Desde niña, el deporte fue mi lenguaje, mi refugio, mi hogar. Probé de todo: fútbol, básquet, natación ¡Hasta gimnasia por Dios! Recuerdo con nitidez aquellas tardes en que acompañaba a mi papá y a mi hermano a la cancha. Gritábamos por nuestro equipo como si se nos fuera la vida en ello. Yo vestía sus colores con orgullo, y si era necesario, defendía esa camiseta con furia infantil pero convicción absoluta.
El tenis llegó después, con la misma fuerza que un vendaval. Y, con él, comenzó una revolución interna: mi primer amor, mi primera herida, mi primera lección de constancia en un mundo que no se detiene. Fui bastante buena, aunque hoy cueste creerlo y mi cuerpo ya no lo respalde. Pero como tantas otras pasiones intensas, esa etapa también quedó atrás, enterrada entre los estudios, el trabajo y las responsabilidades que a veces nos empujan fuera de nosotras mismas.
Sin embargo, el deporte nunca se fue. Vive en mí. Me habita. No me pierdo un evento importante. En casa ya me miran con resignación: “¡¿Qué haces viendo tanto deporte?!” No puedo evitarlo. Es parte de mi ADN.
¿Y ahora? Me estoy zambullendo de lleno en la WNBA. Algo inesperado para mí. Siempre fui fan del deporte, sí, pero del masculino. Critíquenme si quieren, llámenme inconsciente de género, pero lo cierto es que las competencias de hombres tienen más intensidad, velocidad, técnica y espectáculo. No me malinterpreten, también veo tenis femenino, pádel, natación, vóley… tampoco es que le haya dado la espalda a mi género. Pero el básquet siempre fue cosa de los Lakers, los Heat, los Warriors. De los legendarios Celtics o los Bulls. Nunca me detuve a mirar el universo femenino del baloncesto.
Hasta que apareció ella: Caitlin Clark.
¿Qué tiene esta chica que lo está cambiando todo? Todavía lo estoy procesando. Me sorprende cada artículo, cada columna, cada debate que leo. Más aún, me impacta la forma en que la liga la trata —o más bien, la maltrata—, cómo sus pares y ciertos sectores la atacan con una virulencia difícil de justificar.
Su figura destapa aristas fascinantes e incómodas a la vez. Su presencia, en una liga mayoritariamente afroamericana, ha abierto discusiones sobre raza, privilegios y representación. ¿Hay racismo a la inversa? ¿O simplemente envidia? Porque sí, las mujeres también envidiamos. Y mucho. A veces cumplimos a rajatabla el estereotipo que más detestamos.
Pero además del componente racial y de las actitudes que a veces nos definen como mujeres, hay una tercera posibilidad. Una bastante incómoda, pero para nada descabellada:
¿Y si este antagonismo también está siendo amplificado a propósito?
Las narrativas necesitan heroínas y antagonistas, y el sistema —medios, marcas, ligas— sabe capitalizar el conflicto como nadie. Clark, brillante y resistida, es perfecta para la historia: una joven talentosa que sufre ataques, una figura polarizante que eleva la conversación, la audiencia y el negocio. Tal vez el maltrato que recibe, las críticas feroces y el odio de sus pares no solo sean reales, sino también útiles.
Su victimización también vende. Y eso, en esta era, se traduce en dinero.
Es muy probable que incluso nuestra indignación sea utilizada como gasolina para amplificar su mito y rentabilizar la polémica.
Aun así, de todas las hipótesis, la más dolorosa me sigue pareciendo la falta de sororidad: esa complicidad entre mujeres que tanto promovemos, pero que pocas veces practicamos de verdad.
Clark ha roto todos los récords imaginables con apenas 23 años. Ni siquiera mencionaré sus hazañas universitarias, solo esta primera temporada como novata en Indiana Fever basta:
- Mayor cantidad de puntos anotados por una novata: 769.
- Más asistencias en una temporada: 337.
- Más triples convertidos por una novata: 122.
- Récord de dobles-dobles para una guardia novata: 14.
- Primera jugadora nombrada Novata y Jugadora del Mes al mismo tiempo.
Pero no es solo talento deportivo. Caitlin genera algo que está reservado para muy pocos deportistas: magnetismo. Ella convierte cada partido en un evento, cada jugada en historia.
Y, sin embargo, eso parece molestar. En la votación del All-Star Game 2025, fue la más votada por el público —1.29 millones—, pero apenas la novena más votada por sus compañeras de liga.
¿A qué se debe ese abismo?
Lo diré claro —aunque la situación sea compleja, la raíz es simple—: celos. La dificultad de aceptar que alguien brilla más. Que sobresale. Que incomoda.
Y sí, también a tensiones raciales que nadie se atreve a nombrar en voz alta.
¿Cómo una mujer blanca puede ser la cara visible de un deporte históricamente dominado por mujeres afroamericanas? Las comparaciones con Larry Bird no son antojadizas.
Pero más allá del debate racial o del juego mediático, quiero detenerme en algo más urgente: la incapacidad de celebrar el éxito ajeno cuando ese éxito es femenino.
¿Cómo puede ser que las propias jugadoras no reconozcan que la llegada de Clark las beneficia también a ellas?
Gracias a su presencia, la audiencia de la WNBA se triplicó.
Su debut fue el partido más visto en ESPN desde 2002.
La asistencia promedio aumentó un 105 %.
Las camisetas se agotan.
Los patrocinadores aumentan.
Las franquicias crecen.
La WNBA, gracias a ella, está generando más dinero que nunca. Y eso es bueno para todas.
No digo que haya que rendirle pleitesía. No es eso. Pero sí respeto.
Y una mínima dosis de inteligencia colectiva para darnos cuenta de que lo que sucede es importante y transformador.
Si de verdad queremos igualdad, si realmente buscamos cambiar las reglas del juego, empecemos por lo esencial: celebrar el éxito de otra mujer, sin reserva. Porque su victoria es la nuestra, y al levantarla, nos levantamos todas.
La diferencia salarial entre la NBA y la WNBA sigue siendo abismal, pero con figuras como Caitlin Clark la conversación ya no es una queja aislada archivada en rincones oscuros.
Es una oportunidad real de cambio.
No podemos seguir cavando trincheras entre nosotras, menos aún cuando nuestra realidad ya es compleja. No podemos seguir arrastrándonos hacia abajo cuando alguien logra salir a flote.
Entre mujeres, no deberíamos ser enemigas. Deberíamos ser trinchera, red, impulso y aplauso.
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