El Bebé del Tiempo

El Bebé del Tiempo
Por Carlos Tovar
Lo que quedaba del convento abandonado eran apenas recuerdos petrificados por el polvo. En la sala principal, un enorme retrato de la Madre Superiora contemplaba el vacío, testigo mudo de aquel lugar enigmático. Un grupo de jóvenes, en plena excursión campestre, decidió explorar la montaña y se topó con la estructura desolada. Dentro, el tiempo había tejido su manto de olvido: muebles, libros, camas, todo yacía bajo una espesa capa de polvo y una pátina ocre.
Una de las exploradoras descubrió, oculto entre las ruinas, un diario manuscrito. Su primera página rezaba: 1921. La muchacha, con un escalofrío de curiosidad, lo guardó en su bolso. Poco después, llegaron los profesores, alarmados por la ausencia del grupo. De regreso a la ciudad, la joven recordó el hallazgo y comenzó a leer. Lo que descubrió la dejaría profundamente impactada.
El diario pertenecía a Sor Teresa. En sus páginas, narraba un invierno implacable que asolaba el convento. Ante la ausencia de personal masculino, las religiosas emprendieron la búsqueda de leña para la chimenea, mientras otras preparaban chocolate caliente. Lejos del refugio, en medio del bosque desnudo, un llanto agudo rasgó el silencio helado. Cuatro monjas, entre ellas Sor Teresa, se miraron incrédulas. ¿Cómo podía haber un niño recién nacido en aquel paraje solitario, lejos de toda civilización?
Guiadas por el desgarrador sonido, encontraron al bebé. No yacía en una cuna, sino dentro de una cúpula de cristal transparente. La criatura se movía en su interior como si flotara en el vacío, sin líquido alguno que la sustentara. Recién nacida, pero sin ombligo. Con recelo, las monjas trasladaron la extraña esfera al convento.
Sor Teresa anotó lo más inquietante: el niño no necesitaba alimento. Había días en que su llanto era desesperado, pero bastaba que una de ellas posara sus manos sobre el frío cristal para que se calmara. Fue Teresa la primera en percibir el precio de ese sosiego. Cada contacto con la esfera le robaba vigor, dejándola exhausta, débil. Peor aún: el llanto se hizo diario, exigente, como si aquel ser inocente fuera en realidad un vampiro ávido de su energía vital.
Lo más aterrador era su inmutabilidad. El bebé no crecía. Era como si una esencia diabólica hubiera adoptado la forma más pura para seducirlas, para cautivarlas. Todas cayeron bajo su hechizo, adictas a la esfera. Su carne se consumía, sus rostros se volvían pálidos espectros. La primera en morir fue la Madre Superiora, quien guardaba el artefacto en su despacho y lo acariciaba con frecuencia. Su cadáver apareció demacrado, reducido a huesos y piel, como si algo le hubiera succionado la existencia misma.
Afuera, una tormenta de nieve infernal selló el convento, imposibilitando la huida. Una a una, las hermanas fueron cayendo, consumidas, lívidas. Solo Sor Teresa resistía, negándose a tocar la esfera diabólica. Pero una fuerza insidiosa, un susurro en su mente, la acosaba: «Tócame… tócame…». Encerrada en su celda, rodeada por los cadáveres de sus compañeras y el llanto persistente del bebé que atravesaba las paredes, Teresa tomó su diario. Quería dejar constancia de la pesadilla.
Escribió con mano trémula, mientras la voz en su cabeza se hacía imperiosa. Como pudo, resistió. Pero la fuerza que la llamaba era superior. En un último acto desesperado, quizás de fe torcida o de rendición final, extendió la mano y posó sus dedos sobre el cristal glacial. Fue su postrer gesto: alimentar con su vida a un demonio eternamente infantil.
La joven que leía aquellas páginas sintió el terror helarle la sangre. Con un grito ahogado, arrojó el diario lejos, como si sus palabras pudieran quemarle las manos.

Etiquetas: terror psicológico

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