«Al punto, de lo que venimos a hablar… sobre las tres causales. Esperemos que este debate transcurra dentro de un ejercicio de tolerancia…» —decía un locutor con acento sudamericano a su panelista.
El tráfico estaba detenido y la fiesta comenzaría en unos minutos. Los niños ya estaban atentos a la hora de llegada; sus padres les habían enseñado la importancia de la puntualidad, aunque no siempre la practicaran. Al tratarse ahora de una fiesta de cumpleaños, eran ellos quienes reclamaban llegar a tiempo para poder jugar. El show comenzaba a las 7 p.m. “Bueno, en esta ciudad todos llegan una hora tarde”, era algo que sus padres se decían a sí mismos.
Esta vez, David y Evelyn habían logrado comprar un regalo con anticipación, algo que en otras ocasiones se les complicaba y terminaban entregándolo días después. David pensaba que quizá esa costumbre se estaba volviendo parte de las nuevas prácticas sociales. Solía decirle a su esposa que lo esencial era el acompañamiento; de eso se trataba, o al menos eso pensaba antes: de ofrecer al invitado una merienda como atención. Pero en la mecánica del consumo todo se volvía transaccional. Ahora se da dinero como si fuera un pago de entrada.
Supongo que eso es lo de ahora— Se decía —. ‘Denme entonces el número de cuenta para simplemente transferir y evitarme la vuelta’, le gruñía a Evelyn jocosamente.
Evelyn comentó:
—Pues la última vez, también por las prisas, terminamos usando la tarjeta de crédito para los dulces de Halloween… y al final ni siquiera fuimos.
—Bueno, eso fue porque querían juntarse en la plaza solo para cambiar bolsas de dulces.
En esa ocasión, igualmente había hecho sus comentarios. En su vecindario, segmentado y cerrado al público, un grupo vecinal propuso reunirse en la plaza central para intercambiar dulces, fijando una cuota de cien dulces por niño. Cuando en realidad, la idea original era convivir; y que el obtener o no dulces fuera parte de la emoción de ir casa por casa. A veces le resultaba gracioso ver cómo, durante la caminata, los propios padres intercambiaban los botines recolectados.
Nosotros aventábamos huevos, pensaba David. Eso ahora sería casi un crimen. Qué paradoja, se decía: que una comunidad segmentada e individualista busque un quid pro quo con el supuesto fin de promover la convivencia y la armonía social.
La celebración se había adelantado para el sábado, dos horas después de lo que sería el inicio de una marcha morada. Siendo 8 de marzo, la jornada ya registraba fuertes cánticos de mujeres enardecidas. David decidió estacionarse sobre la calle; estaban a solo una cuadra del recinto, pero llevaban varios minutos sin moverse. Ya con prisa, los niños no se percataron de los operativos que sucedían alrededor.
Una vez terminada la fiesta, caminaron a paso ligero de regreso al carro, cruzando por una serie de destrozos y pintarrajeadas en algunos locales del centro de la ciudad. Desde hacía algunos años, David había escuchado en las noticias que, durante ese evento, se infiltraban grupos de choque con fines políticos. El resultado: una ola de vandalismo que dejaba vidrios rotos, carteles arrancados y consignas pintadas por doquier.
—¿Qué es 8M, papá? —preguntó la pequeña Majo.
Delante de ellos, ocupando toda la pared, se alzaba aquel símbolo de dos letras en un gran grafiti verde, pintado sobre unos tablones deteriorados que habían colocado como escudo para los cristales de un banco.
David, con algo más que hambre, abstraído junto a su esposa, seguía conversando sobre el grupo de vecinos y conocidos que se habían encontrado en la fiesta, debatiendo si cierto niño era realmente hijo de la pareja.
—En todo caso, no se parecía —concluyó David.
Pero entre el tumulto de la calle principal del centro de la ciudad, le resonaba la pregunta como un eco desvariado que Majo había lanzado sin mayor reparo. Siendo ella una niña, su única hija, David inconscientemente trataba de esquivar la pregunta. Sin embargo, sabía que siempre sucumbía cuando se trataba de explicar dudas relacionadas con temas estructurales, especialmente en lo económico y lo social. Solía extenderse en sus respuestas con lujo de detalles.
Esta vez, solo se limitó a decir algunas palabras:
—Es por ser 8 de marzo, es el Día de la Mujer, cariño. Así como hay día de la bandera, existe un día de la mujer.
—¿Entonces es nuestro día, mamá? —preguntó Majo con curiosidad.
El pequeño junior alzó rápido la vista con entusiasmo y espetó:
—¡Hay que festejar entonces! ¿Cine con palomitas o boliche con nachos?
—Ni una ni otra —respondió su padre—. Acaban de salir del salón y ya comieron muchos dulces.
Damián intervino con tono de queja:
—¡No es cierto!, mamá nos quitó casi todos…
—Bueno, ahí lo tienen. Tendrán para compartir mañana —concluyó David sin tregua.
Majo, siendo perspicaz, no terminaba de convencerse.
—¿Pero por qué, si es su día, están enojadas?-
Finalmente, David se metió en su papel de docente. Ya en el carro, abrochándose el cinturón, puso el vehículo en marcha, al igual que su explicación.
Evelyn solía criticarle que se salía por la tangente, que sus explicaciones eran siempre demasiado amplias y divagantes. “El chico disperso”, se decía a sí mismo David, con una sonrisa burlona.
Preparó el terreno trayendo primero el tema de la discriminación, recordando cómo su madre le decía que nunca debía señalar a personas de distinta condición. A partir de allí le explicó cómo, por alguna razón, las mujeres llevaban mucho tiempo sufriendo esa misma desigualdad.
Habló sobre el incendio de las trabajadoras textiles y siguió con el voto femenino, aunque omitiendo los sucesos trágicos. Luego, le mencionó a Bernays y su campaña de 1929: la famosa marcha de las ‘Antorchas de la libertad’, cuando un grupo de mujeres fumaron en público como símbolo de emancipación. Y sí, su conversación terminó derivando en marketing, especialmente al mencionar su influyente libro Propaganda.
—¿Aprovechamos para ir al mandado y preparamos algo de cenar? —interrumpió Evelyn.
David, completamente absorbido en su monólogo sobre el empoderamiento femenino, ya había pasado por la frase de Lennon: “la mujer es el negro del mundo”, la Dama de Hierro y quería llegar hasta el movimiento Me Too. Le contestó rápidamente:
—Creo que podemos comprar algo mejor, ¿qué te parece? Así no tenemos que cocinar.
Evelyn, en realidad, ya quería dejar el tema. No quería que la conversación se extendiera a cuestiones sexuales.
David inconscientemente había llegado al lugar donde solían cenar con Evelyn recién casados: una linda pizzería con un pequeño patio de juegos. Pocos eran ya los sitios que decoraban las mesas con los clásicos frascos de pimienta roja. El olor de la masa y la madera vieja finalmente le hizo cortar sus explicaciones:
—Entonces, en este día, Majo, muchas mujeres se unen para alzar la voz. Algunas para exigir derechos, otras para expresar sus descontentos.
—¿Y por eso rompen cosas? —preguntó Majo, frunciendo el ceño.
—Bueno, eso ya es otro tema. Lo que pasa es que a veces otros grupos de personas aprovechan estos movimientos, igual que aquel psicólogo que usaba la causa para vender cigarros. Aquí, a veces se infiltran grupos que buscan desestabilizar y provocar caos.
—¿También para vender cigarros?
—No —sonrió David—, más bien para vender ideas. Pero eso te lo explico después.
Los niños entraron directo al área de juegos. Evelyn haciendo una mueca burlona, le dijo a David:
—Pensé que no tenías ganas de hablar. Estuviste muy callado en la fiesta.
—Tenía tiempo que no hablaba con los niños, esa música me aturdía. No sé por qué si se supone les caemos mal a la vecina, platicabas más con ella que conmigo. De hecho, precisamente su amiga parecía feminazi, ¿no?.
—Te jactas de ser perfecto, de ser feminista y eres igual de machista que los demás.
—No soy perfecto, solo superior. Como decía ese senador: ser feminista es caer en el mismo error de ser machista, imponer una visión desde un solo género. Y cuando digo “feminazi” es usar el nombre que la gente le ha dado a este tipo de personas intolerantes. Así les dicen ahora, ¿no?.
Evelyn ya no tomaba como broma los comentarios burlones de su compañero de vida. En esta etapa, se obligaba a convencerse de que realmente él era así, aunque David dijera lo contrario en la intimidad.
