Detector de veranos

Sergio dejaba atrás el jolgorio que armaban todavía sus compañeros en la calle a las 5:30 de la madrugada, tras una noche merecida de fiesta. Hacía ya horas que sus corbatas habían abandonado la formalidad de estar atadas al cuello: o bien coronaban sus sienes, o bien estaban arrugadas en algún bolsillo del traje. De un modo similar, sus cabezas de estudiantes de segundo de bachiller habían estado atadas (casi) todo el curso al escritorio, y ahora se desataban con dosis poco recomendables de alcohol para unos cerebros que solo habían aparentado ser formales durante unos meses.

A medida que se alejaba, escuchó algunos gritos reclamándole, tachándole de gallina, a lo que no tuvo problema en responder con su dedo corazón antes de marcharse. A pocos metros, un pequeño grupo de compañeras, sentadas en un portal, consolaban a otra amiga en lo que parecía una sesión de terapia grupal, descargando tensiones con un llanto colectivo. Buscó en el grupo a Sonia, por si acaso, pero hacía ya un rato que había desaparecido.

Siguió su trayecto por la avenida de Blasco Ibáñez y empezó a tomar consciencia de que los zapatos habían estado haciendo trizas sus pies. Estaba deseando llegar a la playa para quitárselos. Calle abajo topó con otros chicos y chicas de institutos diferentes; le dio por pensar de nuevo en Sonia y en qué pasaría si conociera por el camino a otro chico. Desechó la idea, pero solo pensarlo le hacía sentir turbado. Había pasado dos años haciéndose el tonto y ocultando que los habituales piques entre ellos, el ofrecerse a explicarle las dudas de Física, el buscarse pretextos para acompañarla un trecho hasta su casa, el hecho de celebrar sus bromas con sonoras risotadas o escuchar los problemas con su ex pese a que lo deseaba muerto, tenían que ver con el simple hecho de que le gustaba un poco, bueno, un mucho.

Sin darse cuenta, embebido en sus reflexiones etílicas y recuerdos del curso, había acabado deambulando cerca del puerto; ya quedaba poco para llegar a Las Arenas. La luz de la mañana empezaba a hacerle sentir ridículo con su traje, mientras algunos empezaban ya su rutina de trabajo diario. Pensó que no tenía nada de lo que avergonzarse. Había conseguido unos resultados más que dignos y en el selectivo había demostrado que no había estado perdiendo el tiempo este curso. A decir verdad, sí había perdido el tiempo sin decir lo que sentía a Sonia. A última hora y buscando el aprobado, se lo había confesado al oído en la discoteca, pero ella parecía confusa y no le dijo nada, ni siquiera un “sí” o “no” al ofrecimiento de ir a hablar de ello a la playa, solo bailaba cabizbaja.

Sintió algo de alivio al llegar a la arena. Buscó el lugar cercano al espigón que le había dicho a Sonia para encontrarse. Por lo menos allí podría fantasear solo y cerrar el primer capítulo amoroso de su vida. El sol salía a pesar de todo; un verano sin estrenar le esperaba. Se sentó en la playa, todo le daba vueltas, pero podía reconocer todavía cuando un momento era perfecto. Su respiración se fue ralentizando, tuvo la sensación de que había hecho todo lo que debía hacer y eso le dio paz. Apoyó la cabeza en la arena y cuando estaba a punto de dormirse escuchó ruidos muy cerca de él, como el murmullo de alguien que andaba farfullando. Entrecerró los ojos disimuladamente y vio un artilugio sobrevolando la arena, aquello le obligó a incorporarse para ver mejor.

Un hombre rastreaba la playa en busca de objetos valiosos con su detector de metales.

—Buena fiesta la de esta noche, ¿eh? —se dirigió al chico en tono afable.

Él correspondió con una sonrisa y unos ojos entrecerrados que se acostumbraban a la luz poco a poco.

Sergio le preguntó si había encontrado algo interesante aquella mañana. El desconocido le dijo que un anillo de plata de poco valor y un reloj mojado, pero que aún quedaba mañana antes de que aparecieran bañistas y turistas por allí.

—Los graduados sois un filón, siempre dejáis algo olvidado, además de vuestros vómitos —rió, y Sergio lo contempló con curiosidad—. Yo nunca acabé los estudios, ¿sabes? Demasiado jaleo en mi casa, pero no te creas que esto es mi modo de vida, ¿eh? Es solo una afición. Por cierto, me llamo Alfonso.

Al ver al chico tan atento a lo que decía, lo invitó a probar el detector de metales y pasaron un rato de aquí para allá, rastreando el suelo en busca de pequeños tesoros anónimos. Juntos compartieron algo de charla. El hombre, que en un inicio le pareció tan oportunista y algo aprovechado, comenzó a caerle mejor. Hasta llegaron a filosofar de algunos temas trascendentales. La playa, el amanecer o a saber qué, parecían un buen escenario para hablar de todo. Alfonso le contó, entre otras cosas, los nervios que había pasado el día que enterró el anillo de compromiso en la arena antes de sorprender a su mujer en un amanecer de hacía ya casi 40 años. Aquella anécdota le pareció entrañable a Sergio, que le confió, a su vez, lo sucedido con Sonia.

El recién graduado contaba su historia de amor fallida como se cuentan estas historias: dando todo lujo de detalles, aunque solo sean fundamentales para el que las cuenta. Mientras, Alfonso ponía la mejor de sus intenciones para aparentar interés y trataba de hacer ver a Sergio, sin éxito, que le quedaba mucha vida por delante para anclarse, como los barcos del puerto, a una historia sin futuro; que había muchos peces en el mar y todas esas cosas que se dicen para que los jóvenes se acuerden de que son jóvenes todavía.

El pitido, cada vez más evidente y frecuente del detector de metales, sustituyó las divagaciones de Sergio por la expectación de ambos. Hacía ya un buen rato que no encontraban nada, así que la emoción era considerable. Alfonso hizo señas al chico para que escarbara en la arena con cuidado en el punto que le indicaba. Los dedos de Sergio palpaban con curiosidad lo que parecía una especie de piedra lisa que acabó siendo un teléfono móvil semienterrado en la arena. Lo cogió con sus manos, retiró la arena que cubría la pantalla y se quedó absorto unos segundos.

—¿Qué te pasa, muchacho? Parece que no hayas visto un móvil en tu vida —rió Alfonso con curiosidad, mirando a su joven acompañante.

El teléfono se iluminó en las manos de Sergio. El fondo de pantalla reveló un grupo de chicas: eran Sonia y sus amigas.

—Ha estado aquí —consiguió balbucear.

Alzó la vista para comprobar si aún estaba ella en algún lugar cercano. El sol lucía, ya había dado un salto y se había despegado rotundo del horizonte, los primeros bañistas echaban sus toallas en la arena, abrían ya las persianas de algunas cafeterías en primera línea de playa. Ahora sí que parecía verano.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS