Era sábado por la mañana, y Meerna veía a Helmer cerrarle la puerta a un gran hombre pelinegro y bronceado por el mar, su último cliente. El hombre había charlado con la pareja largo y tendido, haciendo chistes sobre su propio apellido, tocayo del reverendo William Topley Humphrey, que en sus palabras era lo único de santo que tenía. Meerna Wood se lo había quedado mirando como una enamorada jovencita enfrente de su marido y este no se mostró angustiado al despedirlo.
Bimo acababa entonces de entrar a la tienda y ahora esperaba a Lucy en el corredor con un vaso de agua fría.
—¿Cuánto ha pasado desde que cerraron esa iglesia? ¿Un año, desde que cayeron los rayos? —comentó Helmer rascándose las largas patillas—. No he visto que hayan avanzado en las mejoras, sin embargo.
—¡Lo que le faltaba a ésa San Andrés era una buena y exhibicionista Sheela! —dijo Meerna—. ¡Algo que cambie esa pinta de Ayuntamiento más que de una catedral!
Meerna sostuvo una gaseosa helada con aspecto de cansada en la silla alta que estaba detrás del mostrador.
—¿Quién es Sheela? —preguntó Bimo.
—Sheela. Sheela Na Gig. Esculturas, Bimo. Cuando yo tenía tu edad, decoraban la iglesia más famosa de mi pueblo. Había una de un oso que devoraba pecadores.
Bimo la miró. No sabía lo que era un oso, pero estaba muy interesado.
—No —dijo.
—No contradigas a tus mayores. Lo hice. Era un oso devorando a dos pecadores; uno a cada lado de su boca. —Levantó las esquinas suaves de sus labios delgados con los dedos y enseñó los dientes—. También vi un perro y una liebre, en la misma iglesia. Los dos juntos.
Helmer puso los ojos en blanco.
—No aburras al chico con eso.
—¿Qué más vio? —preguntó Bimo de todas formas. Meerna Wood intercalaba casi tanto de humor como Lucy, y como con ella, el joven hacía cuanto podía en alegrarla con conversaciones simples.
Ella se pasó los dedos por su cabello rubio oscuro recogido sobre las orejas.
—Principalmente, cosas en piedra. Docenas de esculturas grotescas alrededor de las puertas, ventanas y techo. Humanos, guerreros, serpientes, aves. Todo tipo de cosas. Eso pasó hace mucho tiempo. No lo recuerdo. Pero sí recuerdo las columnas de la puerta. Tenían tallas de serpientes, con cabezas que se tragaban sus propias colas. Pájaros en el follaje a la derecha, dos guerreros a la izquierda. El tímpano semicircular tenía un árbol. También recuerdo un castillo en ruinas al oeste de la iglesia. Quedaban solo algunos muros de la torre, una chimenea y dos secciones de los muros del castillo. La cosa más grande que jamás haya visto.
Bimo y Helmer escuchaban imaginándose la antigüedad del edificio.
—Ya les digo, la Iglesia de Santa María y San David era algo realmente sorprendente cuando yo era niña.
Suspiró. En ese momento las arrugas y los ángulos de su cara parecieron suavizarse y se volvía soñadora, recordando el pasado; el pasado lejano. No a su juventud con Helmer, sino su infancia.
—¿Ya estás lista? —preguntó Helmer. Aquel día libre era realmente importante para él, porque se le permitía ir a Comercial Square por algo que no fuera hacer negocios. Estaba ansioso por ir.
—Aún no. Acaba ya de escribir en ese libro. Déjame terminar mi gaseosa.
Helmer dio una profunda respiración y subió las escaleras para acabar con el libro de cuentas.
La única otra persona que Bimo conocía que le hablase así a su marido era Mei Ying.
—Quiero saber más sobre esa Sheela —dijo Bimo. Imaginó que Lucy debía estar por acabar lo que fuera que estaba haciendo y vendría pronto—. ¿Qué se supone que es? ¿Una diosa o un monstruo?
Meerna se rio.
—Esculturas, ya te lo he dicho. Y, ¿quieres saber algo? Todas iban desnudas.
Bajó de la silla. Se abrió de piernas con el vistoso vestido realzando sus caderas y las mantuvo allí un momento, agitándose en su dirección.
—Desdoblando sus partes íntimas en una postura lasciva—pronunció con una voz que Bimo nunca le había oído antes, y las juntó de nuevo—. Y una mueca extraña en su cara. Representaban la lujuria femenina, lo más horrible y pecaminosamente
corruptor, o algo así. Con las costillas visibles en el torso… No como yo, por supuesto. Desde que era una niña ya tenía buenas carnes.—Se señaló los senos, dibujando tenazas lentamente con los dedos. Y lo miró.
—¿Qué piensas?
Bimo sintió que se sonrojaba.
¿Cuál había sido la necesidad de hacer esas cosas?
Ella se echó a reír.
—Bueno, creo que el viejo y buen reverendo Humphrey no va a patrocinar nada parecido, ¿verdad? Ese chico no. Vaya si le gustaría. ¡Le encantaría! Pero está casado. Maldito hipócrita.
Apuró su gaseosa y se levantó.
—¡Acaba con eso, Helmer!—lo llamó—. Vamos. Salgamos de aquí. ¿Lucy? ¡Lucy!
Al otro lado de la tienda, se oyeron pasos por la escalera y bajó Lucy. Parecía un poco asustada al principio, o eso pensó Bimo; supuso que era debido a los gritos de Meerna.
Y entonces sus ojos se posaron sobre él y sonrió.
—Me llevo a este hombre al John Little, Lucy. No abras a nadie y aléjate de la fresquera. No quiero que engordes a nuestra costa.
—Sí, señora.
Desde la escalera, Helmer se dirigió hacia Bimo.
—Bimo, no deberían terminar muy tarde. El día está precioso, intenta no retenerlos mucho tiempo.
—Claro. Bien.
Lucy le indicó el camino yendo por delante de él.
Cruzaron el godown hacia la puerta del callejón al fondo, la única salida de ese cuarto oscuro. Las cajas y los sacos se abarrotaban como un laberinto de figuras en la oscuridad de aire caliente, sin ventanas, apenas dos puertas colindando una frente a la otra.
Era como si hubiesen construido allí un calabozo; un oscuro y negro agujero en el que mantener algo dentro.
Y, de alguna forma, su lóbrego contagiaba a toda la tienda. Bimo comprendía que a Lucy no le gustara…
La chica abrió la puerta y salieron.
Bimo eligió páginas de la Biblia más o menos acordes para Lucy y comenzó a dictarle. Podía decir que estaba orgulloso de sí mismo como profesor cuando Lucy se inclinó para copiar el párrafo con determinación. El calor del día la hacía arrugar su entrecejo a ratos, acentuando su mirada de látigo. En silencio pronunciaba con sus labios rojos las palabras para no olvidar sus significados…
Bimo se dio cuenta del rato que pasó mirándola y volteó a ver la página del libro, quizás un poco extensa para la inexperiencia de Lucy.
—Lucy, ¿podrás escribir todo eso?
Lucy alzó sus pestañas y sus ojos encontraron con firmeza la mirada de Bimo. El pálido sol del mediodía, al reflejarse en su rostro afilado, le daba un aire de suavidad y ternura.
—Los ojos de los extranjeros son muy claros.
—No soy extranjera.
Bimo apartó la vista a tiempo, justo cuando ella se percataba de que había llenado la pizarra.
—Ah, creo que me pasé.
La limpió y deslizó la tiza con sus dedos largos y elegantes. Mientras lo hacía, recogió un rizo tras su oreja. Bimo sintió que haría cualquier cosa por volver a tener contacto visual más a menudo.
Salieron como siempre a pasear cuando acabaron y al final Lucy se despidió de él cariñosamente, pero Bimo pensó en cuán perdida estuvo en sus pensamientos otra vez.
La semana siguiente, los dueños estaban vaciando el godown y Bimo se quedó para esperar a que Lucy acabara de ayudar a sus amos. En un momento, el Tuan se quedó sin tinta para su libro y envió a Lucy al segundo piso. Al bajar de regreso, para sorpresa de su amo, la chica venía con las manos vacías y la mirada perdida.
—Lucy, ¿dónde está el tintero?
Apenada, Lucy se volvió y regresó con el objeto, en medio de las risas de todos por su error.
A Bimo le complacía que las clases empezaran a serle de ayuda. Pero después, Lucy masticó la varilla sin carne del satay de pescado que compró para el almuerzo, y Bimo ya no pudo dejar de pensar si algo malo le pasaba. No era como si ella no cometiera errores o siempre tuviera todo bajo control, pero algo en ella no era normal.
—¿Te sientes bien? —preguntó Bimo.
—¡No, solo fueron unos pequeños errores! Lo siento—dijo Lucy mientras se sonrojaba.
A Bimo le entristecían la cantidad de mentiras que le decía, pero no se le ocurría con qué más ayudarla. ¿O acaso sería él el del problema?
En primer lugar, ¿el no interiorizarse que lo pasó mal meses antes no lo convertía ya en un fracaso como ser humano? Era un fracaso como hermano mayor y como adulto.
Una taza de té recién hecho fue dejada ante él.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Ah Beng.
Acababa de llegar a casa y encontró a Bimo solo en su mesa.
Bimo dio un sorbo al líquido que acababan de servirle. Quizás era un adulto pero seguía siendo joven. Lo que necesitaba ahora era la sabiduría de un adulto mayor, como Ah Beng.
Bimo le relató de inicio a fin todas las actitudes que había visto en Lucy en el transcurso de esos días. Cuando terminó de relatar, Ah Beng estaba en completo silencio.
—Me dijo que no le pasaba nada, pero definitivamente le sucede algo, ¿verdad? ¿Debería prestarle más atención?
—Las mujeres son muy delicadas, así que ten cuidado.
Bimo aguardó, esperando que le diera la verdadera respuesta que necesitaba oír. Pero su amigo de verdad había terminado. No sonaba a algo que Ah Beng diría…
—¿Tan dijo eso? —preguntó Bimo.
Ah Beng asintió. De pronto suspiró hondo, como si se librara de un gran peso.
—Hace un tiempo, poco antes de saber que Mei Ying estaba embarazada… La encontré tomando té para sus jaquecas. Todavía no había limpiado. No se veía nada bien, sin embargo. Barrí la cocina por ella, cuando me doy cuenta de que ni siquiera había arroz para la cena, y vi unos platos sucios… Se había comido tres platos de una sola vez, y todavía tenía hambre. Hace días que me decía sentirse más pesada, y le dije que a lo mejor por eso subía de peso con más frecuencia que otras mujeres. O quizás todavía seguía creciendo, aunque su altura seguía siendo la misma… Ella no me habló por una semana después de eso.
Bimo pensó que sería grosero reírse.
—¿Entonces no debería decirle nada raro y solo dejarla en paz? —insinuó.
—No. Eso es incluso peor. Ellas quieren que las escuches. Identifica los síntomas temprano, haz las preguntas correctas y presta atención a lo que ella dice—aseveró Ah Beng—. Las mujeres son muy delicadas, así que necesitas elegir tus palabras con la máxima precaución. Son delicadas, pero no son débiles. A ellas no les gusta cuando uno anda con rodeos.
—Eso suena complicado—se inquietó Bimo.
—Perdón por ser tan complicada.
Ah Beng casi dio un salto cuando Mei Ying pasó atrás suyo con una cubeta y un trapeador.
Bimo no hizo caso y esperó a un último consejo de su amigo, algo que de verdad lo ayudara. Pero este solo pronunció:
—Bueno… solo haz lo mejor que puedas.
Se dio cuenta de que volvía a estar solo en esto.
A dos días de haber hablado con Ah Beng, Lucy y Bimo contemplaban el mar otra vez. Lucy volvía a estar claramente desanimada y no quiso sentarse en el rompeolas como antes.
—Pues yo sí. Me duelen los pies—se rio Bimo—. ¿O prefieres ir al prado? Hay mucha más sombra.
—¿Tú quieres?
—Me gusta más aquí.
Se quedó parada junto a él, abrazándose a sí misma. Él habría querido que descansara, aunque ya había asimilado que era mejor surbirle el ánimo que asediarla con preguntas, e hizo como Chen Ajin al nombrarle los veleros y los vapores, las goletas, sus banderas y sus cargas de productos exóticos traídos desde el otro lado del mundo. Al mostrarse interesada, la dejó hablarle de los productos en la tienda, y preguntó si en alguno de esos barcos los llevarían. Dependía del país. La mayoría de los productos de Wood eran enviados desde Inggris… Lucy no conocía esta isla. Y sin preguntárselo, ella dijo haberse olvidado de dónde era su padre. Bimo siguió sacándole sonrisas, pero entonces pensó si debía arriesgarse con otra cosa.
Elegir sus palabras con la máxima precaución, decirlas con delicadeza, pensó. Se le revolvió el estómago. ¿«Pregunta correcta»? ¿Cuáles eran «las preguntas correctas»?
—Esto quizás suene raro, pero te he estado observando. No es por alguna razón extraña, me preocupo por ti—disparó—. Me di cuenta, desde que salimos, que no pareces la misma. ¿Estás enferma? —murmuró con suavidad—. ¿Estás triste por algo? Nunca me dices nada—gimió. Diablos, Ah Beng le advirtió ser cuidadoso—. Dímelo. Lucy, no eres una molestia.
Se sorprendió ante lo último. Le sonó a lo que diría un adulto. Mientras esperaba una respuesta, la examinó. Aunque había ganado peso, seguía casi igual de delgada, la nariz pequeña muy roja, con ojos claros y brillantísimos de lágrimas. No parecía darse cuenta. Sus dedos se clavaban en sus brazos, denunciando desesperación.
Lucy habló para sí misma, musitando.
—¿Qué?—preguntó Bimo—. No puedo oírte… Lucy…
La cabeza de Lucy se irguió de repente y sus ojos centelleantes se fijaron en él.
—Perdón—sollozó Lucy.
Bimo sintió que se derretía por el borde del rompeolas.
Tan apareció como su salvamento y subieron a la carreta. Viajaron hasta High Street entre nubes de polvo y el vaivén del agua derramándose por el camino. Bimo mantenía los sentidos agudos, atento a cualquier anormalidad en el camino, asegurándose de que nadie los siguiera. Era un espectáculo común ver carros de bueyes teniendo contratiempos con pilluelos de la calle asaltándolos por detrás, aunque tampoco era difícil para Tan quitarse a los intrusos de encima a latigazos, y también Bimo se había hecho una popularidad de buen luchador aun con su carácter bondadoso.
Pero por hoy la calle estaba despejada para ellos. Las tiendas nativas en High Street tenían sus horas más ocupadas entre seis y siete. El carro dio un rodeo por los bazares de los Sikhs y los Shindi con sus textiles europeos importados y su sastrería fina, encajes elegantes, brocados bordados, finos algodones suizos y seda, entre los ininteligibles gritos de los comerciantes por encima de la multitud de europeos de todas las naciones, de chinos, de malayos, hindúes, madrás, sikhs, japoneses, birmanos, siamés, cingalés, judíos, Parsees…, y la muchacha, en algún momento que Bimo no percibió, había dejado de llorar.
Cada vez que Mei Ying lloraba, Bimo se asustaba y no sabía qué hacer. Lucy era fuerte y le gustaba por eso. Ahora solo estaba más que sorprendido porque era la primera vez que la veía llorar y no entendía de qué se disculpó…
—Ya van seis meses…—murmuró Lucy.
Bimo la contempló.
—¿Qué dices?
Lucy cogió aire:
—Ya van seis meses—repitió con un quiebre en la voz.
—Sí…, creo que ya llevas eso con Wood.
—No, no… —replicó mortificada.
—¿No es eso?
—¿No es qué—Tan sintió curiosidad.
—Dice que han pasado seis meses—respondió Bimo.
—¿Seis meses sin menstruar?
—¡Ahora no, Tan…! —Bimo iba a seguir censurándolo, cuando entonces Lucy se retrajo con el rostro rojo y los puños cerrados sobre su sarong.
A punto de intentar consolarla, el cerebro de Bimo ordenó las reacciones de Lucy hasta lo que dijo Tan.
«Es horrible cuando llega pero cuando no, es peor», solía maldecir Mei Ying entre dolores de cabeza y “algo más”, y Bimo no le comprendía nada.
Ahora su respiración se paró en seco.
Se le enfrió tanto el cuerpo que pensó que iba a morir.
El movimiento de la carreta al partir lo sacó de su parálisis.
—P-pero creía que tú… que tú ya no… —Se mordió la lengua cuando Lucy le arrojó una mirada igual a las de Tan cuando se enfadaba.
El viejo soltó una risa forzada.
—¡No seas bruto! A estas alturas ya tendría más barriga que cabeza: tiene los dos bien vacíos para venir a asustarse ahora.
—¡Tan! —le gritó Bimo.
Se mordió los labios y Lucy ocultó el rostro palideciendo entre las manos. Bimo hubiera querido abrazarla.
—No debes fatigarte, Lucy. Tal vez lleves la felicidad en tu cuerpo.
Al oír esto, pareció que Lucy diría algo, pero no soltó otra palabra.
Y él supo que la había herido, que más complicado que encontrar el kampong
de Lucy, un hijo sin padre haría que despreciaran a su madre. Se había confiado y olvidado el consejo de Ah Beng.
Cerca de la tienda, Bimo y ella se despidieron. Ahora los ojos de él estaban húmedos. De los dos, solo la mirada de ella era firme.
Llegó exhausto a la casa de Ah Beng y todavía no sabía que sus penas no terminarían ahí.
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