Todo marchaba bien. Al parecer, soy experta en dopar las emociones, pues los rastros de un mal momento los llevo marcados en las manos, pero no recuerdo el llanto que normalmente acompaña las profundas heridas.

¿Cómo pasó? No lo sé. La puerta se cerró y, al caer de rodillas, no pude contener las lágrimas. No me explico cómo un portazo, de repente, me dejó ver que ¡el castillo era de naipes! ¡Maldita sea! Todo se derrumbó, y de verdad le puse todo el empeño para que esto realmente funcionara. Y al final, todo se fue a la mierda.

Siendo sincera, no eres tú. Aparentemente, todo lo que tienes está en orden y funciona. Tu físico está bien. Amo tus ojos casi azules, tu tez blanca y el cabello castaño casi rojo —eso, cómo me encanta—. Tu música, tu poesía, tu melancolía… Todo tú es genial. Pero… no es suficiente.

He pensado mil veces en una carta a la antigüita, escrita a mano, en papel de cuaderno y con un toque de perfume. Pero esta no sería de amor, no expresaría cursilerías baratas que prometen un amor eterno. Sería un monólogo tristón que habla de soledad, heridas sin cerrar y, obvio, de ese microsegundo en donde yo, en un bus de Transmilenio, vi desde la ventana cómo abrías la puerta del copiloto a quien realmente merece el puesto.

Portazo a la realidad. Lo sabía. Era evidente: el amor fue unilateral. ¡Bueno, bueno, amor no fue! Lo que sea… igual me dolió. Como si me faltaran más dramas. Escribo, pero no es para armar más historias ridículas en el peso de un cuaderno que ya no aguanta una línea más de fracaso en el amor, pero si una para una macabra escalada de emociones fuertes. By Dobile

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS