Hay personas que parecen de otro tiempo, o de otra dimensión. Gente que no grita, no interrumpe, no necesita resaltar. Gente que, simplemente, está… y con eso alcanza.

No llegó a mi vida con grandes anuncios, ni bombos, ni platillos. Simplemente, apareció. No la conocía en persona, yo iba otros días a la oficina, pero su nombre me resonaba por alguna razón. Algo me llamaba la atención cuando hablaban de ella. Un día coincidimos y entendí que, de alguna forma, sería mi compañera de los miércoles. La veía caminar por la oficina con su andar tranquilo, como si ya supiera el ritmo del lugar sin haberlo ensayado. Se sentó en su escritorio, abrió su computadora, y el aire —aunque no lo noté de inmediato— cambió un poco. Ella llegaba con el pelo revuelto, despintada, a veces transpirada de salir en bicicleta hacia el trabajo. Venía con su campera abrigada, su mochila con los elementos necesarios y su ropa para el resto del día. De repente, la calabaza se convertía en Cenicienta: botas hasta las rodillas, polleras cortas, largas, conjuntos monocromáticos y un sinfín de outfit increíbles para alguien como yo que no sale del blanco, negro y jean. Quizás para ella era normal, como pintarse los labios color rojo furioso para estar a plena luz del día, como me decía mi mamá; y resaltaba, porque no le tenía miedo a la mirada y opinión ajena. Una vez finalizada la jornada, Cenicienta volvía a convertirse en calabaza. 

Hay personas discretas, pero imposibles de ignorar si te tomás el tiempo de mirar bien. Enseguida empezaron los comentarios sueltos: “Che, ¿viste cómo viene Fulana a la oficina?”, “¿La escuchaste hablar?”. De alguna manera y sin hacer mucho, la gente opinaba.

Rubia, de mirada celeste. Como el cielo que ves mientras te acercas a la playa en un día increíble de sol. Tenía una manera de mirar que no juzgaba pero que observaba todo. Caminaba como quien no tiene apuro pero tampoco tiempo que perder. A paso firme. Y sobre todo, traía algo extraño para estos tiempos: presencia sin peso. Estaba, y eso bastaba. Tardé en darme cuenta de que también tenía un superpoder: su paz. No esa falsa tranquilidad de quien reprime. No. Era otra cosa. Una calma que te dejaba pensando. Que te hacía preguntarte por qué estabas tan apurado, tan cargado, tan fuera de vos.

Algunos se incomodaban. Porque ella no reaccionaba como se esperaba. No se reía por compromiso. No adornaba lo que decía. Era concreta. Firme. Y suave al mismo tiempo. Una mezcla inusual. En un entorno donde los chistes ácidos, los dobles sentidos y el sarcasmo eran parte del código de pertenencia, ella «llegó» con otra frecuencia. Intentó adaptarse, claro. Aprendió los códigos, soltó algún comentario a tiempo, se rió de lo que no entendía del todo, pero siempre con una distancia amable y sincera. Eso, a veces, molestaba. Porque no se le sacaba la ficha. Porque no era predecible. Porque parecía inmune a las presiones. Y cuando alguien no se deja llevar por la corriente, remueve las aguas. Nunca hablaba de más, pero cuando lo hacía, valía la pena escuchar. 

Y en algún momento, alguien comentó sobre sus rituales. Sus fines de semana cerca del mar. Su necesidad de escaparse de vez en cuando. Su forma de conectarse con algo más grande y más profundo. No lo contaba como anécdota, sino como parte de su manera de estar en el mundo. Le gustaba viajar para atrapar con sus ojos las auroras boreales, tachaba los días para escaparse a bucear y llegar tan profundo, donde el azul del agua la abrazaba completamente y se oscurecía como el color de sus ojos.

Dicen que cuando llega el día de la diosa del mar, ella prepara su mochila con flores, una camisa liviana, una capelina, y se va a la orilla: Agradece, pide, o simplemente se entrega a la inmensidad. Pero puedo imaginar que está ahí, firme, con los pies descalzos sobre la arena fría aunque hiciera doce grados. 

Porque lo siente. Porque no necesita excusas para hacer lo que le hace bien.

Le gustan las cosas simples. Los planes concretos. No organiza lo que no sabe si va a suceder. Si le decís “¿Vamos a la playa?”, y no tiene algo verdaderamente impostergable, va. Te abre la puerta como si te conociera de siempre, con una calidez que no se fuerza. Trabaja sin dejar que el sistema se la trague. A veces, verla ahí sentada te hacía sentir incómodo. No por ella, sino por vos. Porque te devolvía una imagen de cómo estabas viviendo. Porque te hacía pensar en lo que callás, en lo que aceptás sin querer, en todo eso que hacés por costumbre, no por deseo.

Fue entonces, con el tiempo, que empecé a llamarla de otro modo. No fue un apodo armado, ni tampoco público. Fue más bien un juego de letras que le calzaba justo, como si hubiese encontrado una forma de nombrar eso que no entraba en su nombre real. Una mezcla entre ella y su elemento. Porque tiene mar en los ojos, en los pies, en la forma de mirar las cosas. Y porque, como el mar, no se la puede poseer. Solo mirar y dejar que siga su curso. Agradecer que esté en tu vida, porque también es ancla, alguien que logra ponerte en un lugar firme donde puedas visualizar tu entorno y el camino que querés elegir. «Mermar» el ruido de la cabeza, y la vorágine de todas las ocupaciones y presiones de lo cotidiano.

Hay personas que no se van, aunque se vayan. 

Personas que dejan una forma distinta de habitar los espacios. Alguien así no encaja en un lugar donde abundan los egos, el caos, la imposición de poder y la poca predisposición a escuchar situaciones personales que hacen que a veces no rindamos al cien por cien. Destrato, indiferencia, eso no va con ella. La voy a recordar cada vez que el ruido me gane y necesite volver a ese lugar calmo que me mostró sin querer… Con solo ser.

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