En un pequeño pueblo de Oaxaca, donde los magueyes crecen torcidos por el viento seco y las casas parecen sostenerse más por costumbre que por concreto, vivían dos mujeres unidas por la sangre y separadas por el dolor: Marisela, la mayor, de ojos firmes y lengua afilada, y Teresa, la menor, más callada, de mirada que espiaba el mundo como si siempre esperara lo peor.

El día que mataron a Don Eusebio, el cacique del mezcal, todo el pueblo supo que la tragedia había tocado a las hermanas. Él había sido su padre… y su verdugo.

Desde niñas, Marisela y Teresa crecieron en la sombra de un hombre que hablaba poco y golpeaba mucho. 

Un hombre que tenía más amor por los barriles de roble que por sus propias hijas. 

La madre de ambas había muerto —dicen que de tristeza—, y desde entonces, Marisela había jurado que algún día lo haría pagar.

Teresa, en cambio, solo guardaba silencio. Siempre se escondía en el altar de su madre, prendía velas y lloraba en secreto. 

Nunca decía una palabra, pero su cuerpo entero era una promesa contenida.

Pasaron los años. Marisela se fue del pueblo a los veinte, con una mochila y un coraje tan grande que la hacía caminar más rápido que la brisa. 

Regresó quince años después, vestida de negro, con el rostro curtido por la ciudad y las manos acostumbradas al frío del metal. Traía un revólver en la bolsa y una receta antigua en la cabeza: la del veneno con mezcal.

Don Eusebio aún vivía en la misma casa de adobe, rodeado de sus alambiques, con las manos llenas de tierra y los ojos siempre sospechosos. 

Pero ya no era el mismo. Tenía la voz temblorosa, y la muerte parecía acecharlo, pero no llegaba.

La noche de su cumpleaños número setenta, Marisela apareció con una botella de mezcal rojo. Dijo que era un regalo de reconciliación. 

Teresa la observó desde la cocina, en silencio, como quien ve arder una iglesia sin intervenir.

—Es de agave silvestre, como a ti te gustaba, viejo —le dijo Marisela con una sonrisa amarga.

Don Eusebio bebió con desconfianza, pero bebió. El sabor era fuerte, casi áspero, pero había algo dulce al final. Algo extraño. A las dos horas, comenzó a convulsionar.

El pueblo entero lo encontró en la sala, tirado, con espuma en la boca y los ojos abiertos como si viera un fantasma.

La policía no hizo preguntas. Todos sabían, aunque nadie dijo nada. En los pueblos así, la justicia viaja despacio, y a veces se disfraza de mezcal.

Teresa, que nunca había hablado en voz alta sobre lo que su padre le hizo, dejó una sola flor blanca sobre la tumba. Luego quemó el altar.

Marisela se fue otra vez, pero esta vez sin rencor.

Antes de irse, escribió en una hoja doblada que dejó sobre la mesa de la cocina:

“Hay silencios que matan más lento que el veneno. Pero matan igual. Esta vez, le ganamos al tiempo.”

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