VIII. VIAJES IMAGINADOS

VIII. VIAJES IMAGINADOS

Alechu42

19/07/2025

José Luis Giner y yo volvimos a coincidir siendo aún unos críos. Entonces nuestro afán era confeccionar un tebeo y nuestra ilusión imaginarnos viajes en tren.

Nos reuníamos en su casa. Discutíamos los diálogos de las viñetas del tebeo y yo las dibujaba. Nos imaginábamos largos viajes en tren, a lugares exóticos conocidos por los relatos que entonces leíamos.

Recuerdo que Vicente, su hermano, bastante mayor que él, muy formal y muy estudioso, nos contemplaba con una mirada de conmiseración, esbozando una sonrisa de suficiencia. En aquella época su familia le llamaba aún “Vicentín”.

Para “ambientar” nuestros viajes imaginados nos íbamos a la Estación del Norte, también llamada Príncipe Pío por estar cerca de la montaña de ese nombre. Era la estación que comunicaba Madrid con el Norte de España, Galicia en un extremo con La Coruña como destino final y en el otro el País Vasco con término en Irún.

La Cuesta de San Vicente, por la que accedíamos, me era muy familiar. Por ella, periódicamente, tenía que subir cargado con una garrafa de vino que acudía a recoger al coche de línea que tenía su arranque en la calle de Irún. Estas líneas de autocares tenían un concierto con Correos para recoger y distribuir correspondencia por los pueblos de su ruta. De ahí que a mi padre, funcionario de Correos, le trajesen vino de los viñedos del sur de Madrid, San Martín de Valdeiglesias y El Molar principalmente.

Dado que no admitían bultos en el Metro, tenía que llevar a cuestas la garrafa por la pendiente de San Vicente, calle de Bailén, Plaza de Oriente, calle de Santiago, Plaza Mayor, hasta la calle de la Fresa, fin de trayecto y casa de mis padres.

Pues bien, a la Estación del Norte acudíamos José Luis y yo a ver llegar y partir los trenes, a observar a los viajeros, sus emotivos y emocionados encuentros y despedidas, el nerviosismo y la emoción de algunos, perceptible sobre todo en los grupos, ante el inicio de un viaje que se presentaba como una nueva experiencia, a veces vital, en busca de una vida mejor, y otras como aventura en las que se buscaba volver a los orígenes o descubrir y disfrutar de lugares nuevos, aunque esto sucedía las menos de las veces. Eran raros en aquella época los viajes de placer.

Para acceder a los andenes, dado que por entonces había que pagar si no llevabas billete de viaje, nos escabullíamos entre los viajeros que acudían a la cafetería de la estación que comunicaba el exterior con los andenes.

Su ambiente me resultaba familiar, era similar al del muelle de carga y descarga del Palacio de Correos que visitaba de pequeño. Con el ajetreo de las carretillas transportando las sacas con la correspondencia y los equipajes de los ambulantes de Correos y el de los mozos de estación (identificados por su gorra y blusón azules y cuerda al hombro), cargando con los voluminosos y pesados equipajes de los viajeros y, entre toda aquella baraúnda, los descuideros y rateros atentos a los despistes de los viajeros, muchas veces acuciados por las prisas y la inminencia de la partida de sus trenes.

Otro aspecto de la estación me evocaba a mis viajes a La Coruña. El característico olor a carbonilla, el peculiar aspecto de maquinistas y fogoneros, las nubes de vapor que con explosiones y agudos silbidos expulsaban las locomotoras, los pitidos del jefe de estación dando la salida al tren, el silbato de la locomotora iniciando el viaje, el sonido en el arranque inicial de las tracciones de las ruedas, el entrechocar de los topes de los vagones acoplándose al inicio de la marcha……

Una vez en los andenes mirábamos los trenes que acababan de llegar o estaban a punto de partir, buscando sus lugares de origen o destino. Nos llamaban principalmente la atención el tren a Irún y los coches cama de Wagons Lits.

El tren a Irún nos sugería que, más allá de su destino. estaba “el extranjero”, un lugar que entonces percibíamos como de otro mundo. Ajenos a las latitudes de esos otros mundos, veíamos en las películas lugares con gentes y costumbres distintas y, sobre todo, nos llamaba la atención que en sitios como el Londres de Jack el Destripador, con calles sombrías cegadas por la niebla, a las cinco de la tarde era de noche, cuando aquí, a esa misma hora, era pleno día.

Los coches cama de Wagons Lits nos evocaban el Orient Express, tren de lujo que unía inicialmente París con Estambul y fuente de inspiración de famosas novelas como “Asesinato en el Orient Express” de Agatha Christie y “El tren de Estambul” (Orient Express) de Graham Greene y sus versiones cinematográficas, que nos relataban las vivencias de sus pasajeros, conspiraciones, intrigas y asesinatos, cuyo escenario era el de sus vagones salón y restaurante.

Solíamos estar en la estación hasta la caída de la tarde, en que regresábamos a nuestras casas después de imaginar viajes por lugares que ansiábamos conocer, cosa que se hizo realidad en algunos casos al correr de los años.

Recuerdo que cuando conocí París, al subir por las empinadas escaleras de acceso al Sagrado Corazón, me venían a la mente esos viajes imaginados, las escenas tantas veces vistas en las películas, de las que resonaban en mis oídos las canciones de sus bandas sonoras interpretadas al acordeón.

Han estado tan presentes en mí las estaciones que, a veces, he tenido la sensación de haber estado antes en ellas. Tuve una vez un sueño del que luego recordaba el nombre y detalles del lugar con el que había soñado. Por la mañana al llegar a mi trabajo busqué el lugar, lo comenté con una compañera, le dije el nombre que recordaba y, para mi sorpresa apareció al poco con una fotografía que coincidía con los detalles de lo soñado. Me comentó mi compañera, muy aficionada a esos temas un tanto esotéricos, que efectivamente había estado en aquel lugar. Lo denominó un “viaje astral”, una experiencia extracorpórea, un viaje fuera del cuerpo.

Los viajes imaginados fueron algo semejante al viaje astral. Aunque nuestros cuerpos permanecían físicamente en la Estación del Norte, nuestra mente nos permitía viajar a lugares lejanos y desconocidos.

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