En una ciudad costera —no vamos a decir nombre— vivía el Sr. Quiroga, un tipo reservado el cual era dueño de una ferretería. Tenía una estatura media, flaco, encorvado de unos 60 y tantos, pelado con su cabeza brillosa que encandilaba cuando le daba la luz del sol. Tenía la particularidad que cuando algo le molestaba —por ejemplo, cuando iba la vecina a pedirle “el cosito del coso” — soltaba un suspiro quejumbroso.
Vivía solo y por lo que se sabia en el barrio no tenía hijos, solía salir poco mas que nada al atardecer cuando cerraba su vieja ferretería, se ponía su camperita de cuero gastado —su fiel compañera de hacía ya muchos años— y su infaltable gorra y se disponía a hacer su recorrido de las ultimas luces cuando ya el día no prometía nada.
Una tarde como de costumbre salió a su recorrida vespertina, esta vez se le había hecho más tarde debido a sus queridas vecinas que siempre iban a comprar algo de emergencia a ultima hora y le querían sacar charla, pero el cómo tipo de pocas palabras les esquivaba, ya la luz se deshacia en el horizonte dando paso a la penumbra, pero Quiroga igual salió.
A pocas cuadras la ciudad se acababa en un suspiro de rocas: el acantilado. Metros antes de sentir una brisa helada que trepaba por el acantilado, suave, casi imperceptible, pero con un dejo raro que le ponía la piel de gallina. Tomo un sendero —que bordeaba una pobre arboleda con escasas ramas retorcidas como dedos que se estiraban hacia el cielo grisáceo— y siguió su caminata diaria. Quiroga caminaba despacio, con la mirada puesta en el suelo, pero su oído captaba algo más allá del ruido de sus pasos y del leve murmullo del viento.
Desde hacía ya varias décadas, se corrían rumores en el barrio sobre ese filo de la costa. Algunos decían que, cada tanto, aparecían personas muertas, que todo se atribuía a suicidios dudosos e inexplicables. Otros hablaban de vehículos que yacían misteriosamente estrellados contra las piedras, abandonados y destrozados —como si el acantilado los hubiera vomitado de vuelta. Nadie se animaba a acercarse demasiado — debido al rumor de que un algo o alguien los miraba desde abajo— y los que lo hacían volvían con la piel erizada y sin ganas de hablar.
Pero nadie sabía bien que pasaba ahí arriba, ni siquiera Quiroga, aunque había escuchado las historias varias veces, siempre desde la distancia. Esa noche, mientras la brisa helada seguía subiendo por el acantilado, parecía como si el aire mismo le advirtiera que algo no andaba bien.
De pronto, un crujido seco resonó detrás de el. Quiroga se dio vuelta con un sobresalto, pero no vio nada. Solo la oscuridad que crecía, tragándose la poca luz que quedaba. Acelero el paso, consiente de que esa brisa ya no era solo el viento que soplaba. ¡Era un presagio!.
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