VII.
VIDA COTIDIANA
Mis
primeras salidas por Madrid fueron con mi madre. Recuerdo que íbamos
a buscar a mi padre por la tarde, al término de su trabajo en el
Palacio de Correos, hoy de Cibeles, sede del Ayuntamiento de Madrid.
Normalmente,
nos sentábamos en las sillas de hierro (entonces se alquilaban) del
Paseo de Recoletos o subíamos al cercano Retiro a ver las barcas del
estanque. En cualquier caso, solían comprarme un barquillo, o
quizás, a veces, obtenerlo incluso gratis, pues por aquel entonces
los barquilleros llevaban una ruleta en la que podías probar suerte.
De
vuelta por la calle de Alcalá, solíamos parar en la pastelería
Alcoceba o en la India, (al principio de la calle de la Montera),
para comprarle pasteles a mi abuela, pues, a veces, cuando llegábamos
a La Orden en la calle de Zaragoza quedaba poca variedad de pasteles.
Alguien
que me llamó la atención desde el principio, fue el mutilado que
había en la entrada de Correos (conservo una foto con mi madre y él
al fondo). Ya entonces, había observado que había muchos mutilados
(de la guerra) en Madrid, pero éste que boceaba la venta de cupones
con un repetido soniquete: “iguales para hoy”, tenía la voz muy
potente y se hacía notar mucho.
Los
mercados
Pero
las salidas más frecuentes, entre semana, eran a los mercados.
Íbamos a los de San Miguel y al de la Plaza de la Cebada, para
comprar según qué cosas. En el de la Cebada me impresionaban las
reses y cerdos, muy grandes, que tenían para descuartizar. Estaban
colgados de unos garfios soldados en aros metálicos, que abrazaban
las columnas de hierro que, a su vez, soportaban la estructura
metálica del mercado, una de las últimas muestras de la
arquitectura del hierro del siglo XIX en Madrid, que,
lamentablemente, fue derribado. También había animales vivos:
conejos enjaulados, aves de corral y, en Navidades, pavos. Me daban
mucha pena porque sabía que les quedaba poco tiempo de vida.
Por
aquel entonces, estaban dando por la radio un serial que se llamaba
“El amo”. Tenía mucho éxito y lo seguían muchas amas de casa.
Eso se notaba en los mercados, que durante la emisión estaban vacíos
y al terminar llegaban las mujeres en riadas. A mí, en particular,
me resultaba muy distraído el ambiente que había en el mercado, por
la variedad de los productos expuestos, por la manipulación del
género por parte de carniceros y pescaderos y ¡cómo no! por las
conversaciones de los vendedores de los puestos con sus clientas.
Los
recados
Fueron,
junto al desplazamiento a los colegios, las actividades que hicieron
posible mi salida a la calle. Cuando empecé a ir solo al colegio de
la calle de Ciudad Rodrigo, también comencé a hacer recados por las
cercanías, calles Zaragoza, San Cristóbal y Postas.
Eso
sí, seguía sin poder bajar a la calle a jugar, lo que me situaba en
desventaja con los chicos de la calle, ya que al ser ajeno a sus
pandillas la emprendían conmigo. Un día subí a mi casa sangrando
por las narices, pero sin soltar el cántaro de leche y, para colmo,
mi madre me hizo bajar con ella para localizar al chico que me había
pegado. No le encontramos, pero eso hizo que empeorasen las cosas en
encuentros posteriores.
A
pesar de todo, yo me lo pasaba bien en los recados. Fui conociendo a
los tenderos y pasaba ratos distraído haciendo cosas con ellos. Por
ejemplo, Julián el panadero, cuando tenía mucha clientela y su
mujer Paula ya estaba repartiendo, me daba colines muy tostados a
cambio de que le acercase las sacas con panecillos para bocadillos,
que le pedían del bar La Joya, de la calle Postas,.
