En el pueblo de San Olvido, donde los carpinteros andaban en chanclos de madera y los almanaques se usaban para espantar moscas, apareció un día una pareja tomada de la mano: él, un viejo con la espalda torcida por el peso de los años, y ella, una muchacha con flores en el cabello y soles en la risa. Nadie supo de dónde venían, pero contaban que él había sido marinero de tempestades, y ella, hija de una luna que no quiso envejecer. Los miraban pasar como quien ve a un milagro desobedecer las leyes del tiempo.
Los curas murmuraron en voz baja y las comadres se santiguaban tras las cortinas, pero a ellos les bastaba bailar en la plaza con una canción imaginaria para que las flores crecieran más rápido y los niños dejaran de llorar. El amor —decían ellos sin alzar la voz— no se mide en arrugas ni calendarios, sino en el modo en que dos almas se reconocen en el desorden del mundo. Y cuando se besaban, hasta las estatuas de piedra en la iglesia parecían suspirar. Los santos de yeso suspiraban.
Un lunes de esos en que ni Dios tiene ganas de trabajar, se fueron igual que llegaron: sin hacer ruido, con la misma sonrisa que abría ventanas cerradas por la costumbre. Desde entonces, en San Olvido, se dice que el amor no tiene edad, que no hay ley más sabia que dejarlo mover el mundo, y que los relojes solo sirven para recordar que el tiempo no siempre tiene razón.
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