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I. la sospecha
Hay impulsos que no tienen nombre.
Y aún así persisten.
Como la forma en que algo arde sin saber si es castigo o consagración.
Como un órgano que late aunque no se le pida.
Ya no sé si lo maldice o lo bendice mi corazón.
Pero sigue latiendo.
Y eso ya es una amenaza.
—
II. la deformación del símbolo
Los presagios no siempre llegan con forma.
A veces son polvo.
Una grieta que se abre sola.
Un número que se repite sin patrón.
Aun así, los reconozco.
No porque los entienda,
sino porque se repiten en mí.
Como un nombre que no nombro,
pero vive a flor de labios.
No lo digo.
Lo arrastro.
Y si muero,
será por desgaste,
no por destino.
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III. el intento de balance
El costo de soltar no siempre se mide en pérdidas.
Hay cosas que no pesan por lo que fueron,
sino por cómo insisten.
Me pregunté, una vez,
cuánto me cuesta dejar esto.
Pero ya no sé si era algo,
o solo residuo.
O solo ciclo.
O solo el nombre que le puse
a lo que no supe entender.
—
IV. la claridad equivocada
Todo parecía conducir a un centro.
Un lugar donde, quizá, las frases se explicaban.
Donde el sentido iba a mostrarse
como una figura en el humo.
Pero sólo encontré un espejo mal calibrado:
Me devolvió mi rostro,
pero no estaba vivo.
Solo era gesto.
Solo era restos.
Después de eso,
no vino nada.
Ni consuelo,
ni vértigo,
ni caída.
Solo un silencio demasiado grande para ser sentido.
Y adentro de ese silencio,
yo.
Sin nombre,
sin motivo,
sin mapa.
Como si todo hubiera sido real,
menos yo.
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