Llueve.
Primero el calor, agobiante, húmedo, del que te envuelve y te aprieta el cuerpo.
Después las nubes, oscuras, rugiendo, haciendo temblar al mundo. La tormenta, a veces sinónimo del desastre inminente, inevitable.
Para mí mucho más.
Antes de la tormenta la tierra seca, muriendo, volviéndose polvo fino.
Las primeras gotas caen pero no pueden romper esa capa impermeable. Sin embargo siguen, una tras otra, implacables.
El suelo se moja, no se puede resistir. El agua lo alimenta, le sacia toda la sed, lo vuelve fértil, lo hace barro. Se vuelven uno. Y entonces, como una nueva maravilla: el olor a tierra mojada, a esperanza verde, a brotes, a vida, alivio.

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