El juicio según el techado.

Siempre me ha parecido curioso que los hombres juzguen el mundo desde la azotea de sus propias ideas, como si desde allí pudieran ver más claro el horizonte ajeno. Se trepan a sus techos mentales, fabricados con tejas de certezas oxidadas, y con la nariz al viento dictan sentencia: que este está equivocado, que aquel no entendió nada, que lo justo es lo mío, lo que aprendí, lo que me enseñaron entre la sopa de la infancia y los sermones de la costumbre.

El problema —si uno se pone a pensarlo con la seriedad absurda de los hielos derretidos— es que cada techo tiene su altura. Algunos se alzan sobre torres de libros no leídos, otros apenas sobre cajas de zapatos donde guardaron frases prestadas. Pero todos, sin excepción, miran al resto como quien ha llegado primero a la cima del mundo. Y desde allí, juzgan. Juzgan con esa pasión de coleccionista de errores ajenos, como si al juntar suficientes equivocaciones en los demás, uno pudiera librarse de las propias.

Así nacen los censores, los ideólogos, los sacerdotes del pensamiento único. Son como niños que, habiendo armado un castillo de arena, gritan a los otros que solo ese castillo es digno del mar. Y si uno viene con otra forma, otro idioma o simplemente otro sol en la frente, entonces es herejía.

Yo me pregunto, como se pensará un espejo frente a otro:
¿Tardaremos millones de años en volvernos más humanos?
¿O es que esta especie —la del juicio fácil y el amor condicional— es una versión aún beta del ser humano, un boceto a lápiz, con tachaduras y dudas al margen?

Quizá algún día, los hombres dejarán de mirar desde sus techos y se acostarán sobre la tierra, con el oído pegado al suelo, para escuchar cómo suena la humanidad cuando late sin dogmas. Tal vez entonces, en vez de juzgar, empiecen a preguntar. Y en lugar de condenar, se dedican a traducir los silencios del otro. No como quien busca errores, sino como quien abre una carta vieja, escrita en un idioma que aún no ha aprendido.

Porque eso, tal vez, sea lo más humano que podamos hacer por ahora:
reconocer que no sabemos lo suficiente para juzgar,
ni siquiera para saber si la humanidad es todavía una semilla,
o apenas el eco torpe de una flor que aún no ha sido.

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