David mismo reflexionaba: ¿en qué momento convertimos nuestra retórica en un alter ego de crítica cínica? ¿Y dónde entra, entonces, nuestra verdad?
En las acciones —se decía—, ahí reside el buen samaritano.
Evelyn buscaba la nada en su bolso, queriendo desviar el debate, pero respondía en automático:
—Bla, bla… Solo no quiero que les hables de abusos sexuales.
—¿De verdad crees que voy a sacar esos temas? ¿Acaso me escuchaste decir algo sobre las muertes de esas pobres migrantes? Sé que te molesta esa palabra, pero si una mujer empuja a un anciano ciego fuera del vagón rosa… no puede ir por ahí llamándose “feminista”.
—Eres machista. Acéptalo.
David apretó los labios. Le irritaba profundamente que le dijeran cosas que, para él, simplemente no eran ciertas.
Su discusión habitual sobre el empoderamiento femenino continuaba:
—Ja. Bien sabes que no. Supongo que vas a ir a marchar con la novia psycho de tu sobrino.
—Ella sí, para que veas, es todo un caso. Pero que ella sea una persona horrenda no demerita el movimiento de las mujeres ni lo que representa.
—Exacto, no debería. La simpática consigna de «aborto para todos», pero no hay aborto para el hombre.
Ya antes habían discutido sobre el debate entre provida y proelección. Evelyn defendía el derecho al aborto.
David, con un mondadientes en la boca simulando un cigarrillo, respondió:
—¿Pero el hijo es de los dos, no? ¿Por qué solo la mujer debería tener derecho a abortar? O, en caso de divorcio, tener preferencia para quedarse con la custodia de los hijos. Al hombre, en cambio, se le ha concedido esa licencia para desentenderse, como si fuera un gato que solo preña y se va. Pero somos humanos, y tenemos la misma emocionalidad que las mujeres. Esa razón, esa sensibilidad, alguien nos la ha quitado o nos la hemos dejado quitar. Solo queda aguantarse. Y es que el hombre debe aguantar.
Evelyn, inexpresiva, sosteniendo su café latte. Necesitaba responder:
—Tú, siendo alguien de estadísticas, dime: ¿cuántos hombres abandonan el hogar y cuántas mujeres crían solas a sus hijos?
El que a unos cuantos les importe no hace la regla. Las leyes deben promoverse para el bien común y resolver problemáticas que se desbordan. Que veas unos cuantos videos en redes sobre buena paternidad, y que algunos se levanten un día con ganas de ser buenos padres, no borra los altos porcentajes de abandono… ni los feminicidios.
David dejaba ver una ligera sonrisa mientras destapaba una cerveza.
—¿Sabes cuál es la diferencia, David? Las mujeres abortan en soledad. El abandono tiene nombre de hombre. Y los hogares solos, los llevan mujeres.
En cuanto al aborto, es una respuesta desesperada a un problema que muchas veces empieza con una violación. Y no, no es una decisión fácil, ni cómoda… ni tuya.
El mesero llegó finalmente con el menú. Aunque el lugar estaba casi vacío, los pedidos a domicilio mantenían ocupado al personal de cocina.
David cobraba intensidad y comenzaba con su filosofía, algo que a Evelyn, en ciertos casos, le irritaba. Empezando a alzar la voz, decía:
—Pero si ahora el reclamo no es quedarse con los hijos, sino deshacerse de ellos… siendo nosotros la parte que, se supone, puede desobligarse y evadir responsabilidades, ¿por qué aún no existe la oportunidad de abortar? O mejor dicho, ¿por qué no se exige? Seguramente romantizo esta parte, pero las veces que he visto casos de embarazos no deseados, es el hombre quien quiere tenerlo. En el mejor de los casos, supongo, por un sentido de ego protector; más que amar, un narcisismo de macho alfa. Los que no, simplemente aplican esa licencia para ausentarse… pero no hay marchas rompiendo vidrios para exigir el aborto.
—Desvarías. ¿Quieres ordenar, por favor?
—Tal vez… pero deja que termine mi chiste.
Si el bebé es de los dos, el hombre también debería tener derecho a abortarlo —digo, partiendo de que a la mujer se le permite. Entiendo que algunas feministas apoyan esa idea, pero solo si la mujer está de acuerdo. El punto es: cuando la mujer quiere tenerlo y él no, ¿el hombre debería tener derecho a abortar? Si así fuera, sería interesante ver cuántos casos habría.
—¿A qué vas con eso? Estás trivializando todo.
—Justamente. Las exigencias parten de un contexto que trivializa y banaliza, como si se tratara de elegir un sabor de helado o de decidir si usar una falda corta. El aborto, en muchos casos, es una situación grave: violación o algún trauma.
Esto deriva de otros problemas que hay que atacar desde distintos frentes. El más sencillo es el machismo, que incluso muchas mujeres fomentan desde la infancia, otorgando privilegios al varón.
—Entonces, ¿cuál es tu postura?
—Mmmm… antes había duelos a muerte; los problemas se resolvían entre las partes involucradas, sin intermediarios. La idea de “ojo por ojo” sigue vigente, al menos en comentarios de redes sociales, pero ponerla en práctica le quitaría ingresos al sistema judicial. ¿Por qué ahora la gente se mete a decidir sobre el aborto, cuando debería ser un asunto entre una o dos personas? En algún momento se puso de moda.
—¿Desean algo más? ¿Alguna salsa? —preguntó el mesero, dejando la pizza sobre una delgada estructura metálica en el centro de la mesa.
—Todo bien, solo ¿puede traer tres platos extra, por favor? —le respondió Evelyn, mirándolo a los ojos.
David tomó de inmediato una rebanada caliente. El queso se estiraba lentamente, como si celebrara una tregua momentánea. El apetito le recordó el silencio. Entonces, finalmente, terminó su discurso:
—El aborto médico debe existir y estar controlado. Así como hay campañas antidrogas, debería haber campañas de este tipo, y distintas. Por ejemplo, la de métodos anticonceptivos ya existe, pero no con el mismo impacto. Debería haber otras para conservar al bebé, opciones para darlo en adopción. Por un lado, hay familias que batallan para poder adoptar, con líos burocráticos; y por otro, un problema de saturación de niños huérfanos.
Evelyn ya no lo escuchaba. Tomó un gran trago de su bebida y, con un gesto casi automático, se limpió los labios con el dorso de la mano. De repente, dijo:
—Por cierto… no te conté, ¿verdad? Jessica abortó.
Sin esperar respuesta, volvió a mirar por el ventanal y alzó la mano para avisar a los niños que la comida ya estaba lista.
David terminaba de repartir los trozos en los platos de los niños y seguía diciendo:
—Estoy a favor de la vida, pero la decisión debería ser exclusiva de los padres, de ambos, aunque regulada bajo ciertas condiciones.
Por momentos, toda la tensión y las peleas acumuladas durante la semana parecían disolverse como el agua que libera una represa, fluyendo hacia el mar. En esos instantes, ellos se reencontraban con aquellos primeros años de enamorados, cuando discutían de política externa y no sobre la suya.
En su interior, David hizo un balance y se sorprendió al darse cuenta de que no eran semanas, sino años de conflictos y desestabilización emocional. Todo había comenzado con el juicio detenido sobre la compraventa de su antigua casa. Ambos esperaban ese dinero para poder costear una fertilización in vitro, su última esperanza para tener una hija juntos.
Antes, cuando tenían el dinero, evitaban el tratamiento por razones éticas. Ahora, eso había quedado atrás. Este era su último recurso para que Evelyn pudiera tener una hija, utilizando la selección de sexo.
María José, la única hija que David tenía de una relación anterior, había sido fruto de un amor joven que no prosperó. La pareja se fue sin mirar atrás, dejando a David a cargo por completo.
Damián y David, sus hijos con Evelyn, nacieron pronto y sin complicaciones en los primeros años de su matrimonio.
Recientemente, Evelyn le había confesado su deseo profundo, casi un anhelo silencioso, de tener una niña. Internamente luchaba con esa necesidad sin expresarla abiertamente.
Sin embargo, David comenzó a reprocharle que si lo hubiera sabido antes, habrían intentado la fertilización desde el primer hijo. Ciertamente, no se puede juzgar las acciones del pasado con la ventaja del presente. Él atribuía ese anhelo a la ausencia del padre de Evelyn, y sabía que, en el fondo, ella buscaba inconscientemente replicar la historia que había vivido con su madre.
En esas discusiones, ella le confesaba sentirse incompleta… sola incluso, hasta no tener una niña a quien abrazar.
La noche avanzaba, y el viento golpeaba los cristales mientras los árboles temblaban, como si presintieran lo que estaba por venir.
El pequeño David lanzó un grito que distrajo a Evelyn. Papá David corrió de inmediato y lo levantó del suelo.
—¿Te apetece un postre? —preguntó David, casi por instinto.
Al decirlo, recordó su primera pelea de novios: una discusión absurda por unos limones en un restaurante.
La caballerosidad de anticiparse a su mirada —ya sea una necesidad incómoda o un capricho superfluo— es algo que suele escaparse al radar alfa del hombre.
Más tarde, cuando los niños terminaron de cenar y comenzaron su maratón de videojuegos —con los celulares de sus padres en mano—, Evelyn retomó la plática que había tenido con Jessica, una conocida reciente con la que suele compartir las meriendas mientras esperan a sus hijos.
—¿Te acuerdas que te conté que Jessica conoció a alguien mayor en un bar?
—Sí, ¿cuántos años le llevaba? ¿Veinte?
Evelyn sonrió. Ambos se habían relajado después de la cena.
—Pues creo que ha de tener más de cincuenta… y ella es más joven que tú; debe tener unos treinta y seis.
Cada vez que hablaban de edades, David no podía evitar pensar que el hecho de que Evelyn le llevara tres años la hacía sentirse incómoda.
La temperatura había descendido, y el aire acondicionado se sentía más frío. Esta vez, venció su pasividad y fue a pedir que lo apagaran, una de esas cortesías que aún le debía a ella.
Volvió quitándose un saco liviano de lino oscuro, lo colocó sobre su asiento, se sentó a su lado para compartir el postre y preguntó en un tono más curioso:
—¿Ella es la que sus padres le pagan todo, cierto?
—Sí, bueno, se supone que se puso a trabajar en el negocio de su papá, pero ellos realmente sí le pagan todo.
Evelyn le explicó con lujo de detalle sobre el encuentro, cómo su amiga había cedido a vivir con él en las afueras de la ciudad. Por su parte, David devoraba el postre.
Por momentos la interrumpía, pidiéndole que fuera al grano. Y cada vez que eso ocurría, él se preguntaba si todas las mujeres estaban obligadas a contar cada momento… a diferencia de los hombres, que preferían ir directo al punto.
—Bueno, el caso es que él, ya mayor, le dijo abiertamente antes de iniciar la relación que no quería tener hijos a su edad, y ella está cómoda con una hija solamente.
—Pues sí, dices que el papá de su hija le acaba de pagar el viaje a Disneylandia, ¿verdad? Pero entonces eso es suerte: acaba de terminar con un novio que le pagaba todo, su exesposo le da de sobra en la pensión, y ahora este viejón le compra un Audi.
—Pues con todo y DIU se embarazó, estaba toda…
—¿Feliz? —interrumpió David, adivinando sarcásticamente.
—Pues preocupada, con miedo.
Evelyn alzó la vista para ver de nuevo si los pequeños estaban bien. El viento soplaba aún más fuerte, y un pequeño estruendo advertía torrenciales no pronosticados.
—Lo primero que piensas de alguien así, que vive en las afueras, en lo despoblado de la frontera y que maneja esas cantidades de dinero… es que es narco. ¿Tú no le recomendaste que no se fuera?
—No, yo solo la escuchaba. Ella misma quería convencerse, pero prácticamente iba a ir a cuidarlo a él, a atenderlo. Vivir sola, sin vecinos siquiera… y además tendría que sacar a la niña de la escuela.
Y pues su esposo la tiene en una buena escuela, allá en el centro. No creo que acepte. Ni creo que se lo diga, mucho menos a sus padres… si ahorita vive en una de sus casas.
—El doctor le recetó las mismas pastillas que a mí, pero no se me hacía bien que se las tomara. En mi caso, era ya para sacar lo que restaba; ella dice que las tomaba, pero no lograba expulsarlo… y lo último que me dijo es que estaba vivo.
—¿Cómo se llama lo que te pasó? ¿Aborto espontáneo?
—Sí. Recuerdo que la de la farmacia me miraba feo… yo creo que ya saben para qué las usan, cuando no quieren tenerlo.
—Pero, ¿cómo? ¿A poco simplemente se las dio? Se supone que eso es para cuando ya fue expulsado, ¿no?
Evelyn, sin darse cuenta, se tocó el vientre. David lo notó.
—El médico era provida… pero pienso que al final lo hace porque sabe que, como quiera, lo van a hacer. Y es mejor así.
Supongo que siempre te arrepientes de algo así.
Sin inmutarse, con la mirada fija en la bandeja vacía de pizza y los brazos apoyados sobre la mesa, David le preguntó el nombre de las pastillas.
En voz baja, para sí mismo, murmuró:
—Tan sencillo como eso. En las películas se ve más dramático.
La voz alargada y estridente de queja de su pequeño Junior interrumpió los pensamientos de sus padres, y la conversación se desvió rápidamente hacia la hora de llegada a casa.
La noche, más tranquila de lo habitual, era la compañera de viaje del cansado padre; su familia dormía rendida. El radio del coche llevaba apenas unos días sin funcionar, lo que lo dejaba abierto a escucharse a sí mismo. Justo ayer, a esa misma hora, había levantado con sus propias manos la prueba positiva de embarazo de su amada… palabra que ya consideraba en entredicho, como también lo había hecho con la prueba de su primer hijo.
El terror lo invadía. Ya no por la abrumadora noticia —que a veces él mismo suavizaba en su mente, creyendo que había sido partícipe—, sino por un pensamiento extraño, fugaz, como una ráfaga que pasaba tan rápido que no alcanzaba a verlo del todo.
Sabía que había sido copartícipe, de eso no tenía duda. Pero… ¿había accedido por condescendencia? ¿Por obligación? ¿O simplemente por despropósito? Lo habían hecho justo el día en que ella ovulaba. En todo caso, pensaba que necesariamente sería un niño… y sentía que eso era, de algún modo, una forma de castigo hacia ella por ese deseo exacerbado de querer una niña.
¿Acaso a los hombres no les importa el género del bebé? ¿O es que las mujeres simplemente son más sensibles? Él pensaba que los hombres solo lo ocultan tras una capa de macho alfa. Incluso se imaginó haciendo la escena del baile con la hija del padrino, algo simplemente sensacional. Pero las discusiones que habían sostenido, sobre no haber podido tener una niña, trascendían el simple anhelo.
Y luego estaba la familia, con la impertinente aseveración de “con que venga sano” o el vomitivo “por algo Dios hace las cosas”. Para alguien como Evelyn que ya había escupido la fe, esas palabras resultaban aberrantes. En cuanto a él, solo le provocaban indiferencia.
Ya había postergado su tesis doctoral y su gran deseo de convertirse en profesor. Ahora que sus hijos eran mayores, pensaba retomar su carrera, pero este nuevo embarazo lo frustraba. Había dedicado años al cuidado responsable de sus hijos, y sentía que apenas comenzaba a recuperar su camino.
El dinero invertido en sus estudios y en el tratamiento de inseminación artificial para su hijo anterior —que solo sirvió para confirmar que su semen producía varones en una proporción de diez a uno—, sumado a una mala administración, lo habían dejado con grandes deudas en su momento.
Ahora, lo primero que le cruzó por la mente fue destinar el dinero que tenía pensado para iniciar una nueva carrera… al parto.
Acorralado, le seguía resonando la frase que se había dicho a sí mismo: “Tan sencillo como eso.”
Ya había trascendido su propia ética al considerar la fertilización in vitro.
¿Y esto no es lo mismo?
¿Por qué quienes apoyan el aborto evitan usar la palabra adecuada: matar?
Siempre había fantaseado que, si el crimen llegara a asesinar a su familia, él podría convertirse en una especie de sicario. Creía tener dentro de sí la violencia —y la falta de escrúpulos— para hacerlo. Aunque, tal vez, siempre existe una línea invisible que nos detiene justo antes de convertirnos en asesinos.
A diferencia de los impulsos, que son meramente accidentales, planear un asesinato es, sin duda, algo siniestro.
David se sentía cómodo con la tesis que plantea Hitchcock en su película favorita, The Rope, pero también sabía que tenía la filosofía adecuada para refutarla.
Al final, se consideraba cristiano, aunque fuera solo por el concepto revolucionario —y tan difícil— de poner la otra mejilla. Y es que a él le gustaban los retos.
Le parecía ridículo hacer algo tan pueril como adulterar una bebida, como si fuera un guionista barato de película whodunit.
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