Latitudes del alma, el sur.

Latitudes del alma, el sur.

Cecilia R

15/07/2025

Salieron temprano, como quien parte hacia un lugar donde el tiempo adopta otra forma. En el Sur, el frío parecía esculpir el aire, y cada bocanada era una promesa de algo por descubrir: una emoción, un temblor, una palabra nueva entre los dos.

La ciudad quedó atrás como un abrigo colgado en la percha. El viento golpeaba los cristales, atravesaba los silencios del viaje, como si presintiera el encuentro que se avecinaba. Pronto se reunirían a mitad de camino, y dentro de ella —tan llena de expectativa— ardía el calor del mundo entero, concentrado en la cercanía de ese hombre que hasta entonces no era nada, pero también lo era todo.

No hablaban mucho. A veces bastaba con mirar por la misma ventana, ver el mismo paisaje que se extendía como un mapa emocional: tierra árida, nubes pesadas, montañas recortadas con la precisión de una herida antigua. Sin embargo, esta vez ella era la guía. Y él la seguía.

Al llegar al pequeño pueblo, caminaron sin destino exacto, dejando que el silencio hablara por ellos. El frío era seco, denso, como si les exigiera sentir el mundo con más intensidad. Y allí estaban: dos cuerpos aprendiendo a abrigarse el uno con el otro.

Se sentaron en una banca del parque. El cielo era una sábana gris suspendida sobre árboles desnudos. Entonces él le ofreció un helado. A ella le dio risa —una risa de sorpresa feliz, de contradicción dulce—. ¿Helado con ese frío? Pero lo aceptó. Compartieron bocados entre risas, escalofríos y miradas que se demoraban demasiado en los labios del otro.

Más tarde caminaron hasta la laguna. El agua, inmóvil, era un espejo gélido, como una memoria intacta que nadie se atreve a tocar. Se acercaron a la orilla. Él sumergió los dedos, temerario y curioso. Ella hizo lo mismo. Y en ese gesto —tocar el agua helada juntos— sintió una clase de comunión silenciosa, como si el frío se repartiera y la piel aprendiera a resistir porque no estaba sola.

El viento soplaba con fuerza. Un árbol a la distancia parecía inclinarse: tal vez saludaba, tal vez advertía, o simplemente acompañaba.

Fue ahí, justo ahí, donde él la abrazó por detrás. Y no fue un abrazo común. Fue uno de esos que contienen el peso del tiempo, la intuición del otro como refugio, como casa. Ella cerró los ojos, y su corazón comenzó a latir con esa intensidad que solo tienen las cosas verdaderamente vivas. Como si cada latido dijera: “aquí estoy”, “esto es real”, “no temas”.

Él le susurró algo. No importa qué. Porque en ese instante, ella ya lo sabía todo.

El beso vino después, sin ceremonia, sin prisa, pero también sin ninguna duda. No buscaba sellar un recuerdo ni prometer un futuro. Solo quería habitar ese ahora en el que la piel se estremecía, en el que la brisa les despeinaba los rostros, en el que la laguna seguía allí, quieta y honesta.

Caminaron de regreso tomados de la mano. Cada paso era un eco del corazón, latiendo fuerte, como si en ese viaje el tiempo no los desgastara, sino los hiciera más ciertos. Más ellos.

El Sur era frío, sí. Pero en sus cuerpos, en sus gestos, en ese amor que se dejaba ser sin apuro, ardía una hoguera pequeña, pero invencible.

Y todo lo vivido —el helado, el abrazo, el agua helada, el beso— se quedó guardado en esa parte del alma donde lo esencial no necesita explicarse, porque ya lo dice todo con solo sentirse.

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