuesta
como quien espera una tregua. No era algo grande, no pedía
explicaciones ni promesas. Solo una palabra, un gesto, un “te leo”,
algo que dijera veo que estás ahí. Pero no llegó. Y cada
minuto que pasaba sin nada, dolía más que el anterior. No por el
mensaje en sí, sino porque en ese silencio se dibujaba algo mucho
más difícil: la sensación de que, para él, yo no era nadie.
¿Quién soy yo para pedirle algo? ¿Qué lugar tengo para él? Tal
vez ninguno. Y, sin embargo, ahí estaba yo, vulnerable, con la piel
abierta por dentro, preguntándome si tenía derecho siquiera a
dolerme. Porque la indiferencia no solo duele por lo que no viene,
sino porque nos hace dudar de nuestro propio valor. De si merecíamos,
al menos, una palabra.

Y aún así, pienso
en él. No con rencor, sino con esa mezcla incómoda de duda y
comprensión. Tal vez le pasan cosas que no conozco, batallas que no
puedo ver. Tal vez no tiene espacio, ni tiempo, ni registro de cuánto
puede doler su silencio. Y sí, puede que yo no entre en su lista de
urgencias. Puede que ni siquiera sepa cuánto espero de él. O peor:
que sí lo sepa, y aun así elija no responder. No sé qué es más
doloroso. Pero lo cierto es que no estoy en su radar, y eso también
es una respuesta. No cruel, no malintencionada, pero sí clara. A
veces, simplemente, no somos lo que el otro necesita. O no somos
parte de su mundo. Y aunque eso duela, no hace que yo valga menos.
Solo me deja más sola. Y más lúcida.

Ser lúcida no es
dejar de sentir el vacío, ni esconder el dolor bajo una sonrisa. Es
más bien un modo de estar presente con lo que duele, sin negarlo ni
dejar que nos consuma. Es reconocer que la ausencia pesa, pero
también que esta claridad es un acto de poder. Porque ver con ojos
limpios lo que hay —y lo que no— nos libera, aunque no nos cure
de inmediato. Y en esa liberación silenciosa, aunque no haya
respuestas ni compañía, encontramos un espacio propio. Un
territorio donde, por primera vez, somos nosotras mismas, sin
máscaras ni expectativas. Y eso, aunque cueste, es un comienzo.

Sé que, tarde o
temprano, nos cruzaremos en esos pasillos que compartimos. No sé
cómo será ese encuentro: si habrá palabras o silencio, miradas que
buscan evitarse o acaso una tregua silenciosa. Lo único cierto es
que esa posibilidad existe, y con ella, la necesidad de estar
preparada. Preparada para seguir siendo lúcida, para sostener mi
lugar sin expectativas ni reclamos, y para aceptar que la vida —y
él— pueden ser así: presentes en distancia, próximos en
silencio. Y en esa convivencia imperfecta, encontrar mi propio
equilibrio.

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