A veces, cuando el mundo tiembla, no es por un terremoto ni por un dios molesto. Tiembla por dentro, como un animal herido que no sabe quién lo está cazando. Así andaba el mundo cuando Julián escribió su última carta. Nadie sabía bien si era un profeta, un loco cansado, o simplemente un hombre honesto que miró demasiado de frente al abismo.

“Tenemos que ser amorosamente precavidos” —decía—. “Las guerras no han terminado. Solo cambian de nombre, de uniforme, de bandera. Los muertos siguen apareciendo, y los pueblos, siempre ellos, son los que entierran a sus hijos.”

Había vivido lo suficiente para ver cómo los gobernantes, con sonrisas que olían a pólvora, repartían ideologías como si fueran elixir de salvación. Y sin embargo, cada trago sabía a ceniza. Julián hablaba de bombas sembradas en nombre de dioses, patrias, credos o palabras abstractas que nadie entendía del todo. Paz. Democracia. Revolución. Orden. Libertad.

—Todos los diablos tienen bandera —le dijo una vez a un periodista que no supo cómo titular aquella frase.

Y es que los había visto a todos. Los que gritaban desde la izquierda con la rabia “justa de los oprimidos” y el puño cerrado como un dogma. Y los otros, los de derecha, con las manos llenas de “verdades y la mirada limpia de culpa”. Ninguno hablaba con la voz del pueblo. Todos hablaban con la garganta del poder.

Los partidos jugaban su ajedrez de muertos. Las ideologías, sus juegos de espejos rotos. Los humanistas, los verdaderos, eran silenciosamente ejecutados en alguna plaza sin nombre, mientras las multitudes vitoreaban al verdugo, convencidas de que estaban salvando la patria.

Julián, en su soledad, había llegado a una conclusión dura como la piedra:
El hombre creó a Lucifer para no enfrentarse al espejo. Lo inventó como excusa, como figura decorativa del mal. Porque era más fácil culpar al demonio que aceptar que uno mismo puede ser su propio infierno.

La carta nunca fue publicada. El periodista, por miedo o por conveniencia, la dejó en el fondo de un cajón. Años después, en medio de una guerra más —una más de tantas—, fue encontrada entre los escombros de una casa destruida.

Un niño la leyó bajo la luz temblorosa de una vela. Cuando terminó, no dijo nada. Solo cerró los ojos.

Al día siguiente, salió a la calle con una flor en la mano y el corazón hecho de preguntas.
Tal vez la humanidad aún tenga una oportunidad, si los niños que quedan no aprenden a repetir los odios de sus padres.

Pero nadie lo sabe. Porque el futuro, como las bombas, no avisa.

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