Una mañana, el amor se cayó del cielo. No como una paloma, ni como un ángel aburrido, sino como un zapato sin par, de esos que uno ve en los cables de electricidad y nunca sabe si subieron por amor o por despecho. Cayó y rebotó en una azotea, se desparramó por los tejados, y empezó a silbar canciones con acento de planeta lejano.
Desde entonces, se sienta en los techos a mirar las ventanas. A veces entra sin pedir permiso, se cuela por la rendija del buzón o por la grieta de un sueño mal dormido. Se mete en el café del desayuno o en el perfume sin nombre que deja una carta no enviada.
No tiene pasaporte, pero ha cruzado más fronteras que los pájaros. Hoy duerme en una plaza de Lisboa, mañana se esconde en un pañuelo olvidado en La Habana. El amor tiene miles de formas: una madre que canta en voz baja mientras cose un agujero en el tiempo; un esposo que no entiende los silencios, pero los abraza igual; un niño que ofrece su galleta mordida como quien da una estrella con los dientes marcados.
Los científicos intentaron atraparlo para estudiarlo, le pusieron electrodos y le ofrecieron contratos de exclusividad, pero el amor se hizo humo, risa, bocanada de viento, y se escondió en el parpadeo de una anciana que vio nacer el siglo y aún se emociona al ver el sol reflejado en una cuchara.
Dicen que si uno respira muy hondo, en ciertos días del año, puede olerlo: huele a pan recién horneado, a cuaderno nuevo, a piel de quien uno ama sin saber desde cuándo.
Y lo más loco: a veces el amor se disfraza de perro callejero. No para dar lástima, no, sino para correr libre por las avenidas del alma, meneando la cola al universo y lamiendo los tobillos sagrados de las ciudades que aún no han olvidado reír.
Creo que, pese a los dolores de isla, el amor —sin necesidad de boletos ni trenes— atraviesa la república de punta a punta, descalzo y silbando, como si el mapa fuera piel viva. La recorre entera, sin pedirle permiso a las fronteras que inventó el dinero ni a las grietas que sembró la desesperanza. Va el amor, sin prisa, pero sin pausa, amándonos como si cada rincón fuera su casa, como si el país entero pudiera caberle en el pecho.
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