Él insistió en acompañarla a su casa, en medio de una ciudad fría, oscura y desordenada. Lo dijo como quien revela una verdad que ha estado madurando en silencio, entre pensamientos reiterados y preguntas que no se atreven a decirse en voz alta.
—Compartimos camino. Te acompaño —murmuró, apenas seguro, apenas temblando.
Casi nunca hablaban. Apenas se miraban, como si algo los contuviera o los negara de antemano. Pero ese día ocurrió algo distinto: una rendija se abrió en el hábito, y los ojos se encontraron.
Ella aceptó sin pensar demasiado. No con picardía, no con intención. Con una calma inocente, casi transparente. Lo miró de soslayo, con una suavidad que hería. Afuera, la luna brillaba plena y desbordante, derramando su luz sobre las hojas de un árbol frondoso que se reflejaba en el cristal de la ventana. El viento agitaba las ramas con fuerza, como si la noche también estuviera nerviosa.
Él la miró. Y entonces, como si su alma tropezara con una certeza que no había querido nombrar, dijo:
—Tengo una duda. Algo que se está confirmando… Creo que me gustas. Lo estoy confirmando.
Ella rió. Una risa breve, desordenada, nerviosa, como si de pronto se viera reflejada en algo que no esperaba. Luego se asomaron ambos a la ventana, y hablaron durante un rato. El mundo parecía suspendido en ese momento, como si la casa fuera una nave flotando en mitad de la noche. Entonces él le pidió un abrazo.
Y ella aceptó. Con esa obediencia temblorosa de quien no sabe si va a ser juzgada o salvada.
Se acercaron.
Y en la oscuridad que ofrecían sus párpados cerrados, él imaginó lo imposible: que el tiempo se desvaneciera y sólo quedaran sus labios y los de ella, apenas a unos centímetros, titubeando en la frontera de un beso que aún no nacía, pero que ya ardía en la carne.
Entonces ocurrió —o creyó que ocurrió— el roce. Un acercamiento tan sutil como un suspiro en medio del insomnio. ¿Había sido ella? ¿Había sido él? ¿Había sido el deseo, ese impostor, el que había puesto el calor en sus bocas?
—¿Quién fue? —preguntó ella.
Él abrió los ojos. Ella estaba allí, de pie frente a la ventana, serena, lejana, como si no compartieran el mismo tiempo. Lo miraba con una tranquilidad insoportable, como si supiera algo que él ignoraba, como si estuviera al tanto de todas las versiones posibles del recuerdo.
Sintió cómo el corazón le golpeaba el pecho con una mezcla brutal de amor, deseo, vergüenza y confusión. Quiso quebrar la ilusión.
—¿Me has besado?
Ella sonrió. Pero no fue una sonrisa ligera; fue una de esas que parecen sacadas del otro lado del alma, como las que se les aparecen a los condenados en sueños.
—Puede que sí. Puede que no.
Y en ese instante, él comprendió que no bastaba con el indicio, con la memoria distorsionada por la emoción. Que no podía vivir atrapado en la posibilidad de un beso. Sintió una rabia dulce, una desesperación amorosa.
Y entonces, sin pactos ni preámbulos, sin necesidad de preguntar ni obtener permiso, se inclinó y la besó. No para responder una pregunta, sino para hacerla inútil. Para vencer la ambigüedad, la duda, la paradoja del deseo y la memoria.
Y solo entonces lo supo: el primer beso había sido un espectro. Este, en cambio, era real. Era carne, aliento, presente.
Y eso basto.
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