En
la tienda de ultramarinos de Mariano Cuesta, en la esquina de Marqués
Viudo de Pontejos con San Cristóbal, también me lo pasaba bien
viendo despachar a primera hora de la mañana para los desayunos. Iba
mucha gente de camino al trabajo, -con la barra de pan comprada en
Julián, a que se la rellenasen de sardinas, atún o bonito en
escabeche, fiambres, y más cosas. Me encantaba el olor que
desprendían las latas al abrirlas.
La
huevería y la lechería estaban en la calle Zaragoza. En la
huevería, Frutos, el huevero, se pasaba tiempo y tiempo revisando
los huevos al trasluz de una lámpara. Me dio curiosidad, le
pregunté, y me dijo que lo hacía para ver el desarrollo del embrión
o los que traían dos yemas.
En
la lechería, además de careros eran antipáticos, sobre todo el
hijo,Santiago. Terminé yendo a una que estaba más lejos, en la
calle del Espejo. Era más barata y la lechera muy simpática. Me
guardaba los billetes nuevos de una peseta, que a mí me hacía
ilusión guardar, así, nuevos, para mis ahorros.
Cada
cosa se compraba en un sitio, el vino en las calles Botoneras y
Coloreros, y el sifón y el vermut en el bar La Joya. Este bar, cuyo
dueño, Fernando, era amigo de mi padre, estaba en la calle Postas
frente a la Posada del Peine. En verano, muy a menudo tenía que
bajar en medio de la comida a por otro sifón, pues al principio no
había nevera y a mi padre le gustaba muy frío. Luego tuvimos una de
hielo ¡todo un lujo!.
Para
las empanadas y los corderos iba a dos hornos. Las empanadas las
llevaba al horno de la Panadería de la Plaza de Herradores, y los
corderos a uno especializado en asados en la calle del Espejo, frente
a la lechería.
Racionamiento
y estraperlo
Aún
conservo las cartillas y los cupones de racionamiento. Todo estaba
racionado, y había que esperar colas en el Economato de la calle de
la Ternera (una bocacalle de San Bernardo, cerca de la Gran Vía),
para obtener los productos de alimentación. Hasta los mismos cupones
eran objeto de estraperlo.
Recuerdo
también ir con mi madre a comprar pan blanco a la Plaza de Cascorro.
Lo vendían mujeres, que aparentemente, parecían embarazadas, pues
debajo de sus mandiles tenían las bolsas del pan.
Pasado
un tiempo, nosotros fuimos protagonistas también del estraperlo. Los
ambulantes de Correos, en sus viajes, traían productos alimenticios
y otros, de distintos puntos de España. El café venía de Portugal.
Las medias de cristal, perfumes, lápices de labios y esmaltes de
uñas Dura-Gloss, de Francia.
Nosotros,
mi padre, mi madre y yo estábamos en la distribución. Aún sin
saberlo, creo que sufrí las consecuencias en sus comienzos, pues mi
madre se ausentaba de vez en cuando, supongo que a recoger o llevar
mercancía. Yo era muy pequeño todavía, acababa de morir mi abuela,
(fue en 1948, y tenía entonces seis años). Quedarme solo me
asustaba y me creaba una gran zozobra. Cuando volvía mi madre, yo
estaba (como un cachorrillo) en el pasillo debajo del colgador de
ropa que allí había. Oler la ropa de mi madre, me consolaba y me
tranquilizaba.
Mi
padre, que ya se resentía de su asma, nos avisaba cuando salía de
Correos y yo iba a buscarle a la estación de metro de Sol. Para
entretener la espera, me llevaba un imán atado a un cordel, con el
que recogía las monedas que se le caían a la gente al bajar por las
escaleras precipitadamente, camino de las taquillas. Las monedas
solían rodar por los peldaños, hasta quedar depositadas debajo de
las rejillas que había al final, protegiendo los desagües del agua
de la lluvia. De
ahí las cogía.
Al
poco, aparecía mi padre cargado con una cartera de cuero, que aún
conservo, en la que traía la mercancía. Casi siempre, antes de
subir a comer hacíamos una parada en el bar La Joya, donde se tomaba
un vermut, y a mí, Senén, el encargado, me daba algún pincho con
un vaso de sifón.
Suministrábamos
a distintos establecimientos, según qué artículos.
De
las medias de cristal, perfumes y Dura-Gloss, se surtía
principalmente la Perfumería Urquiola en la Puerta del Sol.
Los
productos de alimentación se los suministrábamos a la tienda de
comestibles Olmedo, en el Barrio de Salamanca. Recuerdo las grandes
barras de mantequilla de Santander y los quesos que llevábamos.
El
café iba principalmente para el Café Sol, en la Puerta del Sol
esquina a Carretas y al Café Sajonia, en la calle del Arenal esquina
a la calle de las Fuentes.
Del
Café Sajonia, nos solían llamar para que les suministrásemos café
fuera del pedido habitual. Se lo llevaba yo, teniendo buen cuidado de
cambiarme de acera, cuando veía un policía armado, para que no
percibiese el olor del café.
También,
para evitar a la Policía Armada, que estaba de vigilancia en el
Cuartel de Zaragoza, detrás de lo que era la Dirección General de
Seguridad, hoy sede de la Comunidad de Madrid, y también por los
gritos que, en ocasiones, oía, provenientes de los calabozos donde
encerraban e interrogaban a los presos políticos, tenía que dar
grandes rodeos para llevar el café al Café Sol. Por cierto, su
dueño era muy remolón para pagar, lo que era un gran inconveniente,
dada la clandestinidad en que nos movíamos, que impedía cualquier
tipo de reclamación.
Y
hablando de policías armados. Con uno, que vivía en la Plaza de
Chamberí, hacíamos intercambio de productos. Él trabajaba
productos de papelería y dibujo.
Había
que buscarse la vida. Fueron
tiempos difíciles, pero salimos adelante.
La
calle como espectáculo
En
los últimos años de la década de los años cuarenta y primeros de
la de los cincuenta, la calle para mí fue un espectáculo.
El
primero que recuerdo son los anuncios luminosos de la Puerta del Sol.
Recién llegado de La Coruña, con cuatro años, al anochecer, mi
madre me bajaba a verlos antes del encendido. Los momentos de espera
hasta que se encendían los vivía con verdadera expectación. Todos
llamaban mi atención (Tío Pepe, Cinzano, Anís del Mono…), pero
el que más me gustaba era el de la Sidra el Gaitero “Famosa en el
mundo entero”, pues la figura del Gaitero tenía unas luces
intermitentes y superpuestas, de distintos colores, que daban una
sensación de movimiento.
En
el camino de regreso entrábamos en el Bazar de la Unión. En los
amplios escaparates de su largo pasillo de entrada se exhibían toda
clase de juguetes, pero a mí el que más me llamaba la atención era
un tren en movimiento, al que observaba hasta que mi madre decidía
que nos subíamos a cenar.
Durante
tiempo, como no me dejaron bajar a jugar con los “chicos de la
calle”, contemplaba sus juegos desde los balcones del tercer piso
donde estaba situada la casa de mi padre.Desde los que daban a las
calle de Zaragoza se veían los soportales de entrada a la Plaza
Mayor. Desde allí observaba todo lo que sucedía en la calle: las
frecuentes obras de reparación de las cañerías, muy dañadas, el
ir y venir de los carros de reparto arrastrados por caballerías y
los de los traperos que, a voces, anunciaban la compra de ropa vieja
y otras clases de objetos. Más de vez en cuando, veía el paso de un
coche propulsado por gasógeno. Oía el característico sonido de la
flauta de pan del afilador anunciando su presencia, el voceo del
chispero anunciando que reparaba fondos de ollas y cacerolas y su
subida a las viviendas a recoger los utensilios a reparar, el silbato
del cartero enunciando los pisos para los que había correspondencia
a fin de que bajasen los vecinos a recogerla. En las noches de verano
oía el golpeteo sobre los adoquines del chuzo del sereno que, a las
palmas de llamada de los vecinos trasnochadores, algunas acompañadas
de un estentóreo ¡¡Sereno!!, les anunciaba con un ¡Va! que acudía
a abrirles la puerta del portal. En tiempos de Navidad asistía,
desde el balcón, a la construcción de los puestos de venta de
figuritas para el belén que se instalaban a lo largo de la calle de
Zaragoza, como preámbulo de los que se levantaban al tiempo en la
Plaza Mayor.
