El mundo cruje.
Cruje como un barco viejo que no ha dejado de navegar, aun cuando el océano se ha vuelto denso de petróleo y de miedos. A veces uno siente que la guerra es una bruma que avanza por las rendijas del siglo, que las ciudades tiemblan no por terremotos, sino por los pasos torpes de los hombres sedientos de poder. Y sin embargo, la vida sigue haciendo pan con las manos que no empuñan fusiles.
Hay días en que parece que hemos olvidado quiénes somos. Que dejamos que el lado oscuro del alma nos hable más alto que el murmullo sereno de la conciencia. El odio —ese antiguo veneno— se disfraza de bandera, de justicia, de dogma. Y los hombres caen.
Pero no todos.
Porque mientras unos incendian la tierra con discursos huecos, hay otros que la riegan en silencio con semillas de bondad. Ellos no hacen ruido. No buscan estatuas. No reparten consignas. Solo viven. Y vivir en un mundo como este, es casi un acto de magia.
He visto hombres que salvan a otros hombres sin esperar nada. He visto mujeres que inventan esperanza con apenas una palabra. Y niños —ay, los niños— que siguen soñando con dragones buenos y cielos sin aviones de guerra. En esos ojos se esconde el porvenir. En sus juegos, existe la cura para esta fiebre de destrucción.
A veces, cuando el mundo parece al borde del abismo, basta ver cómo un anciano da de comer a las palomas, o cómo dos jóvenes se besan bajo la lluvia, sin miedo al juicio de nadie, para entender que la vida no ha sido vencida. Que aún late. Que aún canta.
No todo está perdido.
Nunca lo ha estado.
Porque mientras haya alguien que prefiera la risa a la venganza, mientras haya un gesto de ternura en medio del caos, mientras haya quien cierre los ojos para rezar o para soñar —es lo mismo—, la muerte no tiene la última palabra.
La vida la entierra, la cubre de flores, le canta nanas.
Y así, entre ruinas y humo, siempre habrá quien mire el cielo y se atreva a decir, con la voz del alma:
«Este mundo aún vale la pena.»
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