Hola Carolina.
Hace días que fantaseo con la idea de escribirte. Empezó como una broma que me contaba a mí mismo, imaginando lo que quería a explicarte. En mi cabeza, reproducía las frases que te escribiría. Lo hacía a diario, mientras cocinaba, tendía una lavadora o conducía camino al trabajo. Llegué a memorizarlo y ahora, ya ves, aquí estoy, enfrentándome como un tonto a la crudeza del papel en blanco. Sé que lo que estoy haciendo es una auténtica locura, no te pido que sepas comprenderme, pero ojalá puedas hacerlo.
Si he decidido dar este paso, es gracias a mi amiga Eli. Una tarde, sentados en una terraza tomando una cerveza, muerto de vergüenza, se lo conté. Lejos de decirme que estoy como una cabra, me animó a escribirte. Me contó que una noche, estando de fiesta, mandó un mensaje a través de Instagram a Iván Massagué, el protagonista de “El hoyo”. Lo más alucinante es que la contestó.
Mi amiga lo hizo estando borracha. En mi caso, no es el alcohol lo que me embriaga, sino la ilusión de alguien que se ha cansado de soñar y apuesta por vivir en voz alta. Quiero pensar que la vida aún me tiene guardada una oportunidad.
Imagino que a estas alturas pensarás que estoy loco, que soy un fan que no sabe distinguir al personaje de la persona. Eres una actriz excelente, de eso no cabe duda. Te descubrí en “Chinas” y luego en “Saben aquell”. Más tarde vi “Carmen y Lola” y por supuesto “La infiltrada”. Madre mía, ¡qué mal lo pasé! Pero no son tus papeles lo que me gusta de ti. Fue a raíz de ver “Ciao Bambina” cuando empecé a sentir una conexión especial. En ese documental pude ver a la persona que se esconde detrás de la actriz. Te vi a ti, sin actuar. Lloré de emoción al ver la amistad tan bonita que te une con Rafael. Luego, movido por las ganas de conocerte un poco más, quise verte en alguna entrevista. No sabría explicarlo, pero tengo la certeza de que si nos conociéramos nos entenderíamos muy bien.
A veces te imagino sentada a mi lado, sonriendo mientras cenamos un puré de calabaza. No te lo he dicho: soy vegetariano. Imagino nuestras conversaciones y las muestras de cariño que nos damos; una complicidad creada entre los dos. Tú distingues mis miradas. Yo comprendo tus silencios.
Fui payaso, zancudo y malabarista. Recorrí en bicicleta todos los desiertos de este mundo en construcción, crucé todas las montañas y llegué a tocar el sol. Lo dejé todo para ser libre. Siempre he hecho lo que me ha dado la gana. Uno puede sacrificar incluso el amor, pero no puede renunciar a la libertad.
Me gusta caminar descalzo, bañarme desnudo en el mar y perderme por las calles de la ciudad. Me paso los inviernos sentado frente a la chimenea, con un libro y una taza de té entre las manos, con el olor a leña ardiendo. Dejo volar los pensamientos, mezclándose con las ascuas que revolotean sobre las llamas como si fueran mariposas de fuego.
Soy una persona de extremos. No contento con hacer de payaso en hospitales, residencias de ancianos y centros penitenciarios, actué en la Franja de Gaza y pedaleé 24.000 kilómetros en solitario a lo largo de 13 países, recaudando dinero para entregarlo a proyectos que trabajan con personas refugiadas.
Cuando me hice vegetariano, de madrugada me deslizaba como una sombra en granjas para liberar a decenas de conejos y gallinas y ofrecerles una vida mejor aquí, en mi casa.
Después de tanto deambular, me pregunto si algo de lo que he hecho tiene algún sentido. Me siento solo y a veces tengo miedo de haber perdido la capacidad de amar, pero te miro y sé que podría volverme a enamorar. Eres mi botón rojo que pulsar en este estado de emergencia, mi acto de urgente necesitad. Mi extremo, ahora, es mandarte esta carta, a ti, a la ganadora de dos Goyas, la chica de mirada eterna.
Hace unos días me enteré de que Coque Malla conoció a su actual pareja en un bar. Fue a tomar algo después de un concierto. Ella había pagado una entrada para verle cantar. Solo les bastó una mirada para saber que iban a estar juntos. Todos, antes que una profesión, somos personas.
De pequeño me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos. Era un reloj de bolsillo, con una cadena de plata ribeteada. Cada noche lo contemplaba antes de irme a dormir. Inocente de mí, tener un reloj distinto a todos los demás me hacía sentir alguien especial. Ahora, a mis casi 46 años, no puedo dormir por culpa del vacío que me han dejado los minutos robados. La vida se me escapa como la arena en un puño mal cerrado. He malgastado mi tiempo persiguiendo una ristra de sueños que se han esfumado por el sumidero de la decepción. Vivo con la nostalgia de un anciano, añorando el tiempo que dejé atrás, esos 12 minutos usurpados de cada hora de mi vida. No sé quién soy ni para qué existo. Soy el producto de una sociedad fracasada.
Tu risa me llega desde el salón como una melodía. El brillo de tu mirada me dice que aún no es tarde, que tal vez reúna el coraje necesario para enviarte este carta y que quizá, solo quizá, como hizo Iván Massagué con mi amiga, me contestes al mensaje. Sólo es necesario atreverme a dar un pequeño salto, como un pájaro que está a punto de emprender el vuelo. Me fascina observar ese momento, el preciso instante en que empieza a volar. Casi puedo ver a cámara lenta como deja caer levemente su cuerpo hacia adelante, formando un desequilibrio que a primera vista podría parecer antinatural. Es entonces cuando el pájaro sorprende al resto de animales del planeta y con un ligero aleteo de alas le gana la batalla a la famosa ley de la gravedad, realizando así un vuelo que lo hace libre. Sus dedos se despegan del suelo y su cuerpo se aleja, bajo la atenta mirada de quien, con envidia y disimulada sorpresa, es testigo de una libertad recién adquirida. No resulta sencillo imaginar la primera vez que un joven polluelo se enfrenta a dar ese paso tan decisivo.
No existe ninguna escuela que te enseñe a volar, la única forma de aprender es volando. Es algo que se realiza por decisión propia, con la determinación de quien se siente capaz y necesitado de hacer algo más con su vida. Te levantas una mañana y, tras quitarte las legañas, abandonas el nido, atrás dejas tu zona de confort para acercarte a una rama y saltar. Debes dejarte caer ligeramente hacia adelante, sin dudas ni titubeos, y cuando tu cuerpo está inclinado unos grados determinados, en lugar de poner las manos para frenar el impacto, tienes que batir enérgicamente tus alas, con fuerza, pero de forma controlada. No hay lugar para los miedos. Si confías en ti mismo alcanzarás la libertad, si no, el duro asfalto te estará esperando cruel, como a veces puede serlo la vida. Tras el impacto, tienes un campo abierto de posibilidades. Puedes levantarte para volver a intentarlo una vez más, cuando estés listo, cuando te hayas sacudido el susto y lo hayas dejado atrás; levantarte y volver a saltar, vencer los miedos y perseguir tus sueños. También puedes rendirte y pensar que ya lo intentarás en otro momento, o quizá prefieras tirar definitivamente la toalla, pasar a formar parte del grupo de personas que creen que eso de volar no es para ellas.
Tenemos una imagen de vida perfecta que rechaza la propia vida. Todo tiene que estar bien a nuestro alrededor para sentir un poco de alegría, somos esclavos de nuestras circunstancias. Olvidamos que somos un simple animalillo más. Traicionamos nuestro presente, siempre negándolo, siempre pensando en un pasado añorado o en un futuro deseado. No podemos retroceder el tiempo pero siempre podemos volver a empezar. Aunque no seamos especiales, aunque nuestras horas solo tengan 48 minutos.
No sé si existen otras vidas, pero si es así, tu y yo ya nos conocíamos de antes. Puede que no seas actriz por casualidad, puede que hayas escogido esa profesión para que pueda encontrarte. Sé que es una locura, pero imagina por unos segundos que esa posibilidad fuera real. No puedes negarnos esta oportunidad.
Cada vida es una historia que se abre paso sin pedir permiso, como una flor creciendo en medio del desierto. La decisión está tomada. Voy a enviarte esta carta por correo postal, e-mail e Instagram, agotaré todas las vías posibles para asegurarme de que mis palabras llegan a su destino. Aun así, puede que nunca llegues a leerla; pero estoy en paz, orgulloso de haberme atrevido a dar el salto, a no pasarme el resto de mis días pensando en lo que podría haber pasado si te la hubiese enviado. Me siento en calma porque, no siempre es el amor, también es el roce de la brisa acariciando mi cuerpo; es sentirme vivo. A veces la escritura puede salvarme.
OPINIONES Y COMENTARIOS