Las
salidas a la calle eran, como ya he contado, para ir al colegio de
turno, para hacer los recados en las tiendas del barrio y para
repartir el café de estraperlo. En una de las rutas de reparto era
donde tenía mi mayor entretenimiento. Era la ruta que tenía que
hacer para llevar el café al Bar Sol, situado en la esquina de la
Puerta del Sol con la calle Carretas, frente a un lateral del
edificio de la Dirección General de Seguridad.
Sólo
he estado una vez en el interior de ese edificio. Fue con ocasión de
un “timo” que sufrió mi madre. Una mañana se presentó en casa
de mi padre una mujer que dijo que venía de La Coruña a intentar
comprar penicilina (que entonces era muy difícil de conseguir y se
vendía de contrabando) para su hermano (mi tío Manuel), que se
encontraba gravemente enfermo con una infección pulmonar. Le dio
toda clase de detalles, tanto de mi tío como de otros familiares de
La Coruña y le dijo que necesitaba urgentemente más dinero, que el
que traía inicialmente, para dar una señal por la penicilina que le
entregarían esa tarde. Mi madre le dio, que yo recuerde, más de mil
pesetas de entonces. Creo que había cobrado de alguno de los
establecimientos a los que les vendíamos de estraperlo. La mujer le
dijo que pasaría por la tarde para despedirse porque regresaba de
inmediato a La Coruña. No fue así y para entonces mi madre había
conseguido ponerse en contacto con La Coruña y había podido
comprobar que, felizmente, mi tío estaba bien pero ella había sido
víctima de una estafa. Mi madre nunca supo cómo aquella mujer pudo
averiguar tantos datos de su familia ni cómo supo que aquella mañana
tenía esa cantidad de dinero, pero es evidente que la información
provino de alguno de los establecimientos a los que les
suministrábamos café y otros productos.
Acudimos
a denunciar el hecho a las dependencias policiales de la Dirección
General de Seguridad. Entramos por un acceso lateral de la Calle del
Correo (frente a la cafetería Rolando que años más tarde, en 1974,
sería objetivo de un sangriento atentado de ETA) y nos atendieron
dos policías de “la Secreta”. Le dieron a mi madre unos ficheros
para que comprobase si reconocía a la mujer que le había estafado.
En una de las fichas creyó reconocer a la mujer con la que había
estado esa mañana, pero uno de los policías le preguntó: “¿cree
que es, o es?, no podemos ir a casa de esta persona a detenerla si no
está usted segura”. Mi madre le contestó que le parecía ella,
pero que no podía asegurarlo porque la foto correspondía a una
persona más joven. El policía insistió en que no era posible
detenerla sino lo aseguraba y, finalmente, regresamos a casa más
chasqueados que cuando habíamos ido a denunciar. Ahora pienso que
quizás fue lo mejor. ¿Qué hubiera pasado si la policía hubiese
actuado y en el curso de la investigación se hubiese preguntado por
la procedencia del dinero estafado?
El
recorrido para las entregas del café al Bar Sol discurría por la
parte trasera del Cuartel de Zaragoza, en cuya puerta hacían guardia
dos policías armados. Para evitar pasar por enfrente, rodeaba la
parte trasera del Cuartel desde la Plaza de Pontejos, cogía una
estrecha bifurcación de la calle de la Paz, a la altura del Teatro
Albéniz, que desembocaba en el callejón de San Ricardo, adonde
daban los respiraderos de la zona de calabozos de la parte trasera de
la Dirección General de Seguridad y por allí accedía a la calle de
Carretas y finalmente al Bar Sol, en cuya primera planta hacía
entrega del café. El cobro lo efectuaba posteriormente mi madre.
El
camino de regreso, con la cartera ya vacía, lo hacía
alternativamente por la calle de Carretas o por la Puerta del Sol y
calle de Postas. En esta dos calles era donde disfrutaba de mis
espectáculos de entretenimiento.
Subía
la calle de Carretas, hasta su desembocadura en la Plaza de Jacinto
Benavente, para ver las atracciones de un puesto permanente de feria
situado donde hoy se levanta el edificio en que se encuentra la sede
del Centro Gallego de Madrid. Este puesto tenía varias atracciones y
la que más me gustaba era una pista mecánica de carreras de
caballos en la que se competía y apostaba a semejanza de las
carreras de un hipódromo. Allí permanecía lo más que me permitía
el tiempo de regreso que, finalmente, hacía por la calle de la Bolsa
y Plaza de Santa Cruz.
En
el camino de regreso por la calle Postas me paraba a ver y oír a
los charlatanes que ofrecían una diversidad de productos de uso
diario y juegos que presentaban siempre como maravillosos. Ellos ya
utilizaban la técnica publicitaria, hoy común, de los
supermercados, el “llévese dos y le regalo uno”. Me llamaba la
atención y me divertía la labia que tenían para expresarse. Eso
sí, había que estar muy pendientes de la cartera o del reloj de
bolsillo (que aún se llevaban), pues los corrillos que se formaban
eran centros de operaciones de los rateros
En
los primeros años cincuenta, en los que ya gozaba de cierta
autonomía, un espectáculo muy esperado por divertido eran las
verbenas que, con motivo de festividades populares, se montaban en la
Plaza Mayor. Adornaban la Plaza con cadenetas y farolillos de colores
y en ella se montaban puestos de comidas y refrescos, de churros y
buñuelos, pista de coches de choque, casetas de tiro al blanco,
puestos de atracciones y rifas, entre otros. El poco dinero del que
disponía para bajar a la verbena me lo gastaba en las casetas de
tiro al blanco, tenía buena puntería y, de vez en cuando, conseguía
un premio.
En
los puestos de rifas me divertía mucho la forma en que, al igual que
sucedía con los charlatanes, anunciaban y elogiaban los objetos que
iban a sortear. Cada cierto tiempo, repartían boletos gratis y, en
alguna ocasión, me tocaron unas cajas de galletas o de mantecados,
las que, muy ufano, subí enseguida a mostrarle a mis padres
El
Rastro:
situado en el barrio
de la Latina, durante mucho tiempo pensé
que su nombre estaba relacionado con el desorden, quizás por aquello
de la frase ¡Parece el Rastro!. En un momento dado, leyendo
curiosidades sobre Madrid, conocí que el origen del nombre se
atribuía a que, en tiempos pasados, hubo en la zona un matadero y en
sus proximidades se encontraban
las curtidurías (Ribera de Curtidores). El rastro de sangre que,
en su traslado a las curtidurías desde el matadero, dejaban
los animales sacrificados, fue
el
que dio lugar a que fuese así nombrado.
Mi
padre era muy aficionado a ir al Rastro las mañanas de los domingos.
Le gustaba curiosear, pues
entonces no estaba en disposición de comprar. Yo le acompañaba a
menudo. Me gustaba aquel
ambiente tan variopinto en
objetos y diversidad de gentes. Me sorprendía al ver el batiburrillo
de objetos aparentemente inservibles y sin valor que estaban a la
venta. Mi padre visitaba principalmente los puestos en los que se
vendían muebles y objetos de decoración provenientes, en
su mayoría, de casa
deshechas. Se formaba
novelas, y así me lo transmitía, sobre las circunstancias (a menudo
citaba la afición al juego) que habrían provocado que los dueños
de aquellos objetos se hubiesen visto obligados a desprenderse de
ellos, aunque también me comentaba que la mayoría de las veces
correspondía a herencias de las que se habían desprendido los
herederos.
Durante
un tiempo, esa afición sirvió para ayudar a un vecino en el paro.
Mi padre compraba muebles que el vecino reparaba y posteriormente se
vendían, repartiendo los beneficios entre ambos. Cuando la economía
doméstica se lo permitió, se compró una gramola con mueble y una
colección de discos de su música preferida, ópera, zarzuela y
tango principalmente. Más adelante fue comprando piezas de
decoración antiguas de las que estaba muy satisfecho y con las que
fue adornando la casa.
También
en el Rastro, después de agotar parte de los trajes de mi padre para
adaptarlos
a mí, me compraron ropa de segunda mano, entre otras una chaqueta y
una gabardina de un militar recién llegado a la base americana de
Torrejón de Ardoz.
En
el deambular por el Rastro, al
igual que en los corrillos de los charlatanes,
había
que estar muy atentos para no ser “aligerado” de objetos de valor
por los rateros que por allí pululaban…
Lana
Turner y el fontanero
En
los bajos de una de las casas de enfrente a la de mi padre, a mitad
de la calle, había un taller de fontanería regentado por su
titular, un hombre mayor de maneras toscas y gesto huraño. Su hijo,
que por aquel entonces no trabajaba en la fontanería, era un joven
arrogante y de gesto achulado.
Desde
mi puesto de observación preferido, el balcón de la calle de la
Fresa, contemplaba cómo, regularmente, a la caída de la tarde,
aparecía desde la calle Zaragoza una mujer joven que se apostaba en
la entrada de la calle de la Fresa, junto al escaparate de los
Almacenes Pérez Fernández (la joyería estaba enfrente), y allí
esperaba pacientemente a que apareciese el hijo del fontanero que, al
reunirse con ella, le ofrecía su brazo al que ella, con gesto
sumiso, se abrazaba y desaparecían ambos por la calle Zaragoza. Yo
ignoraba el nombre de ella y dí por llamarla “Lana Turner” dado
su parecido con la actriz cinematográfica.
Lana
Turner fue una bella y famosa actriz estadounidense que estuvo muy de
moda en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Yo la vi por
primera vez en el humilde cine Doré (hoy sede de la Filmoteca
Nacional, en la calle de Santa Isabel, de donde parten las calles que
te sumergen en los barrios bajos de Madrid).
La
película en que por primera vez vi a Lana Turner fue “Los tres
mosqueteros”. En ella representaba el papel de Lady de Winter,
agente del cardenal Richelieu, y enemiga de los mosqueteros al
servicio del rey Luis XIII.
El
porte de “Lana Turner”, así la llamaba porque desconocía su
nombre, me recordaba al de la actriz. Guapa, rubia, con el pelo
recogido en un moño, vestía formalmente.
A
menudo llevaba trajes sastre de chaqueta y falda, en tonos oscuros o
negro, que destacaban el color rubio de su pelo y el blanco de su
piel. Sus zapatos, de alto tacón, también eran oscuros o negros. Su
presencia contrastaba con el aspecto achulado del fontanero. Yo me
imaginé desde un principio que ella estaba enamorada de él, quizás
por el hecho de ser la que le iba a buscar, esperándole a veces por
largo tiempo, y también por lo que percibía en su gesto al
agarrarse de su brazo. Él, por el contrario, me hacía pensar, por
su actitud, que presumía de ella de forma similar al que conduce un
espléndido “porsche”, no tanto por el placer de conducirlo sino
más bien por el hecho de que “le vean” conduciéndolo.
Años
después los recordé al leer la novela de Juan Marsé “Últimas
tardes con Teresa”, en la que el protagonista, Manolo (Pijoaparte),
un marginal charnego, ladrón de motos, trata de seducir a Teresa,
una joven y atractiva universitaria de la alta burguesía
barcelonesa. Fue la diferencia de condición social lo que me hizo
recordar, pues nunca supe cuál pudo ser el final de la historia de
“Lana Turner” y el fontanero. Él siguió regentando el taller de
fontanería que heredó de su padre, aunque nunca le vi con mono de
trabajo o portando la caja metálica en que se llevaban las
herramientas de fontanería. A ella no recuerdo haberla visto
después. Quizás, si prosiguieron su historia, se marcharan a vivir
a otro barrio.
Sea
cual fuese su historia, confío en que no corriesen la suerte de los
protagonistas de la novela de Marsé